La fe en Cristo según el Catecismo (II)

Continuamos, en esta lección del curso de Teología Fundamental, exponiendo las enseñanzas que el Catecismo ofrece sobre Cristo. Si en el capítulo anterior habíamos llegado ya a la relación de Jesús con el concepto de Reino de Dios que él predicó e impulsó, ahora se culmina con su muerte y resurrección. Estas, junto con el nacimiento, son el compendio de la cristología católica.

Tras hablar de la realidad histórica de los milagros llevados a cabo por Cristo, como vimos en el capítulo anterior, el Catecismo sigue tratando el tema del Reino de Dios pero centrándose ahora en la estructura de ese Reino. En el centro de esa estructura está la jerarquía de la Iglesia, querida deliberada y explícitamente por Cristo. “Desde el comienzo de su vida pública Jesús eligió unos hombres en número de doce para estar con Él y participar en su misión; les hizo partícipes de su autoridad “y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar”. Ellos permanecen para siempre asociados al Reino de Cristo porque por medio de ellos dirige su Iglesia” (nº 551).
En el número siguiente, el Catecismo habla de la primacía de Pedro y de que Cristo aseguró “a su Iglesia, edificada sobre Pedro, la victoria sobre los poderes de la muerte. Pero, a causa de la fe confesada por él, será la roca inquebrantable de la Iglesia. Tendrá la misión de custodiar esta fe ante todo desafallecimiento y de confirmar en ella a sus hermanos”.
La misión específica de Pedro es la de ostentar el poder de las llaves, “que designa la autoridad para gobernar la casa de Dios, que es la Iglesia… El poder de ‘atar y desatar’ significa la autoridad para absolver los pecados, pronunciar sentencias doctrinales y tomar decisiones disciplinares en la Iglesia. Jesús confió esta autoridad a la Iglesia por el ministerio de los apóstoles y particularmente por el de Pedro, el único a quien Él confió explícitamente las llaves del Reino” (nº553).
Por lo tanto, la fe en Cristo está íntimamente ligada a la fe en la Iglesia y a la fe en la jerarquía de la Iglesia, con Pedro a la cabeza, querida explícitamente por Cristo. Separar a Cristo de la Iglesia o de su jerarquía, diciendo que se acepta a uno y se rechaza al otro, no sólo es contrario a la fe católica sino al deseo del propio Jesucristo.
El Catecismo habla a continuación del relato de la Transfiguración, con la que el Señor quiso ir preparando a sus discípulos para el escándalo de la Cruz. Después viene la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén, que es una entrada marcada por la humildad y con la cual se manifiesta y anticipa la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección.
En cuanto al proceso que sufrió Jesús y que supuso su condena a muerte por blasfemo, el Catecismo empieza señalando que había divisiones entre las autoridades judías al respecto. “Teniendo en cuenta -dice el Catecismo- la complejidad histórica manifestada en las narraciones evangélicas sobre el proceso de Jesús y sea cual sea el pecado personal de los protagonistas del proceso, lo cual sólo Dios conoce, no se puede atribuir la responsabilidad del proceso al conjunto de los judíos de Jerusalén, a pesar de los gritos de una muchedumbre manipulada y de las acusaciones colectivas contenidas en las exhortaciones a la conversión después de Pentecostés” (nº 597). Fueron, fuimos, todos los pecadores los que con nuestros pecados condenamos a muerte a Jesucristo.
Ahora bien, esa muerte “no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios” (nº599), que es un designio de salvación, pues con su muerte Cristo nos ha redimido a todos. La muerte redentora de Cristo no era autoredentora, pues él no la merecía pues no había pecado en él. Él se solidariza con los pecadores, con nosotros, y sufre el castigo que a nosotros y no a él nos correspondía. Este acto de Cristo era totalmente inmerecido por nuestra parte.
Cristo, el Catecismo insiste en ello, se ofrece al Padre por nuestros pecados y eso lo hace por amor a nosotros y al propio Padre, del cual parte el designio de amor redentor. “En efecto -dice el Catecismo- aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar” (nº 609). “Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los Doce Apóstoles en la noche en que fue entregado” (nº 610). “La Eucaristía que instituyó en este momento será el memorial de su sacrificio. Jesús incluye a los apóstoles en su propia ofrenda y les manda perpetuarla” (nº 611).
La agonía de Getsemaní representa la aceptación de ese cáliz de la Nueva Alianza que acababa de anticiparse en la última Cena. “Al aceptar en su voluntad humana que se haga la voluntad del Padre, acepta su muerte como redentora para llevar nuestras faltas en su cuerpo sobre el madero” (nº 612). Con su sacrificio, Cristo llevó a cabo la redención definitiva de los hombres y devolvió al hombre a la comunión con Dios. Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios. Con su obediencia, Cristo reemplazó nuestra desobediencia, reparó nuestras faltas y satisfizo al Padre por nuestros pecados.
Otro tema importante es el de la cooperación con Cristo en la obra de la redención. Sobre esto el Catecismo dice: “La Cruz es el único sacrificio de Cristo, único mediador entre Dios y los hombres. Pero, porque en su Persona divina encarnada se ha unido en cierto modo con todo hombre, él ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual… Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor” (nº618).
Tras confesar la fe en la muerte redentora de Cristo, el Catecismo habla de su sepultura. “En su designio de salvación, Dios dispuso que su Hijo no solamente muriese por nuestros pecados, sino también que gustase la muerte, es decir, que conociera el estado de muerte, el estado de separación entre su alma y su cuerpo, durante el tiempo comprendido entre el momento en que él expiró en la Cruz y el momento en que resucitó. Este estado de Cristo muerto es el misterio del sepulcro y del descenso a los infiernos” (nº 624). En este tiempo de permanencia en el sepulcro, “la persona divina del Hijo de Dios ha continuado asumiendo su alma y su cuerpo separados entre sí por la muerte” (nº 626).

Ahora bien, “la muerte de Cristo fue una verdadera muerte en cuanto que puso fin a su existencia humana terrena. Pero a causa de la unión que su cuerpo conservó con la persona del Hijo, no fue un despojo mortal como los demás porque la virtud divina preservó de la corrupción al cuerpo de Cristo” (nº 627). En cuanto a su descenso a los infiernos o “morada de los muertos”, significa que el Señor murió realmente, que por su muerte a favor nuestro ha vencido a la muerte y al diablo, Señor de la muerte, y que hasta allí fue Cristo para anunciar la Buena Nueva. “El descenso a los infiernos es el pleno cumplimiento del anuncio evangélico de la salvación” (nº 634). Mediante él, Cristo “abrió las puertas del cielo a los justos que le habían precedido” (nº637) y que aguardaban la llegada de su Salvador.