El dinero del Vaticano

Uno de los ataques más reiterados a la Iglesia, sobre todo en ambientes de escaso nivel cultural, es el que se refiere al dinero del Vaticano. Una y otra vez se oye decir que el Papa vive como un multimillonario, rodeado de todo tipo de lujos, en un palacio lleno de maravillosas obras de arte. Según los enemigos de la Iglesia, ésta posee una de las mayores fortunas del mundo y dedica su dinero a costear un nivel de vida desenfrenado a sus máximos dirigentes. Se compara esta supuesta situación con la que, según dicen, llevaría hoy Jesucristo, el cual, si volviera, se sentiría muy incómodo en el Vaticano, lo abandonaría y se iría a vivir a las fabelas de Río de Janeiro, a las villas miseria de Argentina o a los pueblos jóvenes de Lima.
Enseñanza del Magisterio:
“Por derecho nativo, e independientemente de la potestad civil, la Iglesia católica puede adquirir, retener, administrar y enajenar bienes temporales para alcanzar sus propios fines. Fines propios son principalmente los siguientes: sostener el culto divino, sustentar honestamente al clero y demás ministros, y hacer las obras de apostolado sagrado y de caridad, sobre todo con los necesitados” (Código de Derecho Canónico. Artículo 1254)
“La Iglesia no tiene miedo a la verdad que emerge de la historia y está dispuesta a reconocer equivocaciones allí donde se han verificado, sobre todo cuando se trata del respeto debido a las personas ya las comunidades. Pero es propensa a desconfiar de los juicios generalizados de absolución o de condena respecto a las diversas épocas históricas. Confía la investigación sobre el pasado a la paciente y honesta reconstrucción científica, libre de prejuicios de tipo confesional o ideológico, tanto por lo que respecta a las atribuciones de culpa que se le hacen como respecto a los daños que ella ha padecido» (Juan Pablo II, 1 de septiembre de 1999).
“Como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de ‘derrochar’, dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía. No menos que aquellos primeros discípulos encargados de preparar la ‘sala grande’, la Iglesia se ha sentido impulsada a lo largo de los siglos y en las diversas culturas a celebrar la Eucaristía en un contexto digno de tan gran Misterio. La liturgia cristiana ha nacido en continuidad con las palabras y gestos de Jesús y desarrollando la herencia ritual del judaísmo. Y, en efecto, nada será bastante para expresar de modo adecuado la acogida del don de sí mismo que el Esposo divino hace continuamente a la Iglesia Esposa, poniendo al alcance de todas las generaciones de creyentes el Sacrificio ofrecido una vez por todas sobre la Cruz, y haciéndose alimento para todos los fieles. Aunque la lógica del ‘convite’ inspire familiaridad, la Iglesia no ha cedido nunca a la tentación de banalizar esta ‘cordialidad’ con su Esposo, olvidando que Él es también su Dios y que el ‘banquete’ sigue siendo siempre, después de todo, un banquete sacrificial, marcado por la sangre derramada en el Gólgota. El banquete eucarístico es verdaderamente un banquete ‘sagrado’, en el que la sencillez de los signos contiene el abismo de la santidad de Dios. El pan que se parte en nuestros altares, ofrecido a nuestra condición de peregrinos en camino por las sendas del mundo, es ‘panis angelorum’, pan de los ángeles, al cual no es posible acercarse si no es con la humildad del centurión del Evangelio: ‘Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo’ (Mt 8, 8; Lc 7, 6)” (Juan Pablo II. ‘Ecclesia de Eucharistia’, nº 48).
