Aunque esta objeción hecha a la Iglesia es presentada por rachas –hay momentos en que se le da una gran importancia, generalmente debido a que los medios de comunicación lo ponen de manifiesto ante algún escándalo clerical, real o ficticio-, conviene tener algunas ideas claras al respecto. Y, quizá, lo primero que hay que saber es que el celibato de los sacerdotes no es universal en toda la Iglesia católica; la Iglesia católica de rito oriental tiene sacerdotes casados –primero se casan y luego se ordenan sacerdotes-, mientras que la Iglesia católica de rito latino –la nuestra- no los tiene. Al principio, la mayoría de los sacerdotes eran hombres casados y fue la posterior evolución de las necesidades pastorales y de la espiritualidad la que llevó a la Iglesia a pedir el celibato a los que querían ser sacerdotes. No hay que olvidar, por otro lado, que hay dos tipos de sacerdotes dentro de la Iglesia católica: los diocesanos y los consagrados o religiosos; estos últimos, tanto en la Iglesia católica de rito oriental como en la latina, viven el celibato. En la Iglesia católica de rito oriental, además, los obispos son elegidos sólo de entre los sacerdotes que viven el celibato, por lo que aunque existen sacerdotes casados no hay obispos casados.
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Enseñanza del Catecismo:
“Todos los ministros ordenados de la Iglesia latina, exceptuados los diáconos permanentes, son ordinariamente elegidos entre hombres creyentes que vive como célibes y que tienen la voluntad de guardar el celibato ‘por el Reino de los cielos’ (Mt 19, 12). Llamados a consagrarse totalmente al Señor y a sus ‘cosas’ (cf 1 Co 7, 32), se entregan enteramente a Dios y a los hombres. El celibato es un signo de esta vida nueva al servicio de la cual es consagrado el ministro de la Iglesia; aceptado con un corazón alegre, anuncia de modo radiante el Reino de Dios” (nº 1579).
“En las Iglesias orientales, desde hace siglos está en vigor una disciplina distinta: mientras los obispos son elegidos únicamente entre los célibes, hombres casados pueden ser ordenados diáconos y presbíteros. Esta práctica es considerada como legítima desde tiempos remotos; estos presbíteros ejercen un ministerio fructuoso en el seno de sus comunidades. Por otra parte, el celibato de los presbíteros goza de gran honor en las Iglesias orientales y son numerosos los presbíteros que lo escogen libremente por el Reino de Dios. En Oriente como en Occidente, quien recibe el sacramento del Orden no puede contraer matrimonio” (nº 1580).
“La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado” (nº 2339).
Otros textos:
“La castidad es un tesoro engendrado por la abundancia del amor” (Tagore).
“La pureza es exigencia del amor. Es la dimensión de su verdad interior en el corazón del hombre” (Juan Pablo II).
“Si el pecado original rompió la armonía de nuestras facultades), la continencia nos recompone; nos vuelve a llevar a esa unidad que perdimos” (S. Agustín. Confesiones).
“La santa pureza no es ni la única ni la principal virtud cristiana: es, sin embargo, indispensable para perseverar en el esfuerzo diario de nuestra santificación y, si no se guarda, no cabe la dedicación al apostolado. La pureza es consecuencia del amor con el que hemos entregado al Señor el alma y el cuerpo, las potencias y los sentidos. No es negación, es afirmación gozosa” (San Josemaría Escrivá).
Argumentación:
La exigencia del celibato para los sacerdotes católicos de rito latino –la práctica totalidad-, como se ha dicho, es una disciplina eclesiástica sujeta a posibles cambios, puesto que no es un dogma de fe o un dogma que obligue a un comportamiento moral. Sin embargo -y a pesar de la enorme presión en contra, de la falta de vocaciones y del hedonismo en que vivimos-, la Iglesia sigue pensando que el celibato sacerdotal es un don de Dios para la propia Iglesia y que sería un error cambiar la legislación actual (ver la encíclica de Pablo VI “Sacerdotalis Caelibatus”).
