La autoridad de Jesús (IV)

Seguimos analizando los motivos que tenía Jesús para pretender ser el primero en el orden de valores de los hombres y para modificar incluso la Ley dada por Yahvé. Hemos visto el respaldo que para la divinidad de Cristo supuso su propia muerte. Ahora veremos lo que significa, de cara a esa autoridad, el hecho histórico de su resurrección.

A la hora de hablar de la resurrección de Jesús, conviene precisar bien los conceptos, pues no faltan teólogos que niegan su carácter histórico y la introducen en el mundo de la psicología o de la fantasía de los apóstoles. Para ello, lo mejor es ir al Catecismo de la Iglesia Católica. “El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya San Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios: “Porque os transmití lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce” (1 Co 15, 3-4). El apóstol habla aquí de la tradición viva de la resurrección que recibió después de su conversión a las puertas de Damasco (cf Hch 9, 3-18)” (nº 639). El Catecismo, después de hablar del sepulcro vacío y de los testimonios de los que vieron y tocaron a Cristo resucitado, afirma: “Ante estos testimonios es imposible interpretar la resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y muerte en cruz de su Maestro, anunciada por Él de antemano (cf Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que (por lo menos algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, nos presentan a los discípulos abatidos (“la cara sombría”: Lc 24, 17) y asustados (cf Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y “sus palabras les parecían como desatinos” (Lc 24, 11; cf Mc 16, 11.13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua, “les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado” (Mc 16, 14)” (nº 643). “Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (cf Lc 24, 38); creen ver un espíritu (cf Lc 24, 39). “No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados” (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda (cf Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, “algunos sin embargo dudaron” (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un “producto” de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la resurrección nació -bajo la acción de la gracia divina- de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado” (nº 644). Todo esto le llevará a San Pablo a afirmar: “Si Cristo no ha resucitado, tanto mi anuncio como vuestra fe carecen de sentido. Resulta incluso que somos falsos testigos de Dios, porque damos testimonio contra él al afirmar que ha resucitado a Jesucristo” (1 Co 15, 14s).
Algunos teólogos evangélicos, como Bultman, consideran que la resurrección de Cristo es un mito. Otros, como Marxsen, lo califican de “acontecimiento real”, pero no histórico. Según éste, los apóstoles tuvieron una visión de Jesús después de su muerte y la reflexión sobre este suceso les indujo a afirmar que había resucitado. Sin embargo, estos dos teólogos protestantes y otros católicos, pasan por alto que los testigos de lo que ocurrió no hablan de ello como de algo psicológico o meramente visual. Se refieren a la resurrección de Cristo como a un “acontecimiento”, esto es, un suceso “histórico” concreto que con su realidad se abre a la experiencia humana y se ajusta al lenguaje humano. Lo que nosotros llamamos suceso o acontecimiento responde al hebreo “dabar”, que designa una realidad que se anuncia en, con y bajo su realización. así, la resurrección de Jesucristo aparece en Hech 10, 35 se inserta, junto con toda la realidad pública de Jesús, en el “acontecimiento” que tuvo lugar en toda Judea.
En esta perspectiva, según el teólogo H. Schiler, “la resurrección de Jesucristo es un suceso que provocó, por una parte, un lenguaje entusiasta y de proclamación apodíctica con diversas modalidades y que utilizó, por otra parte, unos modos narrativos de tipo religioso y edificante, pero no exentos de reflexión teológica, para subrayar en ambos casos su pretensión como un hecho que exige la aceptación y el asentimiento”.
El Catecismo, por su parte, también se refiere a la tesis -para criticarla- de que fue una “visión” subjetiva que los “visionarios” interpretaron como una resurrección. “Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (cf Lc 24, 39; Jn 20, 27) y el compartir la comida (cf Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no es un espíritu (cf Lc 24, 39) pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado ya que sigue llevando las huellas de su pasión (cf Lc 24, 40; Jn 20, 20.27). este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere (cf Mt 28, 9. 16-17; Lc 24, 15.36; Jn 20, 14.19.26; 21.4)” (nº 645).

En definitiva, las apariciones de Cristo resucitado (“cristofanías”) sirvieron para darles a los apóstoles y a los que las presenciaron (Magdalena y las otras mujeres, entre otros), la certeza de que Cristo estaba vivo y que había vencido a la muerte. También les dio la seguridad de que sus promesas -incluida la de que su muerte iba a tener un sentido redentor- eran válidas y que su muerte en la cruz no implicaba una desautorización por parte de Dios de sus pretensiones, sobre todo de la gran pretensión que suponía la divinidad de Cristo. Todo esto fue lo que impulsó a los discípulos a volver a creer en lo que ya creían antes de la muerte de Cristo, en su mesianidad, en su divinidad. Y porque creían en ello es por lo que asumieron con fuerza renovada la misión que el Señor les había encomendado antes de su muerte y que les reiteró tras su resurrección: Id y predicad el Evangelio, sed testigos de la resurrección -de que Cristo es Dios, de que el mensaje del amor de Cristo es más fuerte que el mensaje del egoísmo del hombre, de que la vida vence a la muerte-. Por todo ello, la resurrección de Cristo como elemento histórico, como acontecimiento comprobable por los hombres, se convirtió en el motor de la expansión del cristianismo. Era la base de su predicación, el elemento central -unido al que lo origina, la muerte del Señor- y era la garantía de que Dios estaba con los predicadores lo mismo que había estado con el predicado -Cristo- y que, a pesar de las persecuciones, la victoria sería de ellos, como había sido de Cristo la victoria definitiva sobre sus enemigos.