“En el contexto de este elevado sentido del misterio, se entiende cómo la fe de la Iglesia en el Misterio eucarístico se haya expresado en la historia no sólo mediante la exigencia de una actitud interior de devoción, sino también a través de una serie de expresiones externas, orientadas a evocar y subrayar la magnitud del acontecimiento que se celebra. De aquí nace el proceso que ha llevado progresivamente a establecer una especial reglamentación de la liturgia eucarística, en el respeto de las diversas tradiciones eclesiales legítimamente constituidas. También sobre esta base se ha ido creando un rico patrimonio de arte. La arquitectura, la escultura, la pintura, la música, dejándose guiar por el misterio cristiano, han encontrado en la Eucaristía, directa o indirectamente, un motivo de gran inspiración. Así ha ocurrido, por ejemplo, con la arquitectura, que, de las primeras sedes eucarísticas en las «domus» de las familias cristianas, ha dado paso, en cuanto el contexto histórico lo ha permitido, a las solemnes basílicas de los primeros siglos, a las imponentes catedrales de la Edad Media, hasta las iglesias, pequeñas o grandes, que han constelado poco a poco las tierras donde ha llegado el cristianismo. Las formas de los altares y tabernáculos se han desarrollado dentro de los espacios de las sedes litúrgicas siguiendo en cada caso, no sólo motivos de inspiración estética, sino también las exigencias de una apropiada comprensión del Misterio. Igualmente se puede decir de la música sacra, y basta pensar para ello en las inspiradas melodías gregorianas y en los numerosos, y a menudo insignes, autores que se han afirmado con los textos litúrgicos de la Santa Misa. Y, ¿acaso no se observa una enorme cantidad de producciones artísticas, desde el fruto de una buena artesanía hasta verdaderas obras de arte, en el sector de los objetos y ornamentos utilizados para la celebración eucarística? Se puede decir así que la Eucaristía, a la vez que ha plasmado la Iglesia y la espiritualidad, ha tenido una fuerte incidencia en la cultura, especialmente en el ámbito estético” (Juan Pablo II. ‘Ecclesia de Eucharistia’, nº 49).
Argumentación:
La cuestión del dinero de la Iglesia –expresado externamente a través de sus templos monumentales y sus obras de arte- es una de las más difíciles de afrontar en una argumentación apologética que pretende ser razonada y razonable. Y lo es no porque sea difícil justificar la existencia de ese dinero o de esos templos y tesoros artísticos, sino porque los que atacan a la Iglesia por ese motivo, demuestran una gran incapacidad de argumentación, de lógica, de nivel intelectual, y por eso se hace muy difícil dialogar con ellos, darles razones y argumentos. La pasión –con frecuencia el odio- les embarga y todo intento de diálogo está condenado al fracaso porque ellos lo único que buscan es hacer daño a la Iglesia.
Eso no significa que no se pueda hacer o decir nada. Se puede y se debe. Pero siendo conscientes de que este tema difícilmente se afronta con serenidad y objetividad. De hecho, son muchas las personas que están alejadas de la Iglesia y que, incluso, la critican por otras cosas, que sobre esto no hacen ninguna objeción.
Lo primero que hay que decir es que el propio Cristo utilizaba dinero para vivir y se dejaba ayudar de ese modo. Mientras duró su “vida oculta”, él ganó con sus propias manos para atender a su sustento y al de su Madre, la Santísima Virgen. Luego, cuando comenzó su “vida pública”, ya no pudo seguir haciéndolo y aceptó los donativos que unos y otros le hacían. Sabemos que había mujeres que le ayudaban –una de ellas era, nada menos, que la mujer del administrador de Herodes, llamada Juana- y debían manejar un cierto capital para verse en la necesidad de designar un tesorero –Judas, el traidor-. Muerto el Señor, la costumbre de ayudar a los apóstoles a fin de que éstos quedaran liberados del trabajo para dedicarse a la evangelización siguió existiendo en la pequeña comunidad cristiana. Los Hechos de los Apóstoles nos narran, por ejemplo, el castigo que recibieron los que engañaban a San Pedro en las limosnas. San Pablo –que recibió varias veces ayudas económicas de distintas comunidades- se precia de haber trabajado con sus manos –era tejedor de tiendas- para ganarse el pan, pero reconoce que “el obrero merece su salario” y que los evangelizadores tienen derecho a recibir ayuda económica de la comunidad a la que sirven. De hecho, pronto se creó la figura de los diáconos, para dedicarse a la administración de los bienes y, en particular, a atender a las obras de caridad, a fin de que los apóstoles –y sus sucesores, los obispos- pudieran centrarse en la evangelización.