En 1 Cor 7, San Pablo explica con claridad el por qué del celibato: “El célibe se ocupa de los asuntos del Señor…, mientras que el casado lo hace de los asuntos del mundo… y está dividido”. Desde esta perspectiva se fue poco a poco imponiendo la exigencia de que, al menos por motivos de eficacia pastoral, los sacerdotes fueren célibes. Esa exigencia fue sentida, en primer lugar, por el pueblo, que se sentía mejor atendido por sacerdotes solteros que por sacerdotes casados; luego vino la legislación sobre el tema, que hizo que poco a poco se fuera imponiendo esa exigencia a los aspirantes al sacerdocio, sobre todo cuando la Iglesia salió de la clandestinidad y se pudo organizar con libertad –a partir del año 313, con el Edicto de Milán dado por el emperador Constantino-. Por cierto, la primera legislación sobre el tema tuvo lugar en España, en una época muy temprana, cuando aún la Iglesia estaba perseguida. Fue en el Concilio de Elvira (Granada), entre los años 295 y 302. Allí se ordenó por primera vez de forma explícita que los obispos, sacerdotes y diáconos fueran célibes o, si no lo eran, dejaran a sus legítimas mujeres si querían recibir las sagradas órdenes. Esta práctica fue copiada en Francia poco después (Concilio de Arlés, año 314). En el 386, el Papa Siricio convocó un Concilio en el que se prohibió a los sacerdotes continuar teniendo relaciones sexuales con sus exmujeres. En ningún caso se aceptaba ya que el que había sido ordenado pudiera casarse. Años después, en 1123, con el primer Concilio de Letrán, se estableció de forma definitiva la exigencia del celibato. La exigencia nacía, hay que recordarlo, del pueblo de Dios, que se sentía mejor atendido por los clérigos célibes. Las herejías de los cátaros y los valdenses, en la Edad Media, se apoyaban para criticar a la Iglesia, entre otras cosas, en el incumplimiento de muchos sacerdotes de esta ley, pues vivían en concubinato y con frecuencia ponían los fondos económicos de la Iglesia al servicio de sus familias.
Por lo tanto, la Iglesia ve el celibato de los sacerdotes como un don para la comunidad porque hace del sacerdote un mejor ejemplo del Cristo célibe al que representa y porque le libera de otras preocupaciones a fin de que se dedique más plenamente al servicio de la evangelización. No hay que olvidar que el sacerdocio no es un derecho, sino un don que Dios da y que, por lo tanto, a nadie se le excluye de un supuesto derecho debido a la exigencia del celibato, sino que se contrasta la existencia de esa llamada, de ese don, con la decisión y la capacidad de vivir célibe. Esta perspectiva es fundamental para entender el por qué la Iglesia puede pedir ese requisito sin que eso suponga vulnerar los derechos de nadie.
Hay quien arguye diciendo que, ante la crisis vocacional, mejor sería que hubiera más sacerdotes, aunque estuvieran casados y por lo tanto con una dedicación más limitada, que no menos sacerdotes pero con una dedicación menor. Los diáconos casados están, de hecho, ocupando un lugar en la vida pastoral que puede suplir en parte la escasez de vocaciones, sin dar lugar a la discriminación que supondría el hecho de que unos curas estuvieran casados –y con más sueldo, por ejemplo- y otros no; además, si eso sucediera y tal y como están las cosas, sobre los que optaran por no casarse recaería la sospecha de la homosexualidad.
También se dice que si los curas se casaran habría menos problemas de pederastia en el clero. Primero, hay que tener en cuenta que esos casos son, porcentualmente, bajísimos y que están presentes en cualquier profesión –hay médicos pederastas, abogados pederastas, periodistas pederastas, etc-, sin que esas profesiones lleven implícitas la exigencia del celibato (según el periódico News of the World, 23-7-2000, en Inglaterra había en ese momento 110.000 personas culpables de abusos sexuales a menores, de los cuales prácticamente ninguno era sacerdote católico). Segundo, al afirmar eso –que se solucionaría la pederastia acabando con el celibato- se está diciendo que ese gravísimo pecado está relacionado con la soltería, cuando no es verdad en absoluto; se trata de una enfermedad que, afortunadamente, la práctica totalidad de los solteros no padecen y que, en cambio, se da también en los casados. Una persona soltera normal que no es capaz de vivir la castidad no va a satisfacer sus necesidades sexuales con un niño. El que hace eso no es porque esté soltero, sino porque es un enfermo además de un delincuente. Por lo tanto, si alguien no es capaz de vivir la castidad –tanto si está casado como si es soltero y, en este caso, si lo es porque no encuentra pareja como si lo es porque ha elegido serlo debido a que es sacerdote-, sólo en caso de que sea un enfermo va a recurrir a la pederastia. Así, pues, la eliminación del celibato no influiría para nada en el número de casos –bajísimo, hay que insistir- de sacerdotes pederastas.
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