Del espíritu del Concilio al espíritu del Sínodo

1 de noviembre de 2024.

            El Sínodo de la Sinodalidad ha terminado. Los que preveían grandes cambios hace dos años, tanto los conservadores que los temían como los liberales que los promovían, se han quedado insatisfechos. Para unos, el resultado no ha sido bueno, pero ha sido menos malo de lo que podía haber sido. Para los otros, el resultado tampoco ha sido bueno, pero han sacado algo, a lo que se aferrarán desde ahora. Eso que han sacado los liberales no está en lo que aparece en el documento final, sino precisamente en lo que no aparece escrito en él. Aunque no ha sido el Concilio Vaticano III que pretendían, se parece al Vaticano II en algo, en que se presta a las interpretaciones. Después del último Concilio lo que se aplicó en muchos sitios de Occidente fue lo que se llamó y se sigue llamando el “espíritu del Concilio”. Los liberales estaban decepcionados de lo conseguido, debido sobre todo a la resistencia numantina que hizo San Pablo VI, y se pusieron manos a la obra para aplicar el Concilio no siguiendo lo escrito en sus decretos y Constituciones, sino según lo que a ellos les hubiera gustado que estuviera en esos documentos. Se aplicó entonces lo que Benedicto XVI denominó “hermenéutica de ruptura”, que implicaba en la práctica un abandono de la Palabra y de la Tradición, llevando a cabo una aplicación extrema y salvaje de la reforma litúrgica, o un desarrollo cada vez más protestante del dogma y de la moral. Si la llamada “escuela de Bolonia” propugnaba abiertamente una nueva Iglesia según ese “espíritu del Concilio”, no ha hecho falta en muchos sitios y en muchos aspectos que eso triunfara oficialmente, porque es lo que se ha conseguido en la práctica. Ahora, ese “espíritu del Concilio” va a ser sustituido por el “espíritu del Sínodo”, a fin de aplicar lo que simplemente se dice que debe ser estudiado, anticipándose a lo que al final se decida en las comisiones encargadas de estudiarlo. Los cardenales McElroy y Cupich ya han tomado la delantera y han anunciado que lo van a hacer en sus Diócesis, aunque aún no hayan dicho aún en qué consiste lo que van a hacer.

            Sin embargo, la mayor sorpresa del Sínodo ocurrió cuando éste acabó. Siendo el Sínodo un órgano consultivo que se ofrece al Papa para que él se base en sus recomendaciones para publicar una exhortación apostólica, el Papa anunció que no escribiría esa exhortación y que daba al documento final del Sínodo el rango de Magisterio ordinario. Por primera vez, por lo tanto, un texto en el que han intervenido no sólo con voz sino también con voto laicos -hombres y mujeres-, así como sacerdotes y religiosos, se convierte en Magisterio de la Iglesia. Y ahí surge la primera pregunta, ¿cómo se va a aplicar ese nuevo Magisterio? Un destacado canonista alemán ha dicho que del documento final no se pueden extraer de forma automática normas prácticas, sino que éstas deberán ser promulgadas después de un cuidadoso estudio hecho por especialistas. Por eso, lo que ahora harán los liberales será apoyarse en la relativa ambigüedad de los textos para conseguir en la práctica lo que, la minoría conservadora presente en el Sínodo, logró impedir que se pusiera en el documento final.

            Hay dos cuestiones en las que se va a dar la batalla. La primera es la del papel de la mujer en la Iglesia. Descartado, de momento, lo de las diaconisas, en buena medida por el rechazo frontal del Papa Francisco, se habla de crear un nuevo ministerio laical que permita a los laicos -hombres y mujeres- llevar a cabo cosas hasta ahora reservadas a los diáconos y sacerdotes, como celebrar bautizos y predicar en las misas. Es muy probable que esto se consiga. Pero también es muy probable que no satisfaga en absoluto a los liberales, porque todo el debate en torno al papel de la mujer en la Iglesia se ha planteado en términos de poder, llegando a expresarlo claramente. Y el poder, para ellos, no está en la santidad ni en el servicio, sino en el control de las instituciones. Por lo tanto, no hay que engañarse: no estarán satisfechos hasta que no haya una papisa, precedida por una corte de obispas, sacerdotisas y diaconisas. Todo lo que les den lo aceptarán para pedir inmediatamente más. Si se quiere evitar el cisma permitiendo que las mujeres prediquen en misa, no se va a conseguir, porque eso les resulta absolutamente insuficiente.

            La segunda cuestión ha sido la del carácter que deben asumir los Consejos. Hasta ahora, esos Consejos -pastorales o económicos, parroquiales o diocesanos- han sido siempre consultivos y ahora se dice que deben ser deliberativos, aunque se deja la posibilidad de que el sacerdote u obispo pueda rechazar lo que aprueben, pero exigiéndole que argumente el motivo de su rechazo. La pregunta inmediata es cómo se van a elegir esos Consejos. ¿Los laicos que formen parte de ellos los elegirán los párrocos o los obispos? ¿Serán, de oficio, los representantes de los movimientos o ministerios parroquiales o diocesanos, y quién designará a éstos? ¿En los Consejos deliberativos diocesanos, tendrá que haber un representante por parroquia y por cada movimiento aprobado en la Diócesis? Eso introduce inevitablemente un sistema democrático en la Iglesia, con todo lo que lleva consigo: promesas y campañas electorales. Esos laicos que integren los Consejos, ¿qué preparación teológica tendrán? He escuchado a varios obispos que han participado en el Sínodo quejarse de la poca preparación de muchos de los que han intervenido, cuyas aportaciones -y exigencias- no estaban basadas en la Palabra de Dios o en la Teología, sino en lo que opina el mundo. Y, si pasamos del ámbito diocesano al de la Iglesia universal, ¿tendrá el Papa un Consejo consultor deliberativo integrado no sólo por el pequeño grupo de cardenales, elegido por él, que ahora le asesora, sino también por sacerdotes, religiosas y laicos? ¿Quién los nombrará a ellos? ¿Serán los representantes de los Movimientos, de las Conferencias Episcopales o habrá votaciones para decidir quién va a estar en ese exclusivo grupo de asesores del Pontífice? Espero que alguien con un poco de sentido común se dé cuenta del caos al que nos va a abocar todo esto, tanto en lo que hace referencia a unos ministerios laicales que siempre dejarán insatisfechos a los liberales hasta que no se consiga que una mujer sea papisa, como a la sustitución de los Consejos -que son muy útiles en tanto que son Consejos y no otra cosa- por órganos de auténtico gobierno de la Iglesia, desde sus estructuras más básicas hasta las más altas. Si el “espíritu del Concilio” trajo la hermenéutica de ruptura con la Iglesia anterior, este nuevo “espíritu del Sínodo”, en la medida en que se aplique como desean los liberales, lo que traerá es confusión y desgobierno. Y eso va a implicar inevitablemente una aún mayor pérdida de unidad en la Iglesia, más división y más alejamiento de la petición que Nuestro Señor le hizo al Padre después de la Última Cena: “Que todos sean uno, como Tú y Yo somos uno, para que el mundo crea”. Sin unidad no hay evangelización posible. Y no puede haber unidad donde se rompe con la Palabra, con la Tradición y con el sentido común.