Normalmente soportamos ataques de personas que dicen ser ateas o que dicen que son indiferentes ante el hecho religioso (agnósticos). Tenemos que defendernos de esos ataques y para ello surgió, desde el principio de la Iglesia, la Apologética. Pero no hay que olvidar que la mejor defensa pasa por un buen ataque, en el sentido dialéctico de la palabra por supuesto. Los que dicen que no creen (ateos o agnósticos) son en realidad creyentes, aun sin saberlo. Sus “dioses” son de barro e incluso son destructivos para el ser humano que los “adora”. No en vano Chesterton dijo aquello de “los que no creen en Dios son capaces de creer en cualquier cosa”. Debemos decírselo, pues siempre cabe la posibilidad, casi milagrosa, de que se den cuenta y rectifiquen, dejando de adorar a los ídolos para adorar al único Dios verdadero. Podemos resumir la fe de los “no creyentes” en cuatro bloques: el hombre, los ideales, la ciencia y la materia.
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Fe en el hombre y en la Humanidad:
Como ya se ha dicho, la fe es inherente a la naturaleza humana. En lo que implica de confianza, se puede afirmar que sin ella no podríamos vivir, pues no podemos dar ni un paso o tener una sola relación humana sin confiar en algo o en alguien. La cuestión no es, por lo tanto, elegir entre tener o no tener fe, sino elegir en quién se deposita esa fe, se pone la confianza. Todos somos creyentes, pues, y eso debe hacernos respetuosos a todos hacia el hecho de la fe considerada en sí misma, aunque podamos tener muchas objeciones acerca del contenido de la fe que tienen otros. Algunos, como nos dicen con frecuencia a los cristianos, no sólo dudan y desconfían del contenido de nuestra fe, sino que la consideran ridícula e incluso inhumana. Nosotros, por el contrario, consideramos absurda e incluso dañina buena parte del contenido de la fe que tienen los que dicen que no tienen fe y nos atacan a nosotros.
Veamos, por ejemplo, la fe de aquellos que dicen creer en la Humanidad. Recientemente, el político socialista español José Luis Rodríguez Zapatero afirmaba que la fe en el hombre es la única religión posible. Pero ¿en qué hombre creer? ¿en qué hombre confiar? Y, además, ¿quién es el hombre que dice creer en el hombre?. Ante ambas cuestiones tenemos que concluir que tanto el hombre en el que se cree como el hombre que cree es un ser frágil, limitado, contradictorio, con sombras y luces. ¿Se puede “adorar” a alguien así? Esta pregunta la han contestado ya otros. Hobbes, por ejemplo, dijo que “el hombre es lobo para el hombre”; Sartre llegó a afirmar que “el infierno es mi prójimo” y en el Antiguo Testamento se dice: “Maldito el hombre que confía en el hombre, que en él pone su fuerza y aparta del Señor su corazón” (Jr 17, 5). Por lo tanto, cuando se dice que se cree en el hombre, se suele decir en realidad que se cree en un tipo de hombre que no existe, una especie de ángel humano, alguien bueno que nunca obra el mal. Se espera de ese hombre inexistente que llene el propio corazón, lo cual lleva siempre a la frustración, pues nadie más que Dios puede llenar el corazón humano, ya que sólo Dios es Dios, sólo Dios es perfecto.
