20 de diciembre de 2024.
Está a punto de inaugurarse el Año Jubilar, con motivo del 2025 aniversario del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Es ya una tradición en la Iglesia que, con motivo de fechas redondas, como los 25, 50, 75 o 100 años se celebren este tipo de eventos, aunque yo preferiría que el Año Santo hubiera comenzado el 25 de marzo, en lugar del 25 de diciembre, pues fue ese el día en que Nuestro Señor se hizo hombre en el seno de la siempre virgen María. Ella no empezó a ser madre desde el momento del parto, sino que lo fue desde el momento de la concepción, como el resto de las madres. Haber cambiado la fecha serviría para dejar constancia ante el mundo de algo que avala la ciencia: desde la concepción hay ya un ser humano diferente de sus progenitores, aunque necesite nueve meses de hospedaje en el vientre materno.
Este Año Jubilar va a estar dedicado a la esperanza por decisión del Papa. Me parece una idea brillante, porque nos va a permitir fijar nuestra atención sobre una virtud siempre necesaria y hoy urgente. En un mundo que está de nuevo al borde de una guerra mundial, pero esta vez con consecuencias devastadoras, es imprescindible recuperar la esperanza. Es imprescindible para aquellos sitios donde esa tercera guerra mundial se está librando ya -una guerra a trozos, como dice el Papa-, como sucede en Ucrania o en Siria, o para las naciones donde la dictadura muestra su rostro más cruel, como en Nicaragua, en Cuba o en Venezuela. Es necesario también dar esperanza a países que, por su culpa, están abocados a la muerte o, al menos, a cambios muy radicales en su estructura social, como les sucede a tantos del mundo occidental, donde cada vez hay menos niños y donde se aprueban leyes para acabar, de una forma o de otra, con enfermos y ancianos. La esperanza no defrauda, decía San Pablo, y tenía razón.
Pero un Año Jubilar dedicado a la esperanza podría convertirse en una oportunidad perdida si se olvida que no es la primera en el orden de las virtudes teologales. Va precedida por la fe, en sus dos dimensiones: la racional, que nos lleva a aceptar las enseñanzas de la Iglesia, y la espiritual, que nos lleva a abandonarnos en Dios y a confiar plenamente en Él. Un católico le dice al Señor, en primer lugar: “yo creo”; para añadir: “yo confío”, y seguir por “yo espero”, a fin de culminar en el “yo amo”, que es la virtud que no pasará nunca y que, a su vez tiene dos dimensiones: “yo te amo” y “yo le amo”; yo te amo a ti, Dios mío, primer amor de mi vida, y por amor a ti yo amo a mi prójimo, incluido a mi enemigo.
Por lo tanto, una esperanza que no va precedida por la fe –“yo creo” y “yo confío”- es una esperanza engañosa. ¿Cómo puedo yo esperar lo mismo que el teólogo alemán, asesor de la Conferencia Episcopal de ese país, que dice que le parece absurdo que Dios se haya hecho hombre? Si la esperanza se basa, ante todo, en el cumplimiento de las promesas de Cristo -no abandonaré mi Iglesia, consolaré a los que vengan a mí, perdonaré a quién me pida perdón y habrá vida eterna con Dios para todo aquel que muera en gracia-, ¿cómo vamos a esperar lo mismo los que creemos en la vida eterna que los que no lo creen? ¿o los que buscamos consuelo y ayuda en la Eucaristía, porque creemos y sabemos que allí está Cristo, en cuerpo y alma, en humanidad y divinidad, que aquellos otros que piensan que es una mera presencia simbólica y, por eso, no se le puede negar a nadie? ¿cómo vamos a esperar lo mismo los que creemos que la Palabra de Dios y la Tradición son las únicas fuentes de la Revelación, que los que opinan que hay una tercera fuente a través de la cual Dios habla -la opinión pública- y que es más importante que las anteriores?
Sin una fe común no puede haber una esperanza común y, sin ambas, tampoco es posible una caridad común, pues para unos la caridad empezará por el amor debido a Dios y para otros se reducirá a servicios sociales. Por eso es imprescindible poner bien los cimientos de la casa, construirla sobre la roca que es Cristo, para poder decir después: yo confío, yo espero, yo amo.
En ese sentido, me ha parecido providencial que esta misma semana el Papa haya decidido canonizar a las mártires carmelitas de Compiègne, víctimas de la revolución francesa, pero, en el fondo, víctimas de una ideología que se llamó la Ilustración y que llevó a una prostituta en andas y en procesión para colocarla en el lugar de la Santísima Virgen en la catedral de Notre Dame de París e inaugurar allí el culto a la “diosa razón”. Aquellas mujeres mártires, que tan magistralmente describió Bernanos en su “Diálogo de carmelitas”, murieron llenas de esperanza -fueron cantando himnos hasta la mismísima guillotina-, porque tenían fe. Creían, confiaban, esperaban y amaban. Para que este año Jubilar sea, de verdad, una oportunidad para la esperanza debemos recuperar la fe común. De lo contrario, la esperanza de la que hablaremos será de otro tipo, pero no será aquella que, vuelvo a citar a San Pablo, nunca defrauda.
Feliz y santa Navidad a todos.