La autoridad de Jesús (III)

Una vez vista la relación de Jesús con la ley, dentro del marco de constatar la autoridad de Jesús y su conciencia de divinidad, vemos ahora su relación con Dios, marcada por los conceptos de “Abba” y de “Hijo”. También vemos lo concerniente al concepto que Jesús tiene de su muerte, tanto en lo concerniente a lo que iba a ocurrir, como a la utilidad redentora de la misma.

El mensaje y la actividad de Jesús, sus milagros y su actitud ante la ley, ponen de manifiesto una conciencia de soberanía en el Señor que habla claramente de su divinidad. La cuestión siguiente es responder a la pregunta de si Jesús anunció a Dios o se anunció a sí mismo. Para ello vamos a analizar dos conceptos muy utilizados por Cristo, el de “Abba” y el de “Hijo”.
“Abba”. La idea que Jesús tuvo de Dios estaba marcada en cierto modo por la idea propia de su época y su origen judío, pues no hay que olvidar que es en ese pueblo donde se había producido la primera parte de la revelación. Por eso sorprende la frecuencia con que hablaba de Dios como “Padre” y que lo hiciera con la expresión infantil de la palabra aramea “abba”, que tendríamos que traducir al español como “papá”. Los exegetas no dudan de la autenticidad de estas expresiones, recogidas en Mc 14, 36; Lc 12, 30; Mt 6, 32-33; Lc 11, 13; Mt 7, 11; Lc 6, 36; Mt 5, 48; Lc 11, 2; Mt 6, 9: Lc 10, 21; Mt 11, 25; Mc 13, 32; Mc 11, 25. Teólogos como H. Merklein señalan que la mayor parte de los pasajes mencionados presentan un contexto escatológico y que esto se debe a las dos funciones que se atribuyen a Dios Padre: su bondad, misericordia y perdón, por un lado, y su providencia por otro. Estos conceptos vuelven a aparecer en el Padrenuestro y el sentido de los mismos indica que Jesús ponía el acento de su mensaje no en el castigo -como había hecho Juan Bautista-, sino en la salvación. Por eso, Jesús habla, de cara al futuro del hombre, de la providencia de Dios (Mt 6, 25-33), y de cara a su pasado habla del perdón (Mt 18, 12-14; Lc 15, 11-32; Lc 19, 1-10; 7, 33-35; Mc 2, 15-17).
“Hijo”. La expresión más relevante de la relación con Dios mantenida por Jesús y manifestada en la idea que él expresa de que Dios es “Padre”, es la autodesignación de “el Hijo”. Jesús se presenta a sí mismo, con frecuencia, con este concepto: “el Hijo”. Esta designación aparece tres veces en los sinópticos (Mt 11, 27; Mc 13, 32; Mt 28, 19), una vez en Pablo (1 Cor 15, 28), cinco veces en la carta a los Hebreos (Heb 1, 2.8; 3, 6; 5, 8; 7, 28) y muy a menudo en el Evangelio y en las cartas de Juan.
Tras analizar estos dos conceptos, podemos afirmar: 1.- La relación de Jesús con Dios tiene un punto de conexión innegable en la expresión “abba” utilizada por el Señor. 2.- El tratamiento de “abba” que Jesús le da a Dios debe entenderse en el horizonte del anuncio escatológico de un Dios perdonador y providente que abre el futuro y salva. 3.- La identificación de Jesús con la voluntad divina y con el Dios “Padre” fue tan radical, afectó hasta tal punto a la raíz de su existencia que le llevó a la obediencia radical y a presentarse a sí mismo ante los discípulos como alguien que tenía con el Dios Padre una relación de filiación singular y única.
Jesús fue obediente “hasta la muerte y una muerte de cruz” (Flp 2, 8). Sobre la historicidad de que Jesús murió de este tipo de muerte, no cabe ninguna duda, aunque son más inciertas las circunstancias del “proceso de Jesús”, así como el fundamento real de la acusación. Para un teólogo como Schillebeekx, el detonante último de la condena a muerte decretada por el Sanedrín habría estado en su silencio, el cual habría significado que él se consideraba enviado directamente por Dios para llamar a Israel a la fe y que, por lo tnato, se negaba a someter a la autoridad judía su misión divina. Para este autor, ese silencio “constituye la expresión más clara de su autoconciencia: Jesús, que se niega a realizar milagros de legitimación, se niega también a dar cuenta de su mensaje y actividad ante cualquier institución humano-religiosa”. En todo caso, lo que podemos afirmar es que su muerte, e incluso ese tipo de muerte profundamente cruel, no le sorprendió a Jesús. Hay unanimidad entre los teólogos en afirmar que la provocación que suponía la conducta y la predicación de Jesús tuvo que crear conflictos y que Jesús era consciente de eso, a pesar de lo cual no modificó ni su comportamiento ni sus planteamientos doctrinales. Su actuación en el Templo, expulsando a los mercaderes, y la organización de una cena de despedida con sus apóstoles, no deja lugar a dudas de la certeza que Jesús tenía de su muerte y de que lo había asumido. La cuestión no está, pues, ahí, sino en averiguar cómo afrontó Jesús una muerte que sabía próxima y cómo la integró en su misión.
Para F.Hahn, “un elemento de la conducta de Jesús es no sólo el hecho de que sus adversarios le prepararon la pena capital por los conflictos que provocaba, sino que Él mismo estuvo dispuesto desde el principio a seguir el camino de la cruz. Su actitud se basa en su relación con Dios. Cuando hay por medio una relación íntima con Dios como Padre y mandante, como en el caso de Jesús, su muerte no puede estar fuera de esa relación y por eso no se puede entender al margen de esa referencia a Dios”. Es en ese contexto de certeza de su muerte y de ligación de esa muerte con la voluntad de Dios, como hay que entender la conciencia que tenía Jesús de lo que iba a ocurrir y de por qué iba a ocurrir. Todo eso lo expresa Cristo al anunciar reiteradamente a los discípulos no sólo su muerte, sino sobre todo su resurrección. Con ello les está queriendo decir que el Reino de Dios llegará a pesar del fracaso de su mensajero, y que él mismo no permanecerá en el muerte, sino que va a participar en el banquete escatológico, la resurrección. Esta seguridad de que su muerte era sólo un tránsito y que no implicaba el fracaso de su obra, fue sin duda un consuelo para el propio Cristo. Pero aún hubo más, el Señor expresó también claramente que esa muerte tenía en sí misma un valor redentor; así lo dejó claro en la última cena, sobre todo en la frase con que ofrece la copa: “Esta es mi sangre, la sangre de la alianza que se derrama por muchos” (Mc 14, 24). Jesús tenía, pues, un concepto “soteriológico” (de salvación) de su muerte; Él no sólo sabía lo que iba a suceder (morir y resucitar), así como que su muerte no iba a significar el fracaso de su obra, sino que también sabía que su muerte implicaba una consecuencia redentora. Pero este componente expiatorio ligado a la muerte de Cristo, no es ajeno al conjunto del plan divino que supuso el envío del Hijo, su encarnación y predicación; es más bien parte integrante de esa acción de Dios, que comenzó con la proclamación del Reino por Jesús.

Por lo tanto, podemos afirmar como resultado, que la visión que Jesús tuvo de su muerte como una entrega “en favor de los muchos”, y como un instrumento de reconciliación para ese Israel que hace morir al último mensajero de Dios, es la expresión suprema de su certeza del designio salvador de Dios y de su propia conciencia como mensajero decisivo de la salvación Dios. Jesús, que tenía conciencia de su divinidad, sabía que iba a morir y que su muerte era el inicio de la redención de los hombres.