15 de noviembre de 2024.
La semana próxima, más de mil edificios, iglesias y monumentos de todo el mundo se van a iluminar de rojo. No es un homenaje a la victoria de Trump en Estados Unidos, aunque el rojo sea en ese país el color del Partido Republicano. Se trata del color de la sangre y es fruto de una iniciativa de Ayuda a la Iglesia Necesitada, que surgió en Brasil en 2015, para recordar a todos, sobre todo a los indiferentes, que el martirio y la persecución que sufren los cristianos sigue existiendo e, incluso, va a más cada día. Más de 365 millones de cristianos sufren algún tipo de persecución por causa de su fe, lo que equivale a uno de cada siete. Donde es más fuerte la persecución es en Asia, donde la sufren dos de cada cinco -casi la mitad, por lo tanto-; en África es uno de cada cinco y en Hispanoamérica es uno de cada dieciséis, que aunque pueda parecer poco es muchísimo; en ese continente están países como Nicaragua, donde centenares de sacerdotes han sido expulsados del país y la represión se ceba ahora en los líderes laicos de las comunidades. En el año 2024, fueron asesinados en el mundo 4.998 cristianos, 4.125 fueron detenidos y casi 15.000 iglesias fueron atacadas y muchas incendiadas. De los diez primeros países donde la persecución es más dura y sangrienta, nueve -el otro es Corea del Norte- son de aplastante mayoría musulmana. Parece que sirven de poco los documentos firmados por sus líderes, pues no resultan muy eficaces a la hora de controlar a los carniceros de Boko Haram y similares.
La sangre de los mártires debería producir en nosotros también una subida del color rojo, me refiero al de la vergüenza que tendría que cubrir nuestro rostro, sobre todo si reflexionamos sobre la tibieza con que vivimos nuestra fe y el poco ardor que demostramos a la hora de ser testigos de Cristo en una sociedad que nos mira con indiferencia o desprecio y que hasta hace poco era manifiestamente cristiana. Un ejemplo de esto es el estudio sociológico publicado por la Conferencia Episcopal Italiana; según este estudio, aunque el 72 por 100 de los italianos se considera católico, poco más de la mitad cree en la vida eterna. El rojo que debería cubrir el rostro de los agentes de pastoral -y no solo en Italia- no es la de la sangre del martirio, sino el de la vergüenza. Es culpa nuestra que se haya hecho silencio sobre este punto esencial de la Fe, basado en la muerte y resurrección de Cristo. Fue no sólo lo que primero se transmitió y escribió del mensaje evangélico, sino lo que hizo que enemigos feroces del cristianismo como San Pablo se convirtieran en grandes apóstoles. Todos deberíamos leer y saber casi de memoria el capítulo 15 de la 1ª carta a los Corintios, pero estamos aún bajo la venenosa influencia marxista que declaraba a la religión opio del pueblo precisamente porque hablaba de la vida eterna, como consecuencia de lo cual se dejó de hablar de ello y se le dio así el triunfo al enemigo, pues eso, que se olvidara que hay vida eterna, es lo que pretendía.
Una especial vergüenza les tendría que dar, si aún tuvieran la posibilidad de sentir algo parecido, a la mayoría de los obispos alemanes, de los cuales el Papa dudó públicamente que fueran católicos, durante su reciente viaje a Bélgica. Es verdad que el Pontífice usó la ironía cuando afirmó eso y que lo dijo a modo de broma, pero me parece que de fondo había una duda razonable. Lo demuestra la noticia que se ha sabido esta semana: el teólogo Magnus Striet, profesor de Teología Fundamental en la Universidad de Friburgo y uno de los dos teólogos asesores del Episcopado alemán, ha declarado públicamente que ya no cree en la enseñanza de la Iglesia sobre la salvación y la encarnación. “¿Se puede creer seriamente -se pregunta este teólogo, que aun sigue en su puesto después de haber preguntado esto- que, después de 13.800 millones de años, que es la edad de este universo, Dios se hizo hombre para encontrarse con los humanos en forma humana?”. Striet, que es el ideólogo de la nueva moral sexual que promueven los cato-protestantes, reclama que se establezca un debate sobre si es posible seguir creyendo lo que profesamos en el Credo.
Pero mientras estos intelectuales que han perdido la fe, pero que viven muy cómodamente con un buen sueldo pagado por los que aún tienen fe, dicen esto y promueven una Iglesia sin fe, miles de cristianos dan la vida por la fe de la que ellos se burlan. La sangre de los mártires, sin embargo, no les salpica ni les avergüenza, porque según ellos están muriendo por una superchería y un mito, ya que en realidad ni hubo encarnación de Cristo, ni Él es nuestro salvador, ni hay resurrección. Y estos, que han perdido la fe si es que alguna vez la tuvieron, están siendo promovidos para ser nuestros maestros y nuestros dirigentes. Pero la verdad, que es Cristo, no está en sus teorías cínicas, sino en el amor y en el valor de los que prefieren morir por Cristo antes que vivir sin Él. El valor de los mártires vencerá al cinismo de los que no tienen vergüenza.