Pecados contra la virtud de la Religión (I)

Una vez vista, en las lecciones anteriores, la virtud de la Religión, vamos a estudiar ahora los pecados contra esta virtud. Pueden ser por defecto (cuando no se da a Dios el culto debido) -el ateísmo, el agnosticismo, la blasfemia o el sacrilegio- o por exceso (cuando se da a Dios un culto indebido) -la superstición y la idolatría-.

La gravedad del pecado está en razón directa del mal que encierra en sí y en que vaya directamente contra Dios o sólo lesione algún valor de la vida humana. Pues bien, los pecados contra la virtud de la religión tienen una especial gravedad, por cuanto conllevan una ofensa directa a Dios.

Además, estos pecados tienen un “efecto secundario”, pues si se ofende a Dios, el hombre suele buscar una justificación, que consiste en culpar al propio Dios de aquello que motiva la ofensa. Esta actitud inicia el itinerario del alejamiento de Dios, que puede acabar en negarlo. Por eso, en la cúspide de estos pecados está el odio a Dios.

El rechazo de Dios está expresado por estos pecados: ateísmo (negación de Dios), agnosticismo (indiferencia ante él) y desprecio (blasfemia y sacrilegio).

Ateo es el que niega la existencia de Dios. Tiene orígenes diversos, desde los propiciados por sistemas filosóficos materialistas hasta los que consideran que la existencia del mal en el mundo demuestra que Dios no existe. Si bien es a Dios a quien corresponde juzgar la culpabilidad de cada persona, se puede afirmar que el ateísmo en sí mismo es un pecado. Así, San Pablo no exime de ese pecado a los paganos, por cuanto “no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios” (Rom 1, 29-30). El Concilio Vaticano II enseña que los ateos “no carecen de culpa” (GS 19). Y el Catecismo afirma que “el ateísmo es un pecado contra la virtud de la Religión” (2125). A veces se llega al ateísmo como consecuencia de pecados personales que no se pueden o no se quieren evitar, tal y como enseña la máxima “si no vives como piensas, terminarás por pensar como vives”.

Agnóstico es el que defiende que la razón humana no puede justificar la existencia de Dios, por lo que él ni afirma ni niega que exista, por lo cual se mantiene al margen del problema. La mayor parte de los agnósticos son ateos prácticos, en el sentido de que resulta muy difícil, por no decir imposible, “vivir como si Dios no existiera” -que es la máxima del agnosticismo- sin llegar a la conclusión -teórica o práctica- de que Dios no existe. Sin embargo, muchos de los agnósticos no se consideran a sí mismos ateos por algunas de estas causas: – el ateísmo no está bien visto a causa de la militancia tan activa en contra de la Religión que tuvo en otras épocas, por lo que el agnóstico opta por no adoptar una postura beligerante; -el ateo tiene que probar la no existencia de Dios, mientras que el ateo ni siquiera se complica la vida con eso y adopta una postura más cómoda; – el ateísmo científico pretendía demostrar que la ciencia negaba a Dios, mientras que el científico agnóstico actual sostiene que a él le bastan las ciencias experimentales y no necesita buscar razones más profundas que respondan al qué y por qué de las cosas. desde el punto de vista de la teología moral, el agnosticismo es más peligroso que el ateísmo, pues se suele identificar con un planteamiento de comodidad; además de no profesar religión alguna, tampoco inquieta a la razón en la búsqueda de la verdad, ni incomoda a la conciencia en relación al bien y al mal. desde el punto de vista ético, el agnóstico suele adoptar una conducta independiente de toda instancia externa a él, dándose a sí mismo los criterios de bien y de mal, criterios que tiende a modificar en función de las conveniencias o de la evolución de las opiniones ambientales.
La blasfemia consiste en la injuria directa, de pensamiento, palabra u obra contra Dios. En sí mismo, es un pecado irracional, pues si se insulta a Dios es porque se cree en él y si se cree en su existencia es incomprensible que se le ofenda. Sin embargo, suele suceder que en realidad la blasfemia, aunque formalmente vaya dirigida contra Dios, en realidad esté buscando ofender a los seguidores de Dios. No se cree en el Dios al que se insulta, pero se sabe que, al hacerlo, se hiere a las personas que sí creen en él. Aunque las blasfemias no son sólo contra el Dios cristiano, son las más frecuentes, en parte debido a la cobardía que caracteriza a los blasfemos, ya que saben que insultar al Dios cristiano les sale gratis, mientras que hacerlo con el Dios musulmán -por ejemplo- les puede suponer ser víctimas de la ira violenta de los creyentes en él. La blasfemia también se puede referir a la Santísima Virgen, a los santos o incluso a la Iglesia, tal y como enseña el Catecismo: “La prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte. El abuso del nombre de Dios para cometer un crimen provoca el rechazo de la religión” (nº 2148). Dentro de la blasfemia está también el pecado contra el Espíritu Santo, condenado expresamente por Jesús (Mt 12, 31-32), que consiste en oponerse de modo directo a la fe y rechazar todo lo que está relacionado con Dios; quien toma esta postura es incapaz de arrepentirse, pues se gloría de lo que hace, y por eso no puede ser perdonado. También está relacionado con la blasfemia el uso vano del nombre de Dios, así como el uso de su nombre en rituales de magia (Catecismo, nº 2149).

El sacrilegio es el trato indigno a lo sagrado, que equivale a una profanación. Hay un sacrilegio personal, cuando una persona consagrada sufre violencia; el sacrilegio contra el Papa lleva implícita la excomunión. Se llama sacrilegio “real” al que se hace contra las cosas dedicadas al culto divino, como por ejemplo comulgar en pecado mortal o profanar las hostias consagradas; esto último está también sancionado con excomunión. Se llama sacrilegio “local” el uso indigno de un templo o el derramamiento de sangre dentro de él, excepto en caso de legítima defensa.

El uso indebido de Dios y de las cosas referidas a él supone también un pecado. Se hace mediante la superstición y la idolatría.

La superstición es, según el Catecismo, la atribución de poderes mágicos a ciertas prácticas, prescindiendo de las disposiciones interiores (nº 2111). Nacen del temor y del interés por obtener algunos beneficios y no del deseo de amar a Dios. Un ejemplo son las llamadas “cadenas de oraciones”, que han de transmitirse a otros bajo el riesgo de que si no lo haces te sobreviene algún mal. Ligado a la superstición está la adivinación -deseo de averiguar el futuro- o la misma magia. Ambos han sido severamente condenados ya desde el Antiguo Testamento.

 La idolatría es el culto a dioses falsos o el culto dado a criaturas o ideologías a las que se pone en el primer lugar de la vida, suplantando el puesto que debe ocupar sólo Dios. Así se puede “idolatrar” a una persona, a la que se ama más que a Dios, o a un partido político, al que se sigue apoyando a pesar de que lleva a cabo actuaciones o promueve leyes que van directamente contra lo que enseña la doctrina de la Iglesia. También, y es muy frecuente, se puede idolatrar al dinero, al sexo o al poder.