Cuando se intenta aprobar una ley -o se aprueba- que va en contra de algún principio moral católico, es frecuente escuchar este argumento: “Por qué los católicos se molestan, si a ellos no se les obliga a que hagan eso?”. O bien este otro: “Son unos intolerantes, porque quieren imponer a los demás sus propias convicciones éticas”. ¿Qué decir, pues, cuando en nombre de la tolerancia se nos reclama silencio ante leyes inicuas?
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España vivió recientemente una convulsión que culminó con una de las mayores manifestaciones populares que se han producido en este país. Millón y medio de personas -entre los cuales había varios cardenales y obispos- recorrieron las calles de Madrid para protestar contra el Gobierno socialista. Éste, presidido por Rodríguez Zapatero, acababa de aprobar una ley que equiparaba las uniones homosexuales con las familias y les daba, consiguientemente, el derecho a adoptar niños. Fue la gota que desbordó un vaso ya lleno. Antes ese vaso había recibido ya otras leyes consideradas inicuas por los católicos, tales como el aborto, el “divorcio express” o la destrucción de embriones humanos en investigación. Pero si la reacción de los católicos se podía resumir en un “basta ya”, que les hizo salir a la calle en una manifestación tan pacífica y festiva como multitudinaria, no ocurrió lo mismo con sus adversarios. Pocos días después, y casi en el mismo escenario, tenía lugar una manifestación gay -muchísimo menos concurrida- que estuvo plagada de insultos contra la Iglesia. Entre estos, estaba la acusación de intolerantes, acusación repetida hasta la saciedad en todos los medios de comunicación considerados “progresistas”, es decir, en la inmensa mayoría.
Esta es una grave acusación, especialmente en una época en que la “tolerancia” se contempla como una virtud esencial para la convivencia pacífica en una sociedad plural. Ser etiquetado de intolerante va unido a ser considerado violento y fascista -nunca a ser considerado comunista, por más que esta dictadura haya sido aún más sangrienta que el fascismo-. Pero, ¿qué se reclama con la “tolerancia”?
Lo que la izquierda reprocha a la Iglesia -incluida en ella tanto la jerarquía como los católicos que le son fieles- es que se opongan a la aprobación de leyes que permiten comportamientos contrarios a la ética cristiana. Les escandaliza y ofende esta actitud porque esas leyes no obligan, sino que se limitan a legalizar, o en algún caso sólo a despenalizar, esos comportamientos. Dicho de otro modo, como no se obliga a nadie a abortar, les resulta incomprensible que alguien se oponga al aborto. Del mismo modo, consideran que no perjudica a la familia formada por un hombre y una mujer el hecho de que dos hombres o dos mujeres se unan civilmente y esa unión reciba la categoría de familia. De este modo, ellos se presentan como tolerantes -porque no quieren obligar a los católicos a que lleven a cabo abortos o a que tengan relaciones homosexuales-, mientras que consideran a los seguidores de Cristo no sólo como retrógrados medievales sino como personas peligrosas para la convivencia, porque quieren imponer sus principios éticos a los demás. Esta es su tesis y ahí reside el motivo de su creciente malestar e incluso odio contra la Iglesia. Los insultos de la manifestación gay se explican desde ese punto de vista. ¿Qué decir a esto?
Primero: los católicos son ciudadanos como los demás y no ciudadanos de segunda. Por lo tanto, tienen el mismo derecho que los otros a ver reflejadas en leyes sus convicciones del tipo que sean. Si un grupo lucha -respetando las reglas del estado de Derecho- para que el Parlamento apruebe la eutanasia, otro grupo tiene el mismo derecho a luchar por lo contrario, sin que por eso tenga que recibir insultos o descalificaciones.
Segundo: Es falso que las leyes contra las que protestan los católicos no afecten a nadie más que a los que las practican, al menos en la inmensa mayoría de los casos. Es verdad que no obligan a nadie a abortar o a tener relaciones homosexuales, pero eso no significa que no haya víctimas inocentes: en un caso será el niño abortado y en otro el niño que puede ser adoptado por una pareja que no reúne las condiciones necesarias para darle la educación precisa. Si el argumento de los progresistas se llevara a otros casos, como el terrorismo, nadie -excepto los directamente implicados- tendría que protestar, puesto que a nadie se le obliga a poner bombas. ¿Si a ti no te obligan a matar, por qué molestarte cuando otros matan? ¿No sería el rechazo del terrorismo, pues, un caso de intolerancia?. Claro que a esta comparación se le objeta que no es lo mismo matar a un adulto que a un feto. Sin embargo, la ciencia indica con toda claridad que eso no es así y que el embrión es ya un ser humano diferente del padre y de la madre y, por lo tanto, poseedor del derecho a la vida, que es el primer y más básico de todos los derechos humanos. ¿Cómo callar, entonces, cuando en países como España han sido ya asesinados casi un millón de seres humanos desde que está en vigor la ley del aborto? ¿Se entendería que la Iglesia callase si, en vez de fetos, los asesinados hubieran sido adultos, incluso aunque estos hubieran sido delincuentes? Y no es más grave matar a niños inocentes que a asesinos en serie? La fuerza de este argumento está en el hecho de que esas conductas legalizadas para las que se pide tolerancia afectan a otras personas, aunque éstas sean “no nacidos”, como en el caso de los fetos. Pero, ¿qué decir de la eutanasia?. Aparentemente, ahí los progresistas actúan cargados de razón: el daño es aplicado sobre uno mismo y por eso el rechazo católico a una ley que permita esta práctica es visto como un ejemplo de intolerancia absoluta y de intromisión insoportable en la libertad del ser humano. Olvidan los que así piensan que incluso el daño que nos hacemos a nosotros mismos tiene un carácter social, pues cada uno de nosotros es miembro de la comunidad y, del mismo modo que se hiere a un padre cuando se golpea a su hijo, se hiere a la sociedad cuando se perjudica a uno de sus miembros o cuando éste lo hace consigo mismo. Olvidan también que las víctimas de la eutanasia son en casi todos los casos enfermos o ancianos y que estos son muy fácilmente manipulables para conseguir que firmen su propia muerte. Basta con someterles al castigo de la soledad o no darles la atención médica que necesitan.
Tercero: Hay otro argumento contra los que acusan a los católicos de intolerantes por luchar contra este tipo de leyes. Es el de que todo lo legal es visto por la mayoría de la gente como moralmente bueno. En un corto plazo de tiempo, una vez aprobada una ley que encontró oposición incluso mayoritaria en la sociedad, el comportamiento permitido se convierte en aceptado socialmente, llegando incluso a verse como extraño el comportamiento contrario, por más que este no haya sido -de momento- prohibido. Así, muchos que no hubieran abortado de estar prohibido el aborto, abortan ahora sin ser conscientes de la gravedad de lo que hacen. O muchos que hubieran orientado su vida a la constitución de una familia, se dejan llevar por relaciones de otro tipo que ni les hacen bien a ellos ni a la sociedad. O muchos que hubieran luchado por salvar su matrimonio se rinden a la primera dificultad y recurren al divorcio.
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