27 de diciembre de 2024.
Dentro de unos días, el 31, vamos a recordar el segundo aniversario de la muerte de Benedicto XVI y su marcha, creemos, al cielo, con el Dios al que tanto amó y al que tanto defendió. Este segundo aniversario coincide con los primeros pasos del Jubileo de la esperanza. Una esperanza que es precedida por la fe y que debe ir seguida por la caridad. Para que la esperanza no defraude debe cumplir una condición esencial: que se base en la fe y que sea consecuencia de ella. La esperanza es la virtud que nos ayuda a disfrutar de lo que aún no tenemos porque estamos seguros de que lo tendremos. La esperanza, por lo tanto, está limitada y reducida al cumplimiento de algo que creemos que vamos a tener y que lo creemos en función de la credibilidad que damos a quien lo ha prometido. Dicho de otra forma, la esperanza es la confianza en que se van a cumplir las promesas hechas por alguien en quien hemos decidido confiar. La cuestión, por lo tanto, se remonta evidentemente a la fe, pero no a una fe en algo, sino a una fe en alguien. Me fío de alguien que me promete algo y porque confío en ese “alguien” estoy seguro de que tendré ese “algo” prometido, que aún no tengo.
En nuestro caso, ese “alguien” es la persona de Cristo. En Él está puesta nuestra fe y está basada nuestra esperanza. Por eso me ha parecido muy interesante y oportuna la publicación de una entrevista hecha a Benedicto XVI cuando aún no era Papa sobre el valor de los estudios bíblicos y, en especial, de la exégesis histórico-crítica para poder conocer quién fue y qué enseñó de verdad Jesucristo. Es una entrevista que no tiene desperdicio, pero de la cual extraigo sólo esta frase: “Son importantes dos cosas: permanecer escépticos ante todo lo que se presenta como ‘ciencia’, y sobre todo confiar en la fe de la Iglesia, que sigue siendo la constante auténtica y nos muestra al Jesús verdadero. El Jesús verdadero es aún el Jesús que nos presentan los Evangelios. Todos los demás son construcciones fragmentarias, que reflejan el espíritu de los tiempos más que los orígenes. Los estudios exegéticos también han analizado cómo a menudo las diferentes imágenes de Jesús no son datos científicos, sino más bien un espejo de lo que cierto individuo o cierta época consideró como un resultado científico». Sólo podemos esperar que se cumpla lo prometido cuando estamos seguros de que el que lo ha prometido lo cumplirá y eso sólo sucederá cuando, o bien tenemos un conocimiento personal del autor de las promesas, que está todavía vivo, o bien cuando, habiendo fallecido éste y no habiéndole conocido personalmente mientras vivió -como es el caso de Cristo, muerto hace casi dos mil años-, podemos estar seguros de que de verdad existió y de que lo que se dice de Él es cierto. La esperanza, por lo tanto, remite a la fe en el Señor y la fe está basada en lo que la Escritura nos dice de Él. Si se parte del principio de que es una historia más o menos inventada, ni nuestra fe ni nuestra esperanza tienen sentido. De eso fue de lo que se percató el teólogo Ratzinger y sobre eso habla en el luminoso prólogo del primer volumen de su obra sobre Cristo. Si San Pablo, que estuvo en contacto directo con los apóstoles y que recibió la iluminación del camino de Damasco dijo: “Sé de quién me he fiado”, nosotros también podemos decirlo, con razón y argumentos, fiándonos, como dice el Papa Benedicto, de que “el Jesús verdadero es el que nos presentan los Evangelios” y que “todo lo demás son construcciones fragmentarias que reflejan el espíritu de los tiempos”, “más bien un espejo de lo que cierto individuo o cierta época consideró como un resultado científico”. Le faltó añadir que esas consideraciones tenían una motivación: hay que destruir la figura de Cristo, poniendo en duda su historicidad o la autenticidad de sus enseñanzas, porque lo que enseña no nos gusta. Sería algo así como un intento de matar, o al menos desacreditar, al mensajero porque el mensaje que trae no nos conviene.
Con respecto a estos primeros pasos del Año Santo, me han gustado mucho las palabras del Papa Francisco en el ángelus de esta semana, trasladado al jueves debido a la Navidad y que coincidió con la fiesta de San Esteban, el primer mártir. En su intervención, toda ella excelente, el Papa invitó a hacerse estas preguntas: “¿Siