En el capítulo anterior, también dedicado al “silencio de Dios”, es decir, a la aparente indiferencia de Dios ante el sufrimiento humano, veíamos que el gran argumento de nuestra fe en el amor de Dios al hombre lo encontramos en Cristo, en su nacimiento, muerte y resurrección. Esa es la prueba máxima del amor de Dios, que no anula el misterio ni contesta a todos los por qués. Es la prueba máxima, pero no la única, como veremos a continuación.
|
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para la salvación del mundo”. Esta es la firme convicción de un testigo directo de lo que ocurrió, de un compañero de Jesús, el apóstol san Juan (Jn 3, 16-17). Esta es también la convicción de todos los cristianos, la certeza que nos hace mantener la fe en el amor de Dios aun en medio de los problemas y sufrimientos, de eso que se ha venido a llamar “el silencio de Dios”.
Pero, ¿es tan profundo el silencio de Dios? ¿Sólo el grito de abandono de Cristo en la cruz lo rompe?. O, dicho de otro modo, ¿no hay más motivos para creer en el amor de Dios que contemplar al Hijo de Dios colgando de un madero?.
Empecemos a dar respuesta a esta pregunta por lo más próximo, por lo que nos ocurre a nosotros mismos.
Con mucha frecuencia -prácticamente siempre- la crítica a Dios por su pretendido silencio tiene lugar ante el sufrimiento propio o ajeno y, en este último caso, puede suceder que el que sufre sea alguien muy querido por nosotros o bien alguien a quien no conocemos pero cuyo sufrimiento nos impresiona por su dramatismo y extensión (el caso de una catástrofe natural o de una guerra o de un niño…). En cualquiera de estos casos que provocan nuestras dudas de fe, suele suceder que nos olvidemos de una parte de la realidad: la existencia del bien, de lo bueno, en la propia vida o en la vida de esos a los que ahora compadecemos y cuya desgracia nos impacta. Si creo tener motivos para protestar ante Dios por la existencia de una grave enfermedad, por ejemplo, debería tener también motivos, en la más elemental justicia, para darle gracias por el tiempo que no he tenido esa enfermedad o por el resto de enfermedades que no tengo. Si acuso a Dios de indiferencia ante mi dolor por haber permitido la muerte de un ser querido, debería tener en cuenta que la vida de ese ser querido me fue dada por Él y que, por lo tanto, debo agradecerle el haber podido disfrutar de su compañía el tiempo que la tuve. Si me quejo de no tener algo -dinero, por ejemplo- cometo una injusticia si, a la vez, no doy gracias por lo que sí tengo -salud, familia…-. Si lamento la existencia del mal en el mundo y hago responsable a Dios por ello, debería hacerle también responsable del bien; si le reprocho que se haya producido un terremoto, debería agradecerle que en la práctica totalidad del mundo, todos los días la gente se despierte sin que un terremoto les saque, aterrados, de la cama. En definitiva, es absurdo e injusto revolverse contra Dios por lo que va mal, haciéndole responsable de ello, sin darle gracias por lo que va bien. Si es responsable de lo primero, también debe serlo de lo segundo. En cambio, la inmensa mayoría, prácticamente siempre, disfruta de lo que va bien sin acordarse de Dios -en el cual está el origen de esos dones-, pero sí se acuerda de Dios para quejarse cuando algo va mal y para insultarle acusándole de desinterés y hasta de crueldad. ¿Qué haríamos si alguien se comportara así con nosotros?.
Naturalmente que esta reflexión no soluciona la cuestión. El misterio sigue estando y la pregunta continúa abierta. ¿Por qué un Dios que es todopoderoso y es amor permite ciertas cosas?. Pero, si reflexionamos sobre lo anterior, tendremos que convenir en que ese Dios cuyo comportamiento a veces no entendemos es autor también de infinidad de cosas buenas de las que nos beneficiamos y por las cuales no le damos gracias. Es como si a un portero de un equipo de fútbol le reprochara la afición haberse dejado meter un gol, durante un partido en el que ha hecho veinte paradas magistrales. Sería, simplemente, una injusticia.
Pero los motivos de agradecimiento a Dios, las palabras sonoras del Señor que nos hablan de su amor, no se agotan ni con la figura de Cristo ni con los bienes materiales, ni con el don de la familia, ni con las cosas que nos van bien en la vida. Hay muchísimo más.
Por ejemplo, la luz moral. Normalmente, la ética cristiana es considerada hoy en día como el gran obstáculo para el acercamiento a la Iglesia. Una y otra vez se escucha decir que, si el Papa fuera más flexible, si fuera más tolerante, si fuera más moderno, entonces iría más gente al templo. Cuando se pregunta al que así opina a qué cosas concretas se refiere, siempre se desciende a consideraciones éticas, con frecuencia relacionadas con el sexo. Así, se dice, para atraer a los jóvenes habría que suprimir el sexto mandamiento; también debería modificarse el quinto -no matarás-, permitiendo el aborto, la eutanasia y hasta la utilización revolucionaria de la violencia; otro mandamiento a modificar sería el cuarto, cambiando el concepto de familia, permitiendo el divorcio e incluso quitándole importancia al adulterio. Pero, ¿qué sucedería si la Iglesia hiciera caso a esas voces? ¿Serían más felices los jóvenes, entregándose al amor libre? ¿Sería más justa y humana la sociedad si en ella se pudiera matar a los niños no nacidos, a los ancianos, a los enfermos? ¿Habría más estabilidad en las familias, y por lo tanto mejores condiciones educativas para los hijos, si éstas se deshicieran con facilidad o si los esposos no cumplieran las promesas que se hicieron el día de la boda?. Algunas de estas preguntas tienen ya respuesta, porque muchas sociedades, sobre todo en Occidente, han aprobado ya el aborto, la eutanasia o el divorcio fácil. ¿Son más humanas? ¿Son más felices?
Por eso, hay que afirmar que cuando Dios habla a través de la Iglesia y cuando habla en una conciencia rectamente formada, está rompiendo ese pretendido silencio del que le acusamos y está amándonos de una forma extraordinaria. Más aún, hay que afirmar también que es el relativismo moral el causante de la mayor parte del dolor existente en el mundo, pues lo que más nos hace sufrir no es perder un hijo por una enfermedad sino por un crimen, o por la droga; y es peor para una mujer que el marido la abandone por otra que quedarse viuda. Además, gracias a que Dios no guarda silencio y nos dice qué es bueno y qué es malo, podemos, con su ayuda, evitar el mal y hacer el bien, con lo cual no sólo no hacemos daño al prójimo, sino que no nos hacemos daño a nosotros mismos.
Hay aún más dones de Dios por los que debemos darle gracias y que nos ayudan a rechazar la acusación de que Él guarda silencio mientras los hombres sufren. Por ejemplo, el don de la esperanza, que es un regalo inmenso y que tiene su fundamento en la resurrección de Cristo; la esperanza nos asegura que hay vida después de la muerte, con lo cual el silencio de Dios se vuelve menos intenso por muy grande que sea el dolor; la esperanza nos ayuda también a convivir con los problemas aquí en la tierra, sabiendo que todo pasa y que, incluso de lo más malo, pueden salir cosas buenas; la esperanza nos ayuda a mantener la serenidad y la paz en medio de las tormentas de la vida. Otro regalo inmenso es la misericordia divina, que nos perdona los pecados. Gracias a ella podemos afrontar sin miedo el juicio que precede a la vida eterna.
|