Cómplices del mal

30 de agosto de 2024.

            Jordan Peterson es un conocido psicólogo canadiense que se está convirtiendo en una de las voces más críticas del actual sistema que gobierna Occidente, marcado tanto por la disolución de su herencia cristiana como por aplicación de políticas que están conduciendo a los países que lo integran en paraísos de la droga, de las ideologías que están destruyendo la familia, del aborto y de la eutanasia. Jordan Peterson es ateo, aunque su mujer se ha convertido al catolicismo después de una milagrosa curación, en la que tuvo mucho que ver el rezo del Rosario.

            En una de sus últimas intervenciones, Peterson se pregunta cómo es posible que un país libre caiga en manos de un gobierno totalitario. Él mismo da la respuesta: “porque cada persona que vive en ese país decidió quedarse callada cuando debía decir lo que debía ser dicho”. Y añade: “Si te quedas callado cuando estás llamado a decir la verdad, no sólo pones en peligro la nave del Estado. También te condenas a ti mismo y a todos los que amas a un viaje hacia el lugar más oscuro que puedas imaginar”. Peterson no oculta que hablar implica pagar un precio, pues las dictaduras revestidas de democracia no toleran a los que disienten de sus “principios innegociables” (aborto, eutanasia e ideología de género) y les persiguen con la ley en la mano, a veces metiéndoles en la cárcel como a esa anciana religiosa norteamericana por manifestarse pacíficamente ante un abortorio, y otras condenándoles al ostracismo en el trabajo o incluso desencadenando campañas calumniosas contra él. Pero, sigue diciendo el psicólogo canadiense, a pesar de eso los costos de hablar son menores que los de quedar callado y si esos costos son altos, significa que la situación ya es grave y va a empeorar cada vez más. Peterson sabe de lo que habla, pues un tribunal de su país le condenó a ser “reeducado”, como si fuera el régimen comunista chino, si quería mantener su licencia de psicólogo, por haberse opuesto a la ideología de género.

            Esta semana habrá elecciones en tres Estados federados de Alemania y se espera un fuerte auge del partido de la extrema derecha. Muchos se llevan las manos a la cabeza y temen el regreso de un nuevo Hitler. No se dan cuenta de que esos votantes están reaccionando contra los errores cometidos por los políticos de izquierda e incluso conservadores en asuntos como la inmigración ilegal. Lo mismo ha pasado en Suecia y está sucediendo en Francia. Hay mucha gente que está harta de ideologías que se imponen con la fuerza de las dictaduras y eso le lleva a recurrir a la violencia, como pasó hace unas semanas en Inglaterra. Pero la culpa no está sólo en los que imponen esas ideologías, sino también en los que callaron cuando debían haber hablado porque no era políticamente correcto decir algo, o en los que votaron al mal mayor porque decían que al, al fin y al cabo, la otra opción era también un mal, aunque fuera un poco menor. Las posiciones extremistas surgen siempre como una reacción a otras posiciones extremistas, pero la culpa en parte está en aquellos que, rechazando los extremos, fueron cobardes y se callaron cuando debían haber hablado o votaron para apoyar partidos que defendían cosas buenas cerrando los ojos a las muchas cosas malas que también defendían y que hacían intolerable que se les votara. Esto vale para todos los países, empezando por el mío, España, y vale desde luego para los Estados Unidos, que se dirige soberbiamente hacia la destrucción, con el apoyo de muchos católicos practicantes. Es injusto tener que elegir entre dos males, pero es mucho peor elegir el mal mayor simplemente porque te conviene a corto plazo o porque te cae bien el líder que lo representa.            

Y esto, que vale para la política, vale también en la Iglesia. Qué pocas son las voces que se alzan, sin estridencias, contra los abusos y la confusión que padecemos. Se limitan a hablar bajo por temor a perder el cargo y no ven, o no quieren ver, que su silencio es cómplice tanto con la continuidad de lo que va mal como con las reacciones de aquellos que se han ido a los extremos, hartos de aguantar los abusos que se les imponen. Para mí siguen valiendo aquellos versos de Pemán, en el “Divino Impaciente”: “Soy más amigo del viento, señora, que de la brisa. Hay que hacer el bien deprisa, que el mal no pierde momento”. Aunque hacer ese bien, e incluso hacerlo deprisa, suponga pagar un alto precio.