Continuamos desarrollando el tema del celibato sacerdotal. Siguiendo con el recorrido histórico que empezamos en el artículo del mes pasado, podemos ver cómo fue la comunidad cristiana, en el ámbito de la Iglesia latina, la que exigió a sus sacerdotes el celibato, tanto en orden a mejor imitación de la vida de Cristo como de cara a la mayor entrega al servicio de la evangelización del pueblo de Dios.
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Antes de seguir adelante señalo aquí una observación que hay que tener muy en cuenta a la hora de «datar» las enseñanzas o las prácticas de la Iglesia: cuando un concilio o un Papa legislan o definen una determinada doctrina, no quiere decir que esa doctrina haya sido «introducida» en la Iglesia en ese tiempo, sino más bien que se trata de algo que ya existía, y sobre lo que sólo ahora parece necesario legislar. Demos un ejemplo más reciente: si un historiador del siglo veintiséis leyese en los libros de historia que fue Juan Pablo II en el siglo veinte quién definió solemnemente sobre la imposibilidad de la ordenación sacerdotal de mujeres, ¿podría él concluir legítimamente que la doctrina católica de la no validez de la ordenación de mujeres fue «introducida en la Iglesia» sólo en el siglo veinte? Se equivocaría si así pensase nuestro imaginario historiador, pues la decisión de Juan Pablo II no es una «innovación», sino una «explicitación» de una doctrina mantenida desde siempre, pero sobre la cual no había necesidad de legislar con anterioridad, pues era aceptada por la totalidad de los fieles. Algo similar sucede con la «legislación» sobre el celibato sacerdotal: que se haya legislado en los siglos III o IV no quiere decir que el tema era desconocido antes. Este principio se aplica a muchas definiciones dogmáticas que algunos se apresuran a ver como «innovaciones» de la Iglesia, cuando en realidad no son sino un explicitar lo que ya se venía creyendo con anterioridad (así el dogma del primado del Obispo de Roma, la Asunción de la Virgen, y tantas otras doctrinas).
Siglos IV al XII
Si bien es probable que las Iglesias locales hayan legislado sobre esta materia con anterioridad, lo que nos ha llegado de más antiguo son las decisiones del Concilio de Elvira (entre los años 295 y 302), que fue un concilio de obispos de las tierras que hoy son España. Dicho Concilio manda que los obispos, sacerdotes y diáconos admitidos a las órdenes sean célibes, o bien dejen a sus legítimas mujeres si quieren recibir las sagradas órdenes. Esta práctica no fue reglamentada de igual modo en las Iglesias del mundo oriental (Asia Menor), que no impedían a los obispos y sacerdotes ordenados seguir en comunión con sus respectivas esposas. En occidente, por el contrario, la predicación de los grandes pastores del siglo IV y V testimonia decididamente una clara preferencia por el sacerdocio celibatario. Se pueden encontrar testimonios históricos de la existencia en occidente de sacerdotes que vivían con sus esposas, pero eran los que se encontraban «en el campo», lejos de sus obispos
También tenemos un testimonio del año 386: el concilio romano convocado por el Papa Siricio, que prohibía a los sacerdotes continuar relaciones con sus ex-mujeres. En realidad las leyes variaban de un lugar a otro; no olvidemos las grandes distancias que había que recorrer en aquellos tiempos para comunicarse, de modo que las decisiones de una iglesia local tardaban tal vez años en llegar a oídos de las otras iglesias. No era raro que, a pesar de las indicaciones de los concilios y de la preferencia popular del pueblo por los sacerdotes célibes, algunos tomasen mujer.
Concilios del siglo VI y VII reglamentan explícitamente que los obispos «deben» dejar a sus esposas una vez ordenados, mientras que para los sacerdotes y diáconos parecería no «exigirse» la separación.
Aún en el siglo VIII encontramos que el Papa Zacarías no quería aplicar a todas las iglesias locales las costumbres más propias de algunas, de modo que cada una podía legislar como le parecía más oportuno (respuesta al Rey Pepino). Lo que nunca se aceptó en ningún lado fue que un ordenado pudiese casarse. El casado podía ordenarse, pero el ordenado no podía casarse.
Del siglo XII hasta hoy
En el año 1123, con el primer concilio Laterano, se reglamentó que el candidato a las órdenes debe abstenerse de mujer, y que el matrimonio de una persona ordenada era inválido, de modo que todo trato con mujer una vez recibida la ordenación pasaba a ser simple concubinato. En este espíritu reglamentarían todos los Concilios posteriores. Es claro que la ley no se puso en práctica inmediatamente en todos lados, pero poco a poco fue cobrando fuerza de costumbre en todas las Iglesias de occidente.
En nuestros días, esta doctrina encuentra muchos adversarios, pero como vimos, no es nada nuevo. La Iglesia no define el celibato como una necesidad absoluta, pero lo ve como el mejor medio para que el siervo de Dios y de su pueblo pueda actuar «sin divisiones».
Finalmente digamos que en este tema hay que saber hablar con exactitud, ya que el mal uso de las palabras entorpece el diálogo y no ayuda a ver la realidad de las cosas. Se oye con frecuencia expresiones de este tipo: «La Iglesia impone a los sacerdotes el celibato», o bien en forma interrogativa: «Porqué los sacerdotes no se pueden casar?». Si bien se entiende que el celibato es una reglamentación eclesiástica, una «ley» de la Iglesia, sin embargo no me parece que sea del todo correcto hablar de «imponer» el celibato, o de «obligar» al mismo. En la Iglesia católica nadie está obligado a ser célibe, porque nadie está obligado a ser sacerdote.
Por los motivos ya enunciados en el Nuevo Testamento y que hemos sugerido más arriba y por muchos otros motivos de mucho peso, a la Iglesia de Cristo de los últimos mil años le ha parecido bien considerar la vocación al sacerdocio y la vocación al celibato como una única vocación.
Llamada y no derecho
El punto principal aquí es en realidad el siguiente: la vocación sacerdotal es un llamado gratuito de Dios para su Iglesia, y no un derecho personal del candidato. No sucede con el sacerdocio lo que sucede con otras profesiones humanas, a las cuales «tengo derecho»: la Iglesia, al unir «sacerdocio» con «celibato» no está «imponiendo nada a nadie», porque nadie tiene que ser sacerdote; más bien hay que decir que al obrar así está ejerciendo un «derecho» dado por Dios mismo a su Iglesia de determinar ciertos aspectos disciplinares del oficio sacerdotal. De hecho es precisamente la Iglesia la que ordena sacerdotes para destinarlos al servicio divino.
En la Iglesia hay cientos de maneras de servir al pueblo de Dios, y si alguien cree que es llamado a ocupar un lugar activo en la Iglesia -¡y en verdad todos lo están!-, pero a la vez cree que no está llamado al celibato, sepa que puede ocupar ese lugar según el don que Dios le dio, sujetándose al parecer de la Iglesia, y no debe buscar a toda costa «ser sacerdote».
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