Dentro del estudio de la moral familiar, afrontamos en este capítulo la cuestión de la sexualidad humana y de los fines del matrimonio, tanto la procreación como la relación afectiva entre los esposos. Es un tema tan importnate que será continuado en el capítulo siguiente, pues hoy somos víctimas de una mentalidad anti-natalista y pan-sexualista.
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No se puede hablar del matrimonio sin tener en cuenta su finalidad procreadora. El Concilio Vaticano II lo reconoció así: “El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijo, pues los hijos son don excelentísimo del matrimonio y contribuyen al bien de los mismos padres” (GS, 50).
En las diversas culturas y a lo largo de la historia, la fecundidad del matrimonio se aprecia como un bien. La Biblia la ensalza hasta el extremo de considerar la esterilidad como una desgracia. El hijo es, pues, el fruto del amor entre los esposos. En consecuencia, la convivencia conyugal, aunque no se agota en la procreación, tiene una relación irrenunciable con ella.
Actualmente, tres factores dificultan el estudio de este tema: la cultura anti-vida, que no aprecia el valor de los hijos; la exagerada separación entre sexualidad conyugal y procreación; considerar las relaciones conyugales ajenas al juicio ético.
Es evidente que ha habido un notable cambio cultural en relación al sentido y al deber de la procreación de los esposos. Factores muy diversos y aun contrapuestos confluyen en este tema, pero el motivo principal es lo que se ha venido en llamar la “civilización anti-vida” o “miedo a los hijos”. En las naciones más desarrolladas, la natalidad ha bajado drásticamente y muchos matrimonios no aprecian los hijos como un don, hasta el punto de que el número de niños que nacen ya no asegura el recambio generacional. Muchas son las causas que favorecen esta mentalidad, pero hay una en la que no se insiste lo suficiente: la propaganda desmedida acerca de los riesgos para el futuro de una superpoblación de la tierra.
Por parte de la Iglesia, la opción ha sido siempre clara y continuada a lo largo de la historia: matrimonio y procreación van unidos. Tres interpretaciones teológicas complementarias se han dado para explicar esta unión:
– Teoría de los “bienes del matrimonio”: San Agustín, en defensa del matrimonio contra los maniqueos, desarrolló la teoría acerca de los “bienes del matrimonio”, que él concreta en tres: el “bien de la prole”, que incluye la generación y educación de los hijos; el “bien de la fidelidad”, que valora la unidad del matrimonio como medio de felicidad entre los esposos; el “bien del sacramento”, o sea la gracia sacramental que ayuda a los esposos a alcanzar la perfección que deben.
– Teoría de los fines: Santo Tomás conoce la doctrina de San Agustín y la comenta favorablemente, pero busca razones más profundas y plantea el tema del “fin” del matrimonio, el equivalente a los “primeros principios”. Afirma que, si el “fin último” del matrimonio es prolongar la especie, el matrimonio tiene como “fin principal” “la procreación y educación de la prole” y por “fin secundario” otros aspectos, tales como “la mutua fidelidad”, “el sacramento”, los “servicios mutuos que pueden prestarse en los quehaceres domésticos”, el “remedio de la concupiscencia”. Esta formulación se introdujo en el Código de Derecho Canónico de 1917.
– Teoría fenomenológica y existencia: La jerarquización tan marcada de los “fines” (principal y secundario), simplificó en exceso la convivencia conyugal, lo cual motivo una reacción, a favor de una concepción más existencial del matrimonio. El teólogo alemán H. Doms señaló que “el fin primario” del matrimonio no es la procreación, sino la unión personal de los esposos. La procreación es sólo “efecto” de esa unión. Su libro, “Sentido y fin del matrimonio” fue puesto en el Índice de libros prohibidos. En la discusión que se suscitó, fue abriéndose camino una idea positiva: valorar la relación amorosa entre los esposos como algo más que “remedio contra la concupiscencia”. El error de Doms fue no subrayar suficientemente la finalidad procreadora, dando paso así a la mentalidad antinatalista, cuyas consecuencias hoy padecemos.
El Concilio Vaticano II se hizo eco de la controversia e introdujo dos novedades: no asumir la terminología “fin primario-fin secundario” y no centrarse en la jerarquía de fines, tan aguda en la discusión anterior. Esta actitud facilitó asumir los aspectos personalistas que se encierran en la vida conyugal, en la que no sólo “se remedia la concupiscencia”, sino que es expresión de la vida de amor y de encuentro interpersonal de los esposos. De este modo, el Concilio asumió una vía media, en la que se valora la dimensión personal del amor y, a la vez, se afirma la prioridad de la procreación.
Pero, tanto si nos referimos a la procreación como si nos fijamos en el amor entre los esposos desde la perspectiva de realización personal, tenemos que detenernos a analizar el sentido de la sexualidad humana. No es lo mismo, ciertamente, hacer este análisis en este momento que hace unos años. Hoy es evidente que padecemos una epidemia aguda de “pansexualismo”, pues el sexo está presente en todos los lados, desde la “cuota política” hasta la publicidad; además, la “sexología” suele fijarse sólo en los aspectos fisiológicos de las relaciones sexuales, olvidando otros, como los afectivos.
Un estudio completo de la sexualidad humana debe fijarse en los siguientes aspectos:
– Genitalidad: La diferencia sexuada entre hombre y mujer conlleva una configuración somática muy diferenciada y también una diferencia psicológica considerable. El hombre no sólo tiene diferencias corporales con la mujer, y viceversa, sino que también hay diferencias psicológicas, aunque éstas no sean visibles, como lo son las físicas.
– Afectivo: Las diferencias psicológicas entre hombre y mujer suponen unas diferencias reales en el orden de la valoración de la afectividad. La sexualidad tiene un elemento afectivo que hay que considerar y que es diferente en el hombre y en la mujer.
– Cognoscitivo: La sexualidad humana no es puro instinto como en los animales, sino que es “humana” y, por ello, atañe al conocimiento y a la voluntad. Esto implica algo que hoy se tiende a olvidar: la responsabilidad en el uso del sexo y, por lo tanto, el aspecto ético en las relaciones sexuales.
– Placentero: El placer es un componente esencial que acompaña a la actividad sexual. Ha sido querido así por Dios, para favorecer la reproducción que permite la perpetuación de la especie. Por lo tanto, no es un factor secundario, ni negativo en sí mismo. Otra cosa será el uso que se haga de él, como cuando se convierte en un fin en sí mismo y se sitúa en el primer lugar, suprimiendo otros fines, como el de la procreación.
– Procreador: Como ya se ha dicho, la procreación no es un elemento secundario en la sexualidad humana. Al contrario, por su propia naturaleza, la actividad sexual hombre-mujer lleva consigo la gestación de una nueva vida. La fecundidad está escrita en la dimensión biológica de la sexualidad. Ignorar esto, como pretenden muchos hoy, es, simplemente, ignorar las leyes que están puestas en la genética humana.
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