La lectura del Antiguo Testamento en la Iglesia, siempre mantenida por ella, no deja de plantear sus problemas. Aparte dificultades normales, debido a su antigüedad y diverso contexto cultural, la dificultad verdaderamente importante se formula en el terreno teológico: ¿por qué leer una parte de la Escritura que es “antigua” con respecto al “nuevo” Testamento? ¿No sería mejor dejarla de lado o, todo lo más, usarla únicamente como ilustración para comprender las numerosas alusiones que a ella hacen los escritos neotestamentarios?.
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Dejando aparte las posturas extremas de aquellos autores para quienes no hay ninguna relación entre Antiguo y Nuevo Testamento y de aquellos otros para quienes esta relación sólo puede establecerse mediante una pura interpretación alegórica, veamos las formulaciones de aquellos que aceptan, como aceptó siempre la Iglesia cristiana, el valor y la necesidad de la lectura del Antiguo Testamento.
El Antiguo Testamento ha sido constantemente leído en la Iglesia y siempre al lado y en conexión con el Nuevo. Además, la liturgia y la espiritualidad han leído el Antiguo Testamento proponiendo siempre unos valores de actualidad, generalmente centrados en la profecía y en la historia de la salvación: los libros del A.T. son anuncio, figura de la nueva alianza, narran una etapa de la historia de la salvación que encuentra su cumplimiento en Cristo. Pero, sobre todo, la lectura del A.T. está atestiguada en los escritos del N.T., donde se nos presenta a Jesús como aquel que lleva a cumplimiento lo anunciado por los profetas, aquel que es la definitiva Palabra de Dios tras las palabras de la Ley y los profetas (Hb 1,1-2).
Por su parte, el Magisterio ha defendido, ya desde los tiempos del hereje Marción, la legitimidad y la necesidad de leer el A.T.. La última expresión de ello la encontramos en la Constitución del Vaticano II “Dei Verbum” (14-16), en la que se afirma que los libros del A.T., “aunque contienen elementos imperfectos y pasajeros, nos enseñan la pedagogía divina”, por lo que contienen enseñanzas sublimes sobre muchos puntos que afectan a Dios y a los hombres. Pero, sobre todo, provienen del mismo y único Dios, que inspiró toda la Escritura, por lo que esos libros “alcanzan y muestran su plenitud de sentido en el Nuevo Testamento y, a su vez, lo iluminan y lo explican”. Dicho esto, sigue estando abierta la cuestión de la actualización del Antiguo Testamento.
Los autores que estudian el Antiguo Testamento, una vez aceptada como posible la lectura cristiana del mismo, opinan que se debe partir siempre del sentido literal, tal como lo entiendo la exégesis científica. Además, es necesario buscar en los libros del Nuevo Testamento el sentido que da al Antiguo y conocer sus métodos de lectura. Por último, se aconseja ofrecer presentaciones del conjunto del Antiguo Testamento más que quedarse en los detalles.
Siguiendo a Santo Tomás de Aquino en sus estudios sobre el Antiguo Testamento, se habla del “sentido típico” del mismo, entendiendo por tal el sentido de las cosas en la Biblia, el cual se basa en la continuidad existente entre los dos Testamentos. Las realidades anunciadas en el Antiguo era “tipo”, sobra, figura de las que se presentan en el Nuevo, las cuales son realidad clara. Para descubrir este sentido es preciso, primero, la exégesis literal de cualquier pasaje veterotestamentario; después, encontrar un fundamento en el N.T. o en la tradición y en la vida de la Iglesia. Así se puede decir que el maná del desierto era tipo de la eucaristía, Israel era tipo de la Iglesia, Isaac era tipo de Cristo, las doce tribus eran tipo de los doce apóstoles. No faltan teólogos como Alonso Schökel que consideran que el A.T. es un símbolo y una imagen que será manifestada en Cristo y, por lo tanto, debe leerse simbólicamente. En realidad, el punto de partida para toda la actualización de la Escritura, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, está hoy en la Constitución conciliar “Dei Verbum”. La revelación, según la “Dei Verbum”, no es solamente el conjunto de verdades que Dios nos comunica para nuestra salvación, sino que previamente es el diálogo que el Dios invisible, movido de amor, propone a los hombres de cada tiempo, tratándolos como amigos, para invitarlos y recibirlos en su compañía, diálogo que se realiza mediante obras y palabras intrínsecamente ligadas y que se concreta en la tradición apostólica llegada hasta nosotros y puesta por escrito en los Libros Sagrados. Precisamente es la tradición la que hace que se comprendan los Libros Sagrados cada vez mejor y que se mantengan activos, de manera que “Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la Esposa de su Hijo amado”, y el Espíritu, por quien la voz del Evangelio resuena en la Iglesia y en el mundo, “va introduciendo a los fieles en la verdad plena, haciendo que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo” (DV 8c).
En consecuencia, la lectura de la Escritura, hecha en las condiciones debidas, no es un mero recuerdo del pasado, sino que nos pone en contacto directo con Dios hoy y edifica nuestra vida, es viva y eficaz, una palabra poderosa de Dios que se actualiza continuamente en la vida del creyente.
Tal profundización y actualización del texto es posible cuando la Escritura se lee en el Espíritu en que ésta se compuso. Es el Espíritu enviado por Cristo a su Iglesia el que sigue dándole a conocer la Escritura y haciendo posible una interpretación que la convierta en palabra viva y eficaz hoy y siempre.
La actualización de la Palabra de Dios en la Escritura se va realizando mediante la acción del Espíritu, que se manifiesta en la tradición viva de la Iglesia. Aquí es oportuno recordar cómo la actual reflexión hermenéutica se esfuerza por explicar este hecho: desde la perspectiva que da el tiempo presente sobre el pasado se descubre cómo los textos bíblicos se han ido cargando de la eficacia y significatividad que la historia subsiguiente y la acción del Espíritu han ido acumulando en los acontecimientos anteriores mediante nuevas y cambiantes situaciones históricas. Esta carga de nuevo significado, siempre dependiente del originario, así como los hechos del presente y la siempre viva acción del Espíritu en la Iglesia, iluminan con nueva luz los antiguos textos, enriqueciendo su significado; y éstos, a su vez, pueden iluminar los acontecimientos del presente. Por eso, la lectura e interpretación de la Escritura siempre tiene actualidad y no se agota nunca. |