Sacerdotes de dioses crueles

23 de agosto de 2024.

            Los dioses en los que creían los fenicios, entre los que destacan Baal y Moloch, exigían sacrificios humanos, incluidos sacrificios de niños. Los israelitas siempre vieron esa práctica como un acto de suprema crueldad y barbarie. El profeta Elías defendió la fe en el Dios verdadero frente a los sacerdotes de Baal, como cuenta el primer libro de los Reyes, los cuales pensaban que agradaban a su dios haciéndose heridas en su propio cuerpo. Desde los más remotos orígenes de nuestra fe, cuando Dios le prohibió a Abraham que sacrificase a su hijo Isaac, ha resonado con fuerza en nuestra conciencia el mandato de “no matarás”. Eso no significa que, por desgracia, tanto judíos como cristianos, no hayamos incumplido ese mandamiento, pero siempre ha estado claro para nosotros que no podíamos matar a seres humanos inocentes y, sobre todo, a aquellos que son los más inocentes de todos, los que aún están en el vientre de su madre. Hoy, con el aval de la ciencia, sabemos sin ningún tipo de duda que el ser humano empieza a existir desde el momento de la concepción y que la mujer se convierte en madre también desde ese momento, sin esperar a los nueve meses necesario para dar a luz y tener a su hijo entre sus brazos. En esos nueve meses la madre es custodia, pero no dueña y, por lo tanto, no puede decidir sobre la vida de alguien que no es una cosa sino una persona, del mismo modo que el dueño de un apartamento no puede matar a los inquilinos que viven en él, incluso aunque no le paguen el alquiler. Por eso la Iglesia ha defendido y defenderá siempre la vida del no nacido, pidiendo a la vez ayuda social para las madres que, por un motivo u otro, no quieren tener al hijo que llevan en su seno, a fin de que no se vean forzadas a darle muerte.

            De ahí el horror que me produce, y no sólo a mí, el hecho de que en la convención demócrata que ha elegido a la señora Harris como aspirante a la presidencia de los Estados Unidos haya habido un ambulatorio rodante para facilitar el aborto y que, tan sólo en los primeros días de ese evento, hayan sido sacrificados a los nuevos dioses sedientos de sangre varias decenas de niños. La propia señora Harris ha demostrado en el pasado su apoyo a las empresas que cometen esos abominables actos y no creo que a nadie le quepa la menor duda de que ese apoyo aumentará si llega a la presidencia norteamericana. A la vez he sentido una enorme vergüenza por el hecho de que un cardenal, Cupich, dirigiera unas palabras a los participantes en la convención demócrata -eso es normal y se ha hecho siempre, también en las convenciones republicanas- pero no mencionara la necesaria defensa de la vida, aunque a pocos metros de donde él hablaba estaban siendo privados de ella varios seres humanos inocentes en ese mismo momento. Hay silencios que son cómplices y que sólo demuestran o cobardía o identificación con lo que hacen aquellos a los que no se denuncia. En ese mismo día, el Papa decía que “a veces los cristianos no difunden el perfume de Cristo, sino el mal olor de su propio pecado”. No sé si se refería al arzobispo de Chicago, nombrado cardenal por él, pero lo que Cupich hizo ha causado escándalo en muchos católicos.

            Después de esto, no comprendo cómo puede haber un solo católico que vote a un partido tan contrario al derecho humano más elemental, como es el derecho a la vida. El que lo hace debe ser consciente de que se convierte en cómplice de esos sacrificios humanos ofrecidos a los nuevos dioses baales y que también sus manos estarán machadas de la sangre de los niños inocentes derramada por sus crueles sacerdotes. No me cabe duda de que habrá argumentos para justificar el voto a la señora Harris, pero ninguno es suficiente como para superar lo que implica apoyarla. El Dios de la vida debe estar en primer lugar en nuestro corazón y en nuestros intereses, por encima de las simpatías políticas o de cualquier otro argumento que podamos alegar. Como dijo el arzobispo emérito de Philadelphia, monseñor Chaput, cuando competían por la presidencia norteamericana Trump y la señora Clinton, es lamentable tener que elegir entre dos candidatos así. Pero a pesar de eso, si en una ocasión vale lo de elegir el mal menor o el bien posible, es ésta. La defensa de la vida del no nacido no es sólo un deber, sino que es el principal derecho a defender, para evitar que, conculcado ese, vayan cayendo todos los demás a manos de estos sacerdotes de dioses crueles que exigen sacrificios humanos.