Entre la ayuda que se recibía figuraban donaciones en especie y no sólo en metálico. No faltaban miembros de la comunidad que, en vida, donaban casas o tierras, para que se pudiera celebrar la Santa Misa o para que, con los réditos, pudieran atenderse los gastos de la evangelización y los derivados de la ayuda a los pobres. Los romanos debieron considerar que la Iglesia era muy rica, pues durante una de las persecuciones –la de Valentiniano, en el 258-, al diácono Lorenzo le prometieron respetarle la vida si les conducía a donde estaban escondidos los tesoros de la Iglesia; Lorenzo pidió tres días para recolectarlos y, transcurrido este tiempo, se presentó ante el Prefecto de Roma con un gran número de pobres a los que la Iglesia socorría.
Cuando la Iglesia alcanzó al libertad, con el edicto de Constantino en el 313, la situación comenzó a cambiar rápidamente. El prestigio obtenido durante los largos años de persecución y el favor de los emperadores, provocaron que recibiera numerosas donaciones, tanto en dinero como en templos paganos que pasaron a convertirse en iglesias cristianas. Algunos de estos templos aún se conservan, como el de Santa María sopra Minerva, en la plaza principal de Asís. Esta situación continuó durante la Edad Media, en la cual se produjo, además, otro acontecimiento de extraordinaria importancia. La brutalidad que se vivía en Europa tras la caída del Imperio Romano y las sucesivas invasiones de los bárbaros, llevaron a los Papas a intentar crear un territorio sujeto a su obediencia que les permitiera estar a salvo de las presiones de los reyes. Justiniano I le otorgó al Papa, por primera vez, derechos civiles sobre algunos territorios (año 554). Esto fue consolidado por el Papa San Gregorio Magno (590-604), que antes de serlo había sido el Prefecto (el Alcalde) de la ciudad. En 756, el rey de Francia Pipino derrota a los Longobardos, que amenazaban Roma, a petición del Papa Esteban II, y le otorga a éste en propiedad los territorios conquistados. Serán esos territorios los que constituyan el núcleo de los llamados “Estados Pontificios”. En esencia, corresponden a las actuales regiones italianas de Lazio (con Roma como capital), Umbría (cuya capital es Perugia, junto a la cual está Asís), las Marcas y la Romagna (con ciudades como Bolonia o Rávena). El Papa fue, pues, Rey de un Reino hasta que la invasión de Garibaldi le desposeyó de esas posesiones en 1870. Cuando esto sucedió, el tiempo estaba ya maduro para que el Papa pudiera seguir gobernando la Iglesia universal con independencia de los poderes civiles, cuya amenaza e interferencias en el gobierno eclesiástico no habían cesado desde los inicios de la Iglesia.
Sólo sabiendo estas nociones básicas de historia se puede entender el por qué existe la Ciudad del Vaticano (es lo que queda de los Estados Pontificios y sirve para asegurar la independencia del papa y evitar que esté bajo el control de ningún país), por qué existe una gran iglesia como la del Vaticano (edificada sobre la tumba de San Pedro, para dejar constancia de la predominancia que la Iglesia de Roma debía tener sobre el resto de las Iglesias, pues sólo en ella estaba el Vicario de Cristo) o por qué hay tantas obras de arte en el Museo del Vaticano (el gusto por el arte en el Renacimiento italiano afectó también a los Papas, que procedían de las principales familias de ese país, como los Médici de Florencia).
