El dogma de la inspiración

¿Qué cree la comunidad cristiana acerca de la Biblia? ¿Ha creído siempre lo mismo o ha ido evolucionando?. En este capítulo de la escuela de Teología Bíblica se muestra cómo, siendo siempre idéntica, la fe en la inspiración divina de las Sagradas Escrituras –Antiguo y Nuevo Testamento- ha ido evolucionando ante la necesidad de defenderse de los errores de quienes la negaban.

El pueblo de Dios, que es la Iglesia, se ha pronunciado de forma autorizada sobre la naturaleza de la Sagrada Escritura. Este pronunciamiento ha dado origen al “dogma de la inspiración”, por el cual la Iglesia considera y proclama que los textos bíblicos, aún escritos por hombres libres y no por autómatas, han sido inspirados por Dios y, más allá de los géneros literarios utilizados, reflejan la verdad revelada.
            Las primeras afirmaciones autorizadas sobre la inspiración se encuentran en las confesiones de fe cristianas. En ellas se repite sin variaciones sustanciales la atribución de la locución profética al Espíritu Santo.
            A partir del año 350, es decir, conseguida ya la libertad que otorgó Constantino, empiezan las intervenciones magisteriales a favor del canon, o sea a favor de la determinación de qué libros eran inspirados y cuáles no. El rechazo por parte de algunos grupos heréticos del Antiguo Testamento como libro no inspirado, llevó a la Iglesia a definir que fue el mismo y único Dios quien inspiró ambos Testamentos. Así, por ejemplo, el Concilio I de Toledo (año 400), en lucha contra los priscilianistas, afirmó: “Si alguno cree que se da un Dios de la antigua Ley y otro del Evangelio, sea anatema”. En forma parecida se expresaba el Papa León IX al Patriarca de Antioquia: “Creo también que el mismo Dios y Señor Omnipotente es el Autor del Nuevo y del Antiguo Testamento, esto es, de la Ley, de los Profetas y de los Apóstoles”. El Concilio de Florencia vuelve a presentar la cuestión, pero citando ya explícitamente al Espíritu Santo como inspirador de los dos Testamentos, lo cual aparecía en las primeras confesiones de fe. Además, recoge explícitamente los libros que componen ambos Testamentos, fijando así el Canon.
            El Concilio de Trento, celebrado en el marco de la polémica protestante, fija más su atención precisamente sobre le Canon, como había ocurrido en los siglos IV y V, aunque también alude a la inspiración denominando a los libros de los dos Testamentos con el apelativo de “sagrados y canónicos”.
             De este modo se llega al Concilio Vaticano I. En la sesión III del 24 de abril de 1870, se definió el origen divino de las Escrituras por inspiración. El texto dice, aludiendo a los libros definidos por el Concilio de Trento como “sagrados y canónicos”, que la Iglesia los tiene por tales “no porque, habiendo sido escritos por la sola industria humana, hayan sido después aprobados por su autoridad, ni sólo porque contengan la revelación sin error, sino porque, habiendo sido escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y como tales han sido entregados a la misma Iglesia… Si alguno no recibiere como sagrados y canónicos los libros de la Sagrada Escritura íntegros, con todas sus partes, como los describió el santo Sínodo Tridentino, o negase que son divinamente inspirados, sea anatema”.
            En este Concilio se oficializó dogmáticamente la expresión “inspiración”, utilizada por primera vez en el Concilio de Florencia, y se la puso en estrecha relación con la fórmula “Dios Autor de la Escrituras”. No hay que olvidar, por otro lado, que la intervención del Vaticano I tenía como contexto histórico la preocupación por oponerse al racionalismo imperante, negador de todo lo sobrenatural. El Concilio reaccionó con una enérgica profesión de fe en la sobrenaturalidad de la revelación.
            Los años posteriores al Vaticano I conocieron un gran desarrollo de las ciencias bíblicas, pero no fue un tiempo pacífico. La polémica giró en torno a la verdad que podía contener la Escritura. León XIII tuvo que intervenir con su encíclica “Providentissimus Deus”. El Papa destaca en su encíclica que para que Dios sea autor de un libro tienen que ser de Él las ideas de ese libro, y para ello, es necesario que intervenga de modo especial en la inteligencia , en la voluntad y en las facultades ejecutivas del autor o autores humanos.
            Para León XIII, “nada importa que el Espíritu Santo se haya servido de hombres como instrumentos para escribir, como si a estos escritores inspirados, ya que no al autor principal, se les pudiera haber deslizado algún error. Porque Él de tal manera los excitó y movió con su influjo sobrenatural para que escribieran, de tal manera los asistió mientras escribían, que ellos concibieron rectamente todo y sólo lo que Él quería, y lo consiguieron fielmente escribir , y lo expresaron aptamente con verdad infalible; de otra manera, Él no sería el autor de toda la Escritura”.
            Posteriormente, Pío XII con la encíclica “Divino afflante Spiritu” volvía al tema para aclarar que los instrumentos humanos de que se sirvió Dios para la obra inspirada actuaban con plena libertad, como órganos vivos del Espíritu Santo.
            El Concilio Vaticano II, mediante la Constitución “Dei Verbum”, tuvo el mérito de llagar a una solución satisfactoria en la cuestión de la verdad bíblica. En cuanto a la inspiración, se limitó a insistir en los aspectos ya definidos en el Vaticano I, matizando el papel de los autores humanos, en la línea en que había hablado Pío XII: “Para componer los libros sagrados, Dios eligió a hombres, de cuyos medios se sirvió, de forma que actuando en ellos y por ellos, escribieran como verdaderos autores todo aquello y sólo aquello que Él quería” (DV 11).
            La originalidad de la “Dei Verbum” estuvo en llevar a cabo una labor de discernimiento entre lo esencial de la inspiración y lo que es de libre discusión en las escuelas teológicas. Volvió a centrar el dogma de la inspiración dentro del tema general de la revelación.
            Son esenciales en la doctrina proclamada por el Vaticano II la providencial elección de los redactores inspirados y la plenitud de las cualidades humanas, que no quedan menoscabadas por la intervención divina. Por eso llama a los escritores de los textos “verdaderos autores”, a la par que deja claro que Dios es el autor supremo que ha actuado “en ellos y por ellos”.
            Otro tema importante es el que se refiere a los efectos de la inspiración. Es opinión general que el efecto primero y más propio de la inspiración es elevar la Escritura al rango de Palabra de Dios, con la necesaria consecuencia de su verdad total. La “Dei Verbum” insiste sobre ello en el nº 24: “La Sagrada Escritura contiene la Palabra de Dios y, al ser inspirada, es en verdad la Palabra de Dios”.

En resumen, como se ha podido comprobar en este recorrido histórico sobre la evolución del dogma de la inspiración, las intervenciones magisteriales han tenido lugar cuando la verdad de fe estaba en peligro, amenazada por los errores gnósticos -que niegan el origen divino del Antiguo Testamento- o racionalistas –que rechazaban la sobrenaturalidad de la revelación contenida en la Biblia-.