¿Quién es Dios? (I)

El concepto de Dios es anterior, históricamente, incluso a la aparición de la Filosofía y está presente en todas las culturas, aunque de manera distinta. El Dios de Jesucristo asume el rostro del Dios de Israel, pero su revelación es llevada por Cristo a la plenitud al mostrarnos a Dios como Padre y al mostrarse Él como Hijo. Un Hijo que es la imagen de Dios, modelo del hombre.

La palabra “Dios” es una realidad lingüística. Está presente en nuestro pensar y en nuestro lenguaje. Y eso no sólo en el ámbito de nuestra propia historia lingüística y espiritual, sino también en el ámbito de las culturas y religiones ajenas.
Sin embargo, no fue la Filosofía la que introdujo el vocablo Dios en el lenguaje, como introdujo lo “uno”, el “bien” o lo “absoluto”. La Filosofía se encontró ya con esta palabra cuando nació entre los siglos VI y V antes de Cristo en las colonias griegas. Y la palabra preexistía también bajo los diversos nombres del Antiguo y el Nuevo Testamento, cuando las religiones judía y cristiana entraron en debate con la Filosofía griega.
Por otro lado, la palabra “Dios” no nos dice nada sobre el contenido y el sujeto de la denominación. Por eso las derivaciones etimológicas tienen escasa relevancia en este caso. Por eso es necesario profundizar en el concepto de Dios que hay en cada religión, al margen del nombre con que se le denomina.
El Dios de Jesús
La pregunta por el Dios de Jesús de Nazaret nos remite directamente al judaísmo, porque el Dios de Jesús es el Dios de Israel. Pero este Dios no es comprensible sin hacer una referencia a los dioses del entorno geográfico de Israel. Sólo desde este trasfondo adquiere su verdadero perfil la relación de Jesús con Dios.
Para los judíos, ante todo Dios es el Creador y es el Dios de los antepasados, el Dios de Abraham, Isaac, Jacob y Moisés. Este Dios está presente en la vida del hombre, es un Dios que actúa en la historia, y no es, pues, un creador distante, que una vez hecho el mundo se olvida de él y lo deja abandonado a su propia suerte. Es un Dios fiel, siempre dispuesto a cumplir la alianza establecida con el pueblo de Israel. Pero también es un Dios que exige a ese pueblo la misma fidelidad. Sin embargo, la fidelidad de Dios no está ligada a la fidelidad del pueblo y por eso siempre cabe la esperanza, pues aunque Dios castigue la infidelidad, siempre está dispuesto al perdón y a la misericordia.
En cuanto a los nombres de Dios utilizados en las Escrituras sagradas de Israel, destacan dos: Elohim y Yahvé. El primer nombre indica la relación de Dios con los antepasados, es el “Dios de los padres”. El segundo, Yahvé, está ligado al episodio de la zarza que arde sin consumirse, y significa “Dios es el que es”, o lo que es lo mismo: Dios es el que no necesita a otro para ser, el que tiene en sí mismo el origen del ser y de los seres.
Dios es Padre
Para Jesús, por lo tanto, Dios es el Creador, es el Rey, es el Pastor y, sobre todo, es Padre. Por eso la plegaria típica del cristianismo, creada por el propio Jesús, es el “Padre nuestro”. La invocación de Dios como “Padre” es una de las enseñanzas capitales de Jesús, como se desprende del hecho de figurar varias veces la palabra aramea “abba”, “papá”, en el texto griego del Nuevo Testamento. Llama la atención especialmente que Jesús invoque a Dios como “abba”, como “papá”, en la oración del huerto de los olivos, en el momento en que su relación con el Padre estaba atravesando su fase más crítica.
El “Padre nuestro” nos enseña, además, que Jesús se sentía hijo de Dios y que quería que nosotros, los cristianos, también nos sintiéramos hijos de Él. Se trata de filiaciones diferentes: la de Jesús es por naturaleza y la nuestra por adopción a través del bautismo. Por eso no cabe duda de que Jesús tenía de sí mismo un concepto de hijo de Dios diferente al concepto de hijos de Dios que invitaba a tener a sus discípulos. Textos como Mt 11, 25-27 (“Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra… Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y al Padre no lo conoce más que el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”) o la utilización por Jesús del “ser” divino ligado al nombre de Yahvé, atribuido a sí mismo (“Yo soy el pan de vida”, Jn 6,35; “Yo soy la luz del mundo”, Jn 8,12; “Yo soy la puerta por la que deben entrar las ovejas” Jn 10,7; “Yo soy el buen pastor” Jn 10,11; “Yo soy la resurrección y la vida” Jn 11,25; “Yo soy el camino, la verdad y la vida” Jn 14,6), nos hablan del claro concepto que Jesús tenía de su divinidad y de que intentaba introducir en él a sus discípulos. En este mismo contexto está la respuesta de Jesús, interpretada por los judíos como blasfemia, pues se situaba en el marco de la historia antes que Abraham y eso sólo le correspondía a Dios: “Antes que naciera Abraham, yo soy” Jn 8,58.
Todo esto significa que Jesús no sólo nos enseña a tratar a Dios como Padre, sino que tiene conciencia de su propia divinidad y, por lo tanto, nos está diciendo que Dios está más próximo al hombre que nunca, puesto que Dios se ha hecho hombre. Por eso Juan dirá de Cristo que Él es el logos, la palabra, la presencia de Dios en medio de los hombres. Esta “palabra” de Dios entre los hombres, que es Cristo, tiene tres dimensiones: es una palabra creadora, es una palabra de alianza y es una palabra profética.
Además de “palabra” de Dios, Jesús es la “imagen del Dios invisible”. Ahora bien, como el hombre está hecho a imagen de Dios pero a Dios nadie lo ha visto nunca, desde el momento en que Dios se ha hecho hombre en Cristo, Cristo se convierte en el modelo de los hombres. Los cristianos ya estamos recorriendo ese camino, pero la llamada -la vocación- a seguir a Jesús y a imitar a Jesús es para todos los hombres, pues está inscrita en su propia naturaleza humana. Por eso, cuando el apóstol Felipe le pide a Jesús que les muestre al Padre, éste le contesta: “Llevo tanto tiempo con vosotros, ¿y aún no me conoces, Felipe? El que me ve a mí, ve al Padre. ¿Cómo me pides que os muestre al Padre?” (Jn 14,9).
Imagen de Dios

Sin embargo, esta identificación entre Cristo y Dios, está encarnación de Dios, chocaba frontalmente con lo inaccesible de la imagen de Dios en el Antiguo Testamento, y de ahí el escándalo de algunos judíos. Tanto Éxodo como Deuteronomio insiste en que está prohibida toda reproducción divina: “No te harás escultura, ni imagen alguna de nada de lo que hay arriba en el cielo, o aquí abajo en la tierra, o en el agua debajo de la tierra” Ex 20,4. Esta prohibición estaba puesta para evitar que el pueblo de Israel terminara por confundir a Dios con alguna de las criaturas de Dios, como hacían los pueblos vecinos que adoraban animales, plantas o personas. Por eso, la encarnación del Hijo de Dios en Jesús de Nazaret supone una gran revolución. El Dios que había protegido celosamente su trascendencia para evitar que le confundieran con una de sus obras, se muestra ahora hecho hombre. Y todo esto por amor. Por un amor que hará exclamar a Juan: “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único para salvar al mundo.»