Son cosas del pasado, ciertamente, pero son cosas que hoy no se pueden destruir. En Francia está el Louvre, que, lo mismo que otros museos, tiene su origen en las colecciones de pintura y objetos de arte que hicieron los sucesivos reyes durante siglos. ¿Debería Francia vender lo que contiene y aún el mismo edificio para, por ejemplo, ayudar a los obreros de los barrios marginales de París? Alguno podrá objetar que Francia, Inglaterra, Austria y otras naciones con grandes palacios son ricas y pueden hacer esas obras sociales sin recurrir a desprenderse de su patrimonio cultural. ¿Debería México vender las pirámides de Teotihuacan, Guatemala las de Tikal, Perú el Machu Picchu o Camboya el templo de Angkor?. Seguramente que todos dirán que no, por muy cerriles que sean. Lo que sí deberían hacer –y es lo que suelen hacer- es conservarlas para las generaciones futuras y hacerlas accesibles a todos. Exactamente eso es lo que hace el Vaticano que, incluso a mi gusto, se excede; si por mí fuera, limitaría el número de turistas que entran en la Basílica de San Pedro, pues resulta extraordinariamente difícil rezar en ella; y por si acaso alguno objeta que lo hace para ganar dinero, conviene recordar que el acceso a la Basílica es totalmente gratuito. Más aún, si el Vaticano decidiera un día vender la Basílica y lo que contiene el Museo, probablemente Italia lo impediría.
Esto soluciona, al menos en parte, la cuestión de los grandes templos y de los tesoros artísticos que contiene –son resultado de otra mentalidad, propia del pasado, y ahora no podemos destruirlos ni venderlos porque son patrimonio de la Humanidad-. ¿Pero, cómo responder a la cuestión de la supuesta buena vida que se da el Papa? Realmente hace falta muy mala fe y muchísima ignorancia para hacer esa afirmación. Nada más alejado de la realidad que la de imaginar a un Papa de nuestro tiempo llevando una vida de lujos. Es verdad que vive en un palacio –ya he dicho que eso no lo puede evitar y, por otro lado, en algún sitio debería vivir y la Iglesia necesitaría un gran edificio para su sede central, como lo necesitaría cualquier institución que coordinara a 1.200 millones de personas en todo el mundo-, pero eso no significa que viva con lujos. Es muy austero, con un equipo de “servidores” muy pequeño, reducido a algunos secretarios y a unas “consagradas” –antes eran monjas y hoy son mujeres que pertenecen al movimiento Comunión y Liberación- que le atienden la casa. Su austeridad es enorme y probablemente no consume para sí mismo ni la mitad que utiliza una persona de clase media en Italia.
Queda otra cuestión, la del dinero que maneja el Vaticano. Fue puesta de moda por los escándalos en torno al IOR –así se llama la institución que invierte el dinero de la Iglesia-, en la última etapa de Pablo VI. Algunas inversiones llevadas a cabo de forma equivocada por monseñor Marcinkus pusieron en peligro las finanzas de la Santa Sede. En todo caso, lo mismo que en la cuestión anterior, resulta evidente que la Iglesia necesita disponer de dinero para llevar a cabo su misión espiritual –Cristo mismo lo hizo así-. Otra cosa es que ese dinero sea sólo el necesario y que se dedique a esos fines. Estas dos cuestiones son más difíciles de demostrar, pero en esencia se cumplen. El dinero del Vaticano procede, en buena medida, de lo que el Estado italiano le dio cuando se firmó el Concordato, como reparación por haberle desposeído de los Estados Pontificios. El resto, procede de lo que las Diócesis del mundo envían, como contribución a los gastos de la Iglesia, gastos que redundan en beneficio de esas Diócesis. Hay años en que el balance económico es positivo y otros en que es negativo. En cuanto a la colecta llamada “óbolo de San Pedro” –la que se hace el 29 de junio-, el Papa la utiliza para obras de caridad y no dedica ni un solo céntimo a los gastos que genera la maquinaria burocrática de la Iglesia. Las acusaciones de que en el Vaticano se lava dinero negro, procedente del narcotráfico o de otras fuentes ilícitas, son tan infundadas como calumniosas: no se pueden probar, simplemente porque son falsas.