29 de noviembre de 2024.
Esta semana se está celebrando en Roma un congreso dedicado a la encíclica de San Juan Pablo II “Fides et Ratio“ (Fe y razón). En septiembre se cumplieron 25 años de su publicación y tres Universidades Pontificias romanas -el Angelicum, la Santa Cruz y la Gregoriana- se han unido para recordar uno de los grandes textos del santo Papa polaco. Aquella encíclica estuvo dedicada a profundizar en la relación entre la fe y la razón, mostrando los riesgos que hay de que la una se desarrolle sin la otra. Una fe que prescindiera de la razón dejaría al creyente en manos de las supersticiones, del fanatismo y de las sectas. Pero una razón que estuviera cerrada a la fe y la considerara como inútil estaría ignorando la dimensión espiritual del ser humano y se olvidaría, con grave daño, de aquello que dijo Pascal: “el corazón tiene razones que la razón ignora”. Si la fe, alejada de la razón o enfrentada a ella, lleva al hombre por el camino del absurdo, la razón alejada de la fe termina por producir los monstruos que Goya plasmó en uno de los aguafuertes de la serie Los Caprichos. Si en las décadas anteriores muchos hombres de ciencia creían poder explicarlo todo a base de investigación y experimentos, hoy la mayoría de ellos son más humildes y, sabiendo mucho más que los que les han precedido, son conscientes de que existe un misterio que ni los microscopios ni el bisturí pueden rasgar. Antes, en la época de la prepotencia de los que creían que Dios había muerto y había sido sustituido por la razón humana, los libros de ciencia se titulaban: “compendio de….”. Hoy sólo se atreven a llamarlos “introducción a….”. San Juan Pablo II, con la valiosísima colaboración del entonces cardenal Ratzinger, nos enseñó que la fe, auxiliada por la Revelación, nos impide caer en los errores y horrores de los que justificaron las acciones humanas más inhumanas, como el Holocausto, o de los que ahora, en contra de toda evidencia científica, siguen afirmando que el ser humano no empieza en la concepción, sino cuando al legislador le parece más conveniente para sus intereses. El “credo ut intelligam” (creo para entender) de San Anselmo de Canterbury se complementa con el “intellego ut credam” (entiendo para creer), de forma que, ambas unidas, ayudan al hombre a encontrar las respuestas a las preguntas esenciales de la vida, las que dan sentido a la existencia.
Para un católico, la fe no sólo no está reñida con la razón, sino que se sirve de ella para avanzar todo lo posible en el conocimiento y, cuando llega al límite de lo que la razón puede enseñar, se le abre el horizonte infinito de la sabiduría de Dios, de la sabiduría de la Cruz, de la sabiduría que, siendo la Verdad plena, se pasó treinta años ejerciendo el humilde oficio de carpintero. Un católico siempre debería hacer suyo el brindis de San John Henry Newman, cuando rodeado de sus amigos, festejaba su paso del anglicanismo al catolicismo: “Brindo por el Papa y por mi conciencia”. O aquellas otras palabras suyas con las que rebatía a los que le decían que, al convertirse, había renunciado a pensar por sí mismo: “Al entrar en la Iglesia no se nos pide que nos cortemos la cabeza, sólo se nos pide que nos quitemos el sombrero”.
También en nuestra época algunos pretenden que nos cortemos la cabeza y que nos sometamos al capricho de los que mandan, no porque consigan convencernos -lo cual, por lo general, ni siquiera lo intentan, porque no tienen la capacidad intelectual para ello-, sino porque coaccionan y amedrantan para conseguir no ya la aquiescencia a un argumento de autoridad, sino la más vulgar sumisión al que tiene el poder y lo ejerce sin contemplaciones. Por eso es de agradecer y se recibe como una bocanada de aire fresco que se recuerden obras de San Juan Pablo II, como la encíclica “Fides et ratio”, en un momento en el cual hasta la mera mención del santo Papa polaco es vista por algunos como un acto de rebeldía. Que se hayan puesto de acuerdo tres importantes Universidades romanas en sacar del olvido este texto y que las tres representen otros tantos estilos de investigación y enseñanza -el Angelicum de los dominicos, la Santa Cruz del Opus Dei y la Gregoriana de los jesuitas-, es una bocanada de aire fresco que aleja un poco las miasmas del temor y abre una pequeña ventana a la esperanza. En la Iglesia, a pesar de algunos y gracias a Dios, todavía hay libertad y pensamiento y todavía podemos repetir el brindis de San John Henry Newman: “Por el Papa y por mi conciencia”. Pidámosle al Señor que este brindis podamos hacerlo siempre.