Lo mismo se puede decir de aquellos que, ante las evidentes contradicciones del ser humano, generalizan la propuesta y dicen creer en el conjunto de esos seres humanos, en la Humanidad. Esta generalización es aún más absurda, pues si una persona tiene bueno y malo, el conjunto de todas las personas tendrá también la suma de todo lo bueno y de todo lo malo, con una alta probabilidad de que lo malo termine por imponerse a lo bueno. ¿En qué Humanidad se cree, en la que ha protagonizado cruentísimas guerras, en la que no logra resolver los problemas de distribución de la riqueza, en la que está esquilmando el planeta? Creer en la Humanidad, lo mismo que creer en el hombre, significa adorar a la Humanidad o adorar al hombre. Y esa adoración implica sometimiento, abandono al menos parcial de la propia libertad en manos de alguien que se confirma una y otra vez como imperfecto y en no pocas ocasiones como cruel. ¿Puede esa fe competir con la fe en un Dios misericordioso, en un Dios que se hace hombre –un hombre realmente bueno- y que acepta la terrible muerte de la cruz para salvar al hombre? Si los que dicen creer en el hombre tuvieran un mínimo de coherencia y de consistencia intelectual, caerían de rodillas inmediatamente ante Cristo, verdadero hombre, adorándolo como el modelo perfecto de ser humano; tan perfecto e irrepetible que era, a la vez, verdadero Dios. En alguien que ha dado la vida por ti se puede creer, se puede confiar; en alguien que predica y practica la paz, el amor, la justicia, se puede depositar la confianza y, como consecuencia, se puede y se debe intentar devolver algo de lo que de Él –Cristo- se ha recibido. Por eso el cristianismo siempre estimula a sacar de uno mismo lo mejor que se lleva dentro. En cambio, ¿qué hacen por el hombre y la Humanidad los que dicen que creen en ellos? En la mayor parte de los casos, su fe no les lleva a un compromiso por aquello en lo que dicen creer, a una conversión, a una lucha por ayudar a esa Humanidad en la que dice creer. Salvo raras excepciones, su postura es una máscara que oculta un enorme egoísmo y que sólo sirve para justificar su conciencia, la cual tampoco necesita mucho para ser justificada pues suele estar con frecuencia dormida. ¿Cómo se entiende, si no, que la práctica totalidad de los que dicen creer en el hombre y en la Humanidad estén a favor del aborto? La mayoría de ellos se preocupan más por la suerte de las focas que por la de los niños no nacidos. ¿Cómo se entiende que la mayoría de todos los que dicen profesar esa fe vivan cómodamente y hagan tan poco por los que están en situaciones de miseria? Curiosa y significativamente, los pobres no tienen estas singulares creencias, que son más bien cosa de ricos, de burgueses bien instalados a los que en realidad lo que les molesta es la exigencia moral del cristianismo que, entre otras cosas, obliga a sus seguidores a practicar la justicia y la limosna.
Fe en los ideales:
Ante la inconsistencia que supone creer –y su sinónimo confiar- en el hombre y en la Humanidad, algunos se refugian en otra fe, la fe en los ideales, en las grandes causas. Estos ideales suelen ser normalmente buenos y no hay nada que objetar, en principio, a la búsqueda e intento de su aplicación. No sólo no estarían reñidos con la fe en Dios, sino que el cristianismo los ofrece como algo suyo; en la mayor parte de los casos, además, han tenido su origen en la fe cristiana o en aquella en la que ésta hunde sus raíces, la fe judía. Sin embargo, en la práctica, y tal y como demuestra la historia, estas grandes causas han sido utilizadas para seducir al hombre de buena voluntad y conducirle hacia tipos de opresión o de esclavitud totalmente inhumanos.
Por ejemplo, la patria. ¿No fue esa la bandera que enarboló Hitler y que le permitió seducir a la nación alemana y llevarla a la locura de la segunda guerra mundial, con los campos de exterminio incluidos? Otro ejemplo: la justicia. ¿No fue en su nombre que se alzaron Lenin y después Stalin y tantos otros, para terminar creando, por un lado, una “nomenclatura” corrupta en la Unión Soviética, y, por otro, un gran número de campos de concentración en los que fueron torturados y asesinados millones de personas? Y otro: el concepto o ideal de “progreso”, tan ambiguo como extendido y que identifica hoy a una gran cantidad de personas que se consideran a sí mismas “progresistas”. Pero, ¿en qué consiste ese progreso? ¿Es progreso matar a cien mil niños al año en España gracias a la ley del aborto? ¿Es progreso tener leyes que permiten a los niños ser adoptados por parejas homosexuales, sin respetar su derecho a ser educados por un hombre y una mujer? ¿Es progreso tratar a los embriones humanos como si fueran embriones de ratón? ¿Es progreso instalar en la sociedad un clima de permisividad que haga que dos de cada tres adolescentes se emborrachen los fines de semana, que aumente el número de embarazos en menores a pesar de que tienen toda la información sobre el tema y que la cantidad de víctimas por violencia doméstica crezca continuamente? En nombre de grandes y hermosos ideales se llevan a cabo acciones terroristas contra víctimas inocentes y aunque se pueda decir que los que las ejecutan son, en realidad, contrarios a las causas por las que luchan, matan y mueren, es evidente que su propia existencia arroja sombras de sospecha sobre la capacidad de control que tienen los que las dirigen. La historia demuestra que los ideales se han convertido en ideologías y que éstas han sido manipuladas por sus dirigentes para hacer que sus seguidores terminen por hacer cosas totalmente contrarias a las que en principio pretendían.
¿Se puede “creer”, a la vista de eso, en la justicia, en la patria, en el progreso, hasta el punto de entregar la vida a una causa así sin más discernimiento? ¿No se corre el riesgo de ser manipulado por los que las dirigen? Además, en concreto y en lo cotidiano, ¿qué supone ese tipo de fe para el que teóricamente la ostenta? En la mayor parte de los casos es sólo una coartada para justificar la conciencia, coartada que se justifica con el voto a un partido “progresista” –el cual, por cierto, se presenta cada vez más religiosamente, reclamando que se le apoye mediante una opción de fe, como ha hecho el Partido Socialista en la campaña electoral de 2008, debido seguramente a que no podía presentar pruebas que avalaran su gestión en el gobierno- o con algún acto simbólico de tipo caritativo –apadrinar a un niño a través de una ONG o mandar dinero cuando hay una desgracia en algún rincón del mundo-.
El cristianismo, por el contrario, implica una gran exigencia ética que mueve al creyente a cumplir de verdad y en su vida cotidiana con esos valores, con esas grandes causas. Se podrá objetar que los cristianos no siempre han sido coherentes con lo que predican, lo cual es cierto, pero también es verdad que al menos tienen sentido de pecado y que la certeza de que han obrado mal les lleva permanentemente al arrepentimiento y a la conversión. El hecho de que la conciencia cristiana sea insobornable hace que, más pronto o más tarde, tanto desde el punto de vista individual como desde el colectivo, se emita un “mea culpa” y se intenten corregir los errores cometidos. Así vemos que la Iglesia ha pedido perdón por sus pecados, mientras que no lo han hecho los representantes de esas ideologías que tantos millones de muertos provocaron; al contrario, se siguen mostrando orgullosos de lo que hicieron y, si pudieran, de una u otra forma parece que volverían a hacer lo mismo. Nuestra fe conduce a la humildad, al examen de conciencia, al arrepentimiento, a la conversión, a la lucha por la coherencia y por la mejora. La suya conduce a la obstinación en el mal, a la soberbia en creer que nunca se han equivocado aunque la realidad grite lo contrario.
Fe en la ciencia:
La fe en la ciencia –y en su consecuencia, la técnica- es muy antigua y se puso de moda a partir de los siglos XVI y XVII, como una alternativa a la fe religiosa. El “creyente” en la ciencia arguye que él no puede ni quiere creer en nada que no sea demostrable científicamente. Sólo le vale lo que se pueda cortar, medir o pesar. Como ya se ha dicho, este tipo de “fe” es inhumana, pues deja de lado elementos característicos e imprescindibles de la naturaleza humana, como es la confianza en alguien o el amor.
