En este nuevo capítulo sobre la moral familiar, nos dedicaremos a fijar los principios cristianos en torno a la sexualidad. Para ello, nos detendremos en las enseñanzas de la Biblia sobre el tema, así como en lo que dice la Tradición de la Iglesia y el Magisterio. La sexualidad, en contra de lo que algunos creen, es vista como algo positivo por la Iglesia, pero que debe ser controlado. |
Aunque hay quienes opinan que la sexualidad humana debe quedar fuera del ámbito de la ética y que cualquier intento de establecer códigos morales sobre el comportamiento sexual es contrario al instinto, la verdades que desde siempre se ha hecho esto, tanto en el ámbito religioso como en el civil. Todas las religiones han regulado moralmente la sexualidad, aunque no todas coincidan en la determinación de lo que es bueno y lo que es malo. Lo mismo ha sucedido y sigue sucediendo con la normativa civil y no sólo en casos como el adulterio o la bigamia, sino en lo concerniente a la violación, al abuso de menores, a la regulación de la pornografía, etc.
La teología moral católica reflexiona sobre la sexualidad desde tres principios:
– Sentido positivo de la sexualidad. En contra de lo que algunos, con una ignorancia más malévola que inocente, proclaman, la fe católica ha tenido siempre una valoración positiva de la sexualidad, pues representa el gran don que constituye al ser humano como hombre y como mujer. De hecho, el Magisterio de la Iglesia tuvo que salir al paso en repetidas ocasiones en defensa de la bondad radical del sexo, frente a herejías que afirmaban lo contrario. Los recelos que a veces ha expresado alguno no pasan de ser anécdotas que no desvirtúan un conjunto doctrinal de dos mil años.
– Dominio de la sexualidad. Al mismo tiempo que valora positivamente la sexualidad humana y su ejercicio, la ética cristiana demanda un dominio de la sexualidad, para evitar que ella termine or dominar y esclavizar al hombre debido a la extraordinaria fuerza de este instinto. Hay en ello un doble motivo: la bondad de la sexualidad, que debe ser tratada con la dignidad que merece, y la fuerza de un instinto tan profundo, que debe estar sometido a la inteligencia y a la voluntad de la persona. Por eso se establecen normas morales que prohíben el uso puramente instintivo del sexo; por otro lado, como ya se ha dicho, también establecen estas normas los códigos civiles, pues todos comprenden que el sexo sin control deteriora al individuo y es instrumento para herir a otros. Aquellos que consideren demasiado exigentes las normas éticas cristianas, deben tener en cuenta las aberraciones a que conduce la pasión sexual cuando no está controlada. Además, en el ejercicio responsable de la sexualidad encuentra el hombre una nueva fuente de placer más pleno y humano que el que ocasiona la simple satisfacción del instinto. Si la sexualidad puede y debe ser cauce del amor, esto sólo se producirá cuando va unida a la afectividad, a la generosidad, a la renuncia a sí mismo, y todo ello implica generosidad y sacrificio, implica normativa moral.
– Recto uso de la sexualidad. Este principio se sitúa en la moralidad de los fines. Por ello, sin excluir la dimensión placentera de la que hablamos en el capítulo anterior, y prestando la atención que merece el significado de encuentro íntimo entre los esposos, la actividad sexual no puede negar un aspecto fundamental que está escrito en la propia sexualidad: la finalidad procreadora. Por eso, negarla absolutamente hasta el punto de impedirla con el uso de medios ilícitos, hace también inmoral el ejercicio de la vida sexual. De aquí que la relación sexual entre el hombre y la mujer está reservada al matrimonio en orden a la procreación de los hijos y hace inmoral toda actividad sexual extramatrimonial.
El cumplimiento de estos tres principios ayuda al hombre a vivir la sexualidad en su dimensión verdaderamente humana. El resultado es la castidad que, como virtud, regula no sólo el dominio de las pasiones, sino el uso racional de la vida sexual. La castidad postula el dominio y recto uso de la sexualidad. Exige esfuerzo, pero ayuda a alcanzar el equilibrio humano. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: “La castidad forma parte de la virtud cardinal de la templanza, que tiende a impregnar de racionalidad las pasiones y los apetitos de la sensibilidad humana” (nº 2341). El Catecismo enseña que la castidad es una virtud que deben vivir todos los cristianos según el estado de vida de cada uno (nº 2350) y anima a la lucha por la misma, que “implica un aprendizaje del dominio de sí” (nº 2338) y que es “obra de toda la vida” (nº 2342). Y añade: “La castidad tiene unas leyes de crecimiento; éste pasa por grados marcados por la imperfección y, muy a menudo, por el pecado” (nº 2343).
Si nos fijamos en las enseñanzas del Antiguo Testamento sobre la sexualidad, vemos que son muy abundantes. En cuanto a la procreación, hay que destacar, desde el Génesis, que el hombre y la mujer tienen la misión de “multiplicarse” y por lo tanto los buenos israelitas tenían como un bien apreciable tener una abundante descendencia. Al contrario, la esterilidad era considerada una desgracia (Gen 16, 1-6; Os 9, 14). De hecho, la fecundidad es un deseo constante de la mujer hebrea (Gen 24, 60; 30, 6; Sal 127, 3).
En el Antiguo Testamento aparecen claramente reprobados y enumerados los pecados sexuales. Se prohíbe el adulterio, la fornicación del varón y de la mujer, la prostitución, el “coitus interruptus”, la homosexualidad, el lesbianismo, la bestialidad, el incesto, la masturbación y toda “clase de impureza” (Prov 5, 3-11; Ecl 23, 16-19). Tan graves se juzgan estos pecados que algunos son castigados con la pena de muerte (Ex 22, 18; Lev 20, 14).
En el Nuevo Testamento no es menos abundante ni menos explícita la enseñanza sobre la sexualidad. Jesucristo condena a los adúlteros, a los fornicadores, a los impúdicos (Mt 15, 19; Mc 7, 21-22) y completa el Antiguo Testamento explicitando la condena del adulterio de deseo (Mt 5, 27-28).
Los demás escritos del Nuevo Testamento son prolijos en aducir situaciones pecaminosas de este tema. Por ejemplo, Rom 1, 24-32, en el que San Pablo describe la situación inmoral del mundo pagano. De los pecados que Pablo condena en sus cartas, los relacionados con la sexualidad representan el 24 por 100.
En cuanto a la Tradición, los escritos de los Santos Padres sobresalen por el empeño en que los cristianos no se dejen contaminar por la corrupción moral de la cultura greco-romana. Un ejemplo es San Justino y otro San Agustín. Además, demandan castidad para todos aunque distinguen entre los diversos estados. San Ambrosio escribe: “Nosotros enseñamos que la castidad es una virtud, si bien diversa para los casados, las viudas y las vírgenes”.
El Magisterio se ha ocupado continuamente de ensalzar ante los cristianos el valor de la pureza y la condena de los desórdenes sexuales, habiendo constancia de ello desde Tertuliano. El texto más completo es la Declaración “Persona humana”, de Doctrina de la Fe de 1975, que sale al paso de algunas afirmaciones en torno a la ética sexual, que, al ritmo de las nuevas costumbres, trataban de justificar ciertas situaciones. Juan Pablo II también se refirió a ello en la “Evangelium vitae”. Y, por último, está el Catecismo.
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