En este capítulo vemos la relación que hay entre el sacramento del matrimonio y dos características propias del matrimonio: la unidad y la indisolubilidad. Ambas son de orden natural, pero se encuentran afianzadas por el vínculo sacramental. También vemos qué hacer cuando los novios no quieren casarse por la Iglesia porque no tienen suficiente fe y cuando sí quieren, sin tenerla.
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Aunque la unidad y la indisolubilidad del matrimonio están apoyados por la razón, el católico no los deduce de ésta, sino de la revelación, de la doctrina enseñada por Jesucristo. Fue el Señor quien, de forma deliberada y explícita, se enfrentó con la poligamia y el divorcio, tan como se practicaban en el Antiguo Testamento. Por eso, el cristiano, en virtud de las enseñanzas de Cristo, recogidas en la Escritura, la Tradición y el Magisterio, añade a la “realidad natural” del matrimonio -la unidad y la indisolubilidad- elementos nuevos que refuerzan, dan pleno sentido y facilitan su cumplimiento (Código de Derecho Canónico, nº 1056).
La gracia del sacramento del matrimonio incorpora a los esposos, de una nueva forma, a la Persona de Jesús. Esta incorporación reafirma la unidad, que es una de las características del matrimonio natural.
Del mismo modo, el sacramento afianza la permanencia del vínculo matrimonial durante la vida de los dos esposos, la indisolubilidad, dado que el “sí” del consentimiento ha sido hecho “ante Dios”; el cristiano queda obligado no sólo por el “deber” adquirido ante la otra parte, sino en virtud de cumplir la promesa contraída ante Dios. Santo Tomás enseña que “la indisolubilidad le compete al matrimonio en cuanto simboliza la unión de Cristo con su Iglesia y en cuanto es un acto natural ordenado al bien de la prole”. El Código de Derecho Canónico señala que el sacramento no sólo fortalece la indisolubilidad, sino que concede gracia especial para cumplir los deberes asumidos. Debido a esto, la Iglesia no tiene poder para disolver el matrimonio entre cristianos cuando ha sido rato y consumado. Es el único matrimonio que goza de la indisolubilidad extrínseca, por lo que el Papa carece de poder para dispensarlo.
Hay aún una razón más profunda para no poder romper el vínculo matrimonial sacramental: el paradigma de la relación entre los esposos cristianos como unión de Cristo con la Iglesia. Al igual que la Iglesia no puede separarse de la persona de Cristo, del mismo modo el marido y la mujer no pueden romper la unión que les ha conferido el sacramento del matrimonio.
Esta doctrina ha sido defendida por la Iglesia, de manera constante, desde los primeros siglos. Lo recoge el Código (canon 1055) y lo reafirma la Comisión Teológica Internacional: “La consecuencia es que, para los bautizados, no puede existir verdadera y realmente ningún estado conyugal diferente de aquel que es querido por Cristo. De ahí que la Iglesia no pueda, en modo alguno, reconocer que dos bautizados se encuentran en un estado conyugal conforme a su dignidad y a su modo de ser de ‘nueva criatura en Cristo’, si no están unidos por el sacramento del matrimonio” Esta declaración pretendía zanjar la discusión planteada por algunos teólogos, según la cual debería aceptarse algún tipo de unión matrimonial entre cristianos que no tuviera carácter sacramental; se tendría así un matrimonio válido en dos fases: una primera, de naturaleza sólo civil y más o menos de prueba, que sería seguida por una segunda, de naturaleza sacramental; sólo esta última sería indisoluble; en cualquiera de las dos etapas, los cristianos podrían comulgar, lo mismo que podrían hacerlo si se rompe la primera etapa del matrimonio y formalizan una nueva unión con otra persona.
Contra esta tesis, la Iglesia ha dejado claro que es la condición de bautizados la que aúna matrimonio y sacramento, por lo que ningún cristiano puede asumir una forma de matrimonio distinta de la que Cristo determinó. Por consiguiente, la Iglesia no considera casados a dos fieles que rechacen el sacramento. Ahora bien, ¿qué hay que hacer cuando dos bautizados tienen tan poca fe que rechazan el sacramento del matrimonio? Cuando esto sucede, es evidente que esos bautizados se excluyen a sí mismos, en razón de su poca fe, de la comunión eucarística; lo que no tiene sentido es que digan que, porque no tienen fe, no quieren casarse por la Iglesia y que, a la vez, digan que quieren comulgar cuando les apetece. La comunión exige unas condiciones que se tienen que cumplir para acceder a ella, pues supone estar en estado de gracia y también aceptar las verdades de fe que la Iglesia enseña. Sólo se puede comulgar cuando se “comulga” -se está de acuerdo- con la doctrina católica.
¿Y qué hacer cuando, teniendo poca fe o al menos poca práctica religiosa, piden el sacramento del matrimonio? La respuesta a esta cuestión es que cada sacramento exige un determinado acto de fe, pero que, dado que el sacramento no añade elementos nuevos al matrimonio natural, es suficiente que los esposos lo demanden, sabiendo y comprometiéndose a aceptar lo que la Iglesia exige sobre unidad e indisolubilidad. El tema lo trata, de modo expreso, la Exhortación Apostólica “Familiaris consorcio”: “El sacramento del matrimonio tiene esta peculiaridad respecto a los otros: ser el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la creación; ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador ‘al principio’. La decisión, pues, del hombre y de la mujer de casarse conforme a ese proyecto divino… implica realmente, aunque no sea de manera plenamente consciente, una actitud de obediencia profunda a la voluntad de Dios, que no puede darse sin su gracia. Ellos quedan ya, por tanto, insertos en un verdadero camino de salvación, que la celebración del sacramento y la inmediata preparación pueden completar y llevar a cabo dada la rectitud de intención” (nº 68).
Por lo tanto, la unidad (el rechazo a la poligamia o a la poliandria) y la indisolubilidad (para toda la vida) tienen su origen en el matrimonio en sí y no en el sacramento. Éste lo que hace es afianzar esas características naturales del matrimonio, dando la fuerza necesaria para cumplirlas y sellando esa unión ante Dios, a la vez que convierte el vínculo matrimonial en un modelo de la unión entre Cristo y la Iglesia. El tercer elemento o “bien del matrimonio” -la procreación y educación cristiana de los hijos- se verá en el capítulo siguiente.
Ahora bien, si se puede acceder al sacramento matrimonial, tal y como la Iglesia enseña, aunque la fe sea insuficiente y no exista práctica matrimonial, lo cierto es que la gracia sacramental actúa con tanto mayor eficacia cuanto más intensa sea la fe y la vida cristiana de los cónyuges. Por lo tanto, el sacramento del matrimonio deberá ser vivido en un contexto sacramental, en un contexto eclesial. Es especialmente importante que los esposos cristianos practiquen otros dos sacramentos, con asiduidad: el de la penitencia y el de la eucaristía. Por el primero, reconocen ante Dios y ante la comunidad unas culpas que primero han reconocido ante sí mismos en el examen de conciencia, y piden y reciben el perdón por ellas. Por el segundo, se unen cada vez más íntimamente a Cristo, que les da luz, fuerza y consuelo, para que sigan adelante en el camino hacia la santidad, cogiendo su cruz cada día.
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