La fe en la ciencia es esgrimida, también, por aquellos que creen que ciencia y técnica solucionarán los problemas de la Humanidad. Es cierto que ambas, ciencia y técnica, han contribuido muchísimo a paliar algunos problemas vitales, tales como el hambre, pero también es verdad que no sólo no los han resuelto del todo sino que han creado otros nuevos, como la crisis ecológica. Desde hace ya muchos años –aunque algunos no se hayan enterado- existe en la propia comunidad científica un sano escepticismo con respecto a la capacidad que la ciencia tiene tanto para responder a las grandes preguntas que el hombre se hace como para resolver sus mayores problemas. Y eso no sólo por la limitación de la ciencia en sí, sino porque ésta es desarrollada por seres humanos y, en consecuencia, es víctima de los defectos y limitaciones de los científicos. La ciencia sin ética puede destruir al hombre, como se ha puesto de manifiesto con la energía atómica y con un desarrollo no sostenible y esquilmador de los recursos naturales. Por eso cobra cada vez más sentido la afirmación de Juan Pablo II: “Sí a la ciencia con conciencia”. O lo que es lo mismo: “Sí a la ciencia con ética”. Pero esta afirmación abre inmediatamente la puerta a un debate: ¿Qué ética?. Hay una “ética” –si es que se la puede llamar así- que ve bien el sacrificio de seres humanos en aras de un supuesto progreso científico que, teóricamente, beneficiaría a la Humanidad a largo plazo; ahí están los experimentos del nazi Mengele o los que, a escondidas, se han hecho con presos en las cárceles y con moribundos en los hospitales; ahí está también la experimentación con embriones humanos, considerados por algunos como mero material de laboratorio. Para evitar que la ciencia pueda ser manipulada por científicos sin escrúpulos morales o por políticos con aún menos escrúpulos, es necesario que existan unas limitaciones morales que no permitan hacer todo lo que técnicamente se puede hacer. Esas limitaciones no son de naturaleza confesional cristiana, o musulmana, o budista o de cualquier otra religión, sino que deben estar basadas en los derechos humanos y en el respeto a la naturaleza. Por eso, los que creen sinceramente en la ciencia tienen que concluir que sin una fuerza externa a ella que garantice el justo uso de la misma, ésta puede convertirse en un instrumento de destrucción, como de hecho ha sucedido en tantas ocasiones. ¿Se puede creer, pues, en la ciencia sin poner ninguna reserva a esta fe? Los que lo hacen corren el riesgo de convertirse en “aprendices de brujo”, en colaboradores directos o indirectos de una alquimia terrorífica que, una vez desatada, resultaría muy difícil de controlar. Y esto no es “ciencia ficción”.
Fe en la materia:
Los tres tipos de “fe” expuestos hasta ahora, practicados por algunos de los que dicen que no tienen fe, tienen, en realidad, muy pocos seguidores. La mayoría, incluso de entre los que dicen que creen en el hombre, en los grandes ideales o en la ciencia, en realidad en lo que creen es en la materia. El “materialismo” es la fe a la que rinden culto la mayor parte de los ateos y agnósticos que nos rodean, sean o no conscientes de ello.
