Moral familiar (VIII)

Dentro de la moral familiar es necesario hacer un apartado especial para la moralidad de las relaciones conyugales. No todo vale en las relaciones sexuales entre la esposa y el esposo. Además, esas relaciones tienen que estar abiertas a la vida, lo cual no significa que no se puedan utilizar los medios previstos por Dios en la naturaleza humana para evitar la concepción.

El amor entre los esposos se distingue de los demás amores en que incluye, potencialmente, la búsqueda o al menos la posibilidad de que puede engendrar una nueva vida. El amor de los esposos evoca de inmediato el término “hijo” y, consiguientemente, connota la palabra “madre” y “padre”. Pues el amor conyugal tiene una “estructura natural” y está dotado de una “finalidad propia”. De hecho, cuando los esposos se quieren de verdad y no hay obstáculo que lo impida, desean un hijo. Por eso, podemos afirmar que la procreación es una exigencia del amor conyugal, que ese amor es un amor que debe estar abierto a la vida.
El acto sexual entre los esposos, llamado habitualmente “acto conyugal”, tiene dos características: es unitivo -sirve para unirles- y es procreador -sirve para engendrar nueva vida-. estas dos características regulan la moralidad del acto conyugal. Así lo recuerda la encíclica “Humane vitae” de Pablo VI: “Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido, y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador” (HV, 12).
El Catecismo se refiere a esto de la siguiente manera: “Por la unión de los esposos se realiza el doble fin del matrimonio: el bien de los esposos y la transmisión de la vida. No se pueden separar estas dos significaciones o valores del matrimonio sin alterar la vida espiritual de los cónyuges ni comprometer los bienes del matrimonio y el porvenir de la familia” (nº 2363).
En consecuencia, no está en manos de los esposos romper por iniciativa propia esa unidad que caracteriza el acto conyugal por sí mismo. Si lo hacen, se va contra los planes de Dios. ¿Y cuándo se hace?: Cuando se llevan a cabo las relaciones sexuales dentro del matrimonio pensando sólo en el carácter unitivo (en el placer, por ejemplo) y, a la vez, se ponen medios artificiales para impedir la gestación de una nueva vida.
Esto no significa que la procreación sea el único fin del amor entre los esposos. pues este amor contiene otras muchas manifestaciones y, sobre todo, persigue el encuentro interpersonal e íntimo entre ellos. El Magisterio de la Iglesia lo ha enseñado así siempre y como prueba baste esta cita de la Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II: “El matrimonio no es solamente para la procreación, sino que la naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste ordenadamente, progrese y vaya madurando” (GS, 50).
Ahora bien, si en teoría el acto conyugal debe llevar consigo las dos dimensiones citadas -la unitiva entre los esposos y la procreativa-, en la práctica hay veces en que ambas dimensiones parecen contraponerse. Con frecuencia surgen dificultades de tipo psicológico, económico, de salud, que aconsejan que no se debe procurar un nuevo nacimiento. Por eso la Iglesia habla de la “paternidad responsable”.
Cuando las causas que dificultan la apertura a la vida de un nuevo hijo son reales, entra en juego un principio que debe regir el comportamiento conyugal: el de la “paternidad responsable”. En efecto, engendrar una nueva vida humana es tan decisivo que no puede ser nunca consecuencia de un acto irresponsable de los padres. El Magisterio de estos últimos años ha repetido este principio y, a pesar de su racionalidad, no es comprendido por todos: desde los que fomentan la fecundidad sin control hasta quienes en la “paternidad responsable” incluyen el egoísmo. La verdadera “paternidad responsable” debe evitar ambos extremos y ha de guiarse por estos principios:
– Exige el conocimiento de los procesos biológicos y su respeto. Por eso la Iglesia anima a los científicos a que “logren dar una base suficientemente segura para una regulación de nacimientos fundada en la observación de los ritmos naturales” (Humane vitae, 24).
– Respeto de las leyes de la naturaleza, lo cual supone el respeto de las leyes que rigen la sexualidad, tanto de la sexualidad en sí como del proceso engendrador. El hombre y la mujer deben conocer y dominar esas leyes, pero no pueden manipularlas y menos destruirlas.
– Dominio de la pasión sexual. No se puede enarbolar la “paternidad responsable” si no se tiene “responsabilidad” en el ejercicio de la vida sexual, lo cual supone el dominio de la inteligencia y de la voluntad sobre el instinto.
– Los esposos deben hacer un juicio responsable. Es debe exclusivo de los esposos y nadie les sustituye en ese juicio. Pero debe ser “responsable” no caprichoso. Para hacerlo deben tener en cuenta estos datos: -las condiciones físicas, como la salud, la vivienda; -las condiciones económicas reales, no medidas por criterios de consumismo; -el estado psicológico de los esposos o de uno de ellos; -las condiciones sociales, como por ejemplo la existencia de una guerra u otra condición familiar.
– Cualidades del juicio moral. No basta la buena intención y menos aún se puede actuar arbitrariamente. El juicio moral, además de hacerse conforme a las condiciones anteriores, debe también guiarse por la ley divina y, para que sea recto, ha de tener en cuenta la doctrina moral enseñada por el Magisterio.
Hecho el juicio moral sobre si se debe o no procrear, queda la cuestión de los medios a emplear para evitar la procreación. Uno de esos medios es el realizar el acto conyugal en los días infecundos. Sin embargo, se puede dar el caso de que una pareja lo haga así y, sin embargo, no esté obrando bien, pues no está abierta a la vida y podría y hasta debería estarlo. Por eso no hay que olvidar que sólo por motivos razonables se puede evitar la procreación. En consecuencia, para hacer el acto conyugal sólo en esos días se requiere alguna causa.
En cuanto a los medios no naturales, hay que partir del principio de que el fin no justifica los medios. Por lo tanto, los medios no son nunca ajenos al acto moral. Eso significa que, incluso cuando los esposos hayan acertado en el juicio moral y hayan concluido que no deben tener hijos por sus circunstancias, no les está permitido recurrir a medios ilícitos para lograr ese fin.
El Magisterio ha señalado de modo expreso qué métodos son ilícitos y cuáles gozan de garantía moral. El aborto es un medio ilícito, incluso cuando es utilizado por razones terapéuticas. Es ilícita la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer; es ilícito el “coitus interruptus”, el uso del DIU, del preservativo, de las píldoras abortivas y de las anticonceptivas.
En cambio, no está prohibido el uso de medios terapéuticos “para curar enfermedades del organismo, a pesar de que se siguiese un impedimento para la procreación” (Humane vitae, 15). Por “enfermedad” se entiende la irregularidad del fenómeno menstrual en la mujer que requiere una especial mediación médica para normalizarlo.