Comenzamos con esta entrega un nuevo capítulo en nuestro estudio sobre la moral católica. Nos vamos a adentrar en una de las cuestiones más polémicas: la moral familiar y la moral sexual. Dedicaremos varios números a la primera y después profundizaremos en la segunda. En este primer apartado veremos en qué consiste la doctrina bíblica sobre el matrimonio.
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El matrimonio no es una institución fundada por la Iglesia, puesto que existía antes que ésta. Es una institución natural, pues el hombre y la mujer están hechos el uno para el otro y a esto responde la diferencia sexuada de la pareja humana. Sí se puede afirmar, además, que además de ser una institución natural es una institución religiosa, pues en todas las culturas -excepto en el secularismo actual- el matrimonio ha sido bendecido con ritos religiosos.
Para la tradición judeo-cristiana esto es especialmente evidente, puesto que desde el origen de la especie humana, ésta es presentada como una pareja unida en matrimonio.
La enseñanza del Antiguo Testamento (AT) es muy rica. Es Dios quien crea el primer hombre y la primera mujer y los crea unidos en matrimonio (Gen 1, 26-28. 2, 7. 18, 21-25). Los dos son creados a imagen y semejanza de Dios, iguales en dignidad (la traducción más correcta no sería la que afirma que los creó varón y mujer, sino varón y varona, para indicar con ello su total igualdad) y diferenciados únicamente en la condición sexual de cada uno. El origen de la humanidad, por lo tanto, está relacionado con la pareja humana, unida por un vínculo bendecido por Dios y tan fuerte que “por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer y se hacen una sola carne” (Gen 2,24). Esta unidad es tal que cabe definir al hombre por el matrimonio. Así lo reconocerá Juan Pablo II cuando afirme que el hombre “es un ser esponsalicio” (Catequesis 6-I-1980). Por todo ello, la tradición judeo-cristiana concluyó estas tres condiciones: que el matrimonio es de un hombre con una mujer, que demanda una estabilidad y que tiene una finalidad procreadora (unidad, indisolubilidad y procreación). La unidad quedaba de manifiesto en la dureza con que el mundo judío condenaba el adulterio; la indisolubilidad exigía que esa unidad no fuera ocasional ni simplemente estable sino permanente, como indica el hecho de que el texto bíblico hable de hacerse “una sola carne”, que es una manera de decir que no se pueden separar; la procreación se experimenta como un fin del matrimonio y a la vez como una bendición para los padres.
Sin embargo, la ruptura de la unidad matrimonial prevista por Dios no tardó en producirse y fue una de las consecuencias del pecado original. Así, Lamek, descendiente de Caín, “tomó dos mujeres” (Gen 4,19), ejemplo que fue imitado después incluso por los patriarcas y los reyes. La poligamia era practicada porque se pensaba que favorecía la población del mundo y también por motivos políticos, para estrechar lazos con los pueblos vecinos, aunque el motivo fundamental era la corrupción derivada del pecado original. La misma Biblia narra la degradación sexual existente en esa larga etapa de la historia (Gen 6, 1-3; 18-19). De hecho, cuando el pueblo de Israel se vuelve más religioso, decrece la poligamia.
Junto a la ruptura de la unidad se produjo la ruptura de la indisolubilidad con la aparición del divorcio. El divorcio tuvo un reconocimiento legal muy pronto, tal y como aparece en el Deuteronomio; según esta ley, si el marido encuentra en la mujer “algo que le desagrada” le puede dar el “libelo de repudio y la despide de su casa” (Dt 24, 1-4). En tal caso ambos podían contraer un nuevo matrimonio. Estas palabras tuvieron interpretaciones dispares, desde los que justificaban el repudio sólo por adulterio hasta los que interpretaban el texto al pie de la letra y lo admitían por cualquier causa. La legislación del divorcio es del siglo VII antes de Cristo, en tiempos de Josías, y pretendía regular una práctica muy extendida para evitar excesos. En realidad, se entendió esta legislación como una tolerancia ante un defecto, como una excepción a la ley original de indisolubilidad del matrimonio.
En el Nuevo Testamento vemos que algunas cosas siguen la línea de la tradición judía y otras se oponen a ella. Concretamente con el divorcio, hay que fijarse en la escena narrada en Mc 10, 2-12, en la que se nos muestra a unos fariseos preguntándole a Jesús sobre el repudio. Cristo lo rechaza totalmente y deja claro que en el plan original de Dios estaba la indisolubilidad del matrimonio (“lo que Dios juntó, no lo separe el hombre”). Termina esa perícopa con una sentencia clara del Maestro, hablando ahora a sus discípulos, que rechaza todo tipo de divorcio: “El que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera contra aquella, y si la mujer repudia al marido y se casa con otro, comete adulterio”. Por lo tanto, Jesús vuelve con su enseñanza a la doctrina expuesta en el libro del Génesis, según la cual el proyecto de Dios al crear al hombre establece que el matrimonio sea monogámico e indisoluble. La aceptación del divorcio que aparece en el Deuteronomio fue debido a la “dureza de corazón” de los hombres y en consecuencia Él restablece el primer modelo y queda abrogada para sus seguidores la ley divorcista atribuida a Moisés.
Esta exigencia del Maestro resultó sorprendente e incluso escandalosa por su dureza a los mismos apóstoles, que pidieron explicaciones cuando se encontraron a solas con Él. Sin embargo, Jesús no se dejó intimidar y mantuvo sus exigencias. Esta doctrina es recogida después por San Pablo en 1 Cor 7,11 y Rom 7, 2-3.
En San Mateo, sin embargo, este mismo relato incluye una excepción, según la cual el divorcio estaría permitido “en caso de adulterio” (Mt 19,9; 5, 31-32). Al estudiar este texto, algunos biblistas creen que se ha traducido mal el término “excepto” y que habría que sustituirlo por “incluso”; otros señalan que la mala traducción estaría en el término “adulterio”, que habría que sustituir por “concubinato”; otros, por último, consideran que el término empleado por San Mateo expresa el matrimonio incestuoso y, por lo tanto, como en el caso del concubinato, no habría verdadero matrimonio. En todo caso, la Iglesia interpretó siempre esta enseñanza de Jesús en sentido estricto, rechazando todo divorcio. Así lo recoge el Catecismo:
“En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y de la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autorización dada por Moisés de repudiar a su mujer era una concesión a la dureza del corazón; la unión matrimonial del hombre y de la mujer es indisoluble: Dios mismo lo estableció: ‘Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre’ (Mt 19,6). Esta insistencia inequívoca en la indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo causar perplejidad y aparecer como una exigencia irrealizable” (nº 1614-1615).
San Pablo, que se muestra tan claro en la unidad del matrimonio indisoluble, aporta otra aparente excepción, el llamado “privilegio paulino” (1 Cor 7, 12-16). Se refiere al matrimonio civil celebrado entre dos no creyentes; si después uno de ellos se bautiza y el otro no y no le permite vivir su fe y le abandona, entonces la Iglesia puede dar la dispensa de ese matrimonio civil y permitir al recién bautizado contraer nuevo matrimonio religiosos con un creyente.
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