Este materialismo tiene, a su vez, distintos rostros. Es un dios con muchas caras, un “politeísmo” que se camufla en distintas “divinidades”. Uno de esos ídolos, de los más adorados, es el dinero; por él viven muchos y, en la práctica, a él sacrifican su tiempo, su salud, su familia, su vida. Este ídolo letal tiene algunos aliados y de entre ellos el más mortífero es el poder; la ambición subyuga a muchos que, por dinero o simplemente por ocupar un puesto más alto en el escalafón, no dudan en estropear tantas cosas hermosas para conseguir algo que, en realidad, vale muchísimo menos. Otro ídolo muy adorado es el sexo, con su variante de la búsqueda de todo lo que da placer al cuerpo –comida, viajes-; no sólo se cometen las mayores aberraciones en el ámbito sexual, sino que se hacen sin pudor, jactándose de hacerlas e incluso ridiculizando como anticuado a quien no las hace; y lo mismo se puede decir de las ridiculeces a que lleva la necesidad de buscar placeres ligados a la opulencia: mientras millones de seres humanos mueren literalmente de hambre y de sed, unos pocos pagan grandes fortunas por huevos de pescado (caviar) o por huevos de caracol, por una botella de vino añejo que quizá está picado, o por alguna otra exquisitez que se hacen traer a sus mesas desde los rincones más alejados del planeta; y si nos fijamos en el dinero que se gasta en los viajes, vemos que en el fondo de muchos de ellos lo que hay es una necesidad de huir de la propia realidad cotidiana, de buscar fuera y lejos lo que no se encuentra cerca y dentro; cabría recordar aquello que escribió Saint Exupery en “El Principito”: “Los hombres cultivan cien tipos de rosas en un solo jardín cuando lo que buscan podrían encontrarlo en una sola de ellas”.
Hay un ídolo, no obstante, que es aún más adorado que todos los anteriores, aunque no lo parezca: el de la pereza, en de la comodidad. A este sí que se rinde la mayoría y a él sacrifican sus vidas, pues por no hacer un esfuerzo no llevan a cabo ninguno de los planes que tiene o no luchan por ninguno de los ideales que quizá alguna vez tuvieron en su corazón.
El cristianismo, en cambio, debido a su rígido y estricto monoteísmo, no nos permite adorar a estos dioses hechos de barro. El dinero es importante y es legítima una cierta ambición; el sexo tiene un lugar destacado en la vida del hombre dentro del matrimonio y con las debidas condiciones, pues ha sido creado por Dios; del mismo modo, el cristiano valora el descanso, con todo lo que lleva consigo. Pero todo esto está supeditado a la adoración del único Dios verdadero y, por lo tanto, no se convierte en un valor en sí mismo, en algo a lo que adorar, sino en algo de lo que servirse siempre y cuando sea útil para el servicio supremo que se quiere y se debe realizar: el servicio a un Dios que es amor y que, por amor a Él, nos manda amar al prójimo, a todo prójimo.
En cambio, el adorador del materialismo, al no tener esa voz de Dios externa a él y purificadora –que es la voz de la conciencia rectamente formada-, termina por recibir facturas que no puede pagar, en forma de consecuencias por sus excesos o en forma de rechazo por parte de aquellos que los han padecido. Es muy curioso ver cuánta gente piensa que las cosas son buenas o malas en función de lo que cada uno decida –estos, por lo tanto, atacan a la Iglesia porque la consideran una tirana que, teniendo el poder de decir que cualquier cosa es buena, no lo hace, con lo que esclaviza a sus seguidores y les impide gozar de la vida-. En realidad, las cosas son buenas o malas en sí misma y por sí mismas. Fumar no es malo porque lo diga la Iglesia, sino porque lo dicen los pulmones del fumador. Beber en exceso no es malo porque exista un quinto mandamiento que le dice al creyente que no puede matar y que, por lo tanto, tampoco puede hacerse daño a sí mismo, sino porque lo dice el hígado del bebedor. Olvidar esta ley elemental, este sano realismo, pone al hombre en manos de dioses inanimados que terminan por destruir a sus adoradores.
Nuestra obligación como creyentes en el único y verdadero Dios, y para eso está la Apologética, consistirá no sólo en defendernos de los ataques que nos hacen nuestros enemigos, sino en demostrarles que ellos, aun sin saberlo, están adorando a dioses que van a terminar por destruirles, aunque en un primer momento les den la “felicidad” material que andan buscando. Y eso no sólo sucede desde la perspectiva de la vida eterna, sino que esa destrucción comienzan a experimentarla ya en esta tierra. Del mismo modo, nosotros, también en esta tierra, gozamos ya de un anticipo de la felicidad eterna que se nos ha prometido.
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