Una vez presentada y definida la Biblia como “Palabra de Dios” surgen otras cuestiones. La primera es la que afecta a los propios libros que la constituyen. ¿Por qué esos y no otros? ¿Por qué ha habido libros que no se han considerado inspirados por Dios y que son calificados de apócrifos?. Los libros inspirados forman lo que se llama el “canon”. |
La definición exacta de canon, tal como la presenta la Iglesia, es ésta: “Los libros canónicos o canon de la Biblia pueden describirse como la colección de libros del Antiguo y Nuevo Testamento recogidos por la Santa Madre Iglesia, porque escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia” (DV 11).
Se llaman libros “protocanónicos” a aquellos que han sido aceptados por canónicos –como inspirados- siempre y sin discusión. Se denominan libros “deuterocanónicos” a aquellos libros que están en el canon pero sobre los cuales se ha discutido alguna vez. Estos libros son aceptados como revelados por los católicos, pero rechazados como tales por protestantes y ortodoxos, los cuales los denominan “apócrifos”.
Los libros y pasajes discutidos o “deuterocanónicos” son, en el Antiguo Testamento: Tobías, Judit, Baruc, Sabiduría, Eclesiástico, 1 y 2 Macabeos, Ester 10,4-16,24, y Daniel 3,24-)0; 13-14; así como la Carta de Jeremías, que la traducción latina Vulgata sitúa en Baruc 6. En el Nuevo Testamento son: Hebreos, Santiago, Judas, 2 Pedro, 2 y 3 Juan, Apocalipsis y los pasajes Mc 16,9-20 y Jn 7,53-8.11. Con frecuencia se ha utilizado este concepto para poner en duda aquellos textos bíblicos cuyo contenido no gusta o no conviene por, por ejemplo, reafirmar la autoridad del Papa. Basta con discutir su autenticidad para que una sombra de sospecha caiga sobre ellos y ya dejen de tener la misma importancia. Por eso la Iglesia insiste en que tan canónicos, tan inspirados, son unos como otros.
En cuanto al concepto de “apócrifo”, tiene varias acepciones. Como ya se ha dicho, para protestantes y ortodoxos, son apócrifos todos los que ellos rechazan como canónicos. En realidad, la palabra significa “escondido” y designaba en un principio a aquellos libros que se destinaban al uso privado de los adeptos de una secta. Finalmente el término significó “escrito sospechoso de herejía”. Para la Iglesia, “apócrifo” es aquel libro que ha sido rechazado como canónico, aunque alguna vez pudieron haber sido considerados inspirados, o a aquellos otros que jamás han sido aceptados como revelados pero que tiene una forma literaria semejante a la de los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento.
Por otro lado, la cuestión de la canonicidad o autenticidad de los libros sagrados es común a todas las religiones. Así en le budismo, el canon no se establece hasta el siglo III antes de Cristo, en el concilio de Pataliputra, un siglo y medio después de la muerte de Buda. En el Islam, dado que Mahoma no había dejado sistemáticamente elaborado el Corán y algunas de sus revelaciones eran transmitidas oralmente y otras habíanquedado escritas en hojas de palmera e incluso en huesos, no se llegó a una recopilación oficial hasta 20 años después de su muerte, cuando la hizo hacer el califa Toman (644-656).
Los estudiosos de la canonicidad de los libros sagrados de las religiones, a la vista de esta problemática, han elaborado unos criterios, según los cuales tiene mucha importancia el que la literatura que se presenta como canónica refleje el pensamiento del fundador religioso y de la tradición primera. Además, siempre existe una tradición oral, más o menos larga, previa a cualquier literatura canónica, por lo cual los libros no son la primera fuente donde se vierte la enseñanza del fundador, sino que ésta se transmite antes que nada por la palabra y sólo después esta palabra se pone por escrito. Por otro lado, en todas las religiones siempre se produce un proceso doloroso de exclusión de algunos libros y esta decisión procede de la comunidad a través de la autoridad que la representa, que es diferente según la religión (sínodo, concilio, califa, emperador, expertos…).
El canon judío, o libros bíblicos que ellos consideran inspirados por Dios, está compuesto por todo el Antiguo Testamento, excepto los libros que ya hemos enumerado como discutidos o deuterocanónicos. Este compedio quedó establecido por los rabinos fariseos a principios del siglo II.
Los ortodoxos, debido a su estructura nacional que les impide tener un líder supremo y que otorga al patriarca de Constantinopla sólo un papel honorífico, no tienen ninguna decisión oficial sobre la lista de los libros canónicos. En general, y con bastantes variaciones a lo largo de la historia, la mayoría de las Iglesias acepta el Antiguo Testamento tal y como lo hacen los católicos –con los deuterocanónicos- y lo mismo sucede con los libros del Nuevo Testamento. La principal excepción es la Iglesia ortodoxa de Etiopía, que ha añadido al canon de los 27 libros del Nuevo Testamento otros 8.
Los protestantes imitan a los judíos en los que respecta al Antiguo Testamento, aunque actualmente tienden a introducir los libros que los católicos aceptan al final de sus Biblias. En cuanto al Nuevo Testamento, tras no pocas discusiones, se acepta comúnmente el mismo canon que en la Iglesia católica, si bien no pocas veces se consideran como “de segunda fila” los deuterocanónicos, en particular Hebreos, Santiago, Judas y Apocalipsis.
Para la Iglesia católica, la decisión final que zanjó toda discusión se produjo en el Concilio de Trento (1546), precisamente en el marco de la discusión con los protestantes, pues al negar éstos algunos de los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, la Iglesia se vio obligada a dictar una sentencia que recogiera de forma oficial lo que hasta el momento había sido una tradición indiscutida. Sin embargo, ya antes, en el Concilio de Florencia de 1441, en el marco de otra discusión contra herejes, los jacobitas, se había establecido ya la lista de los libros canónicos, aunque sin darle un carácter dogmático. El Concilio Vaticano I volvió sobre el asunto, reafirmando el dogma aprobado en Trento e insistiendo en que la canonicidad no dependía de la decisión de la Iglesia, sino que estaba en los mismo libros, era inmanente a ellos, pues estaba contenida en la inspiración con que habían sido escritos. Del mismo parecer fue el Concilio Vaticano II.
Existe, pues, en la Iglesia una definición dogmática, que hay que aceptar por fe pero que viene avalada por la tradición y por los estudios, que zanja toda duda y que establece qué libros han sido inspirados por Dios, de los cuales por tanto Dios es el autor aunque hayan sido escritos por hombres. Los demás, incluso aquellos que hayan sido escritos en la misma época y que estén en sintonía con la revelación –por ejemplo, la Didaché-, no pueden ser considerados como “Palabra de Dios”. Muchos de ellos, sin embargo, pueden ser leídos por la profunda espiritualidad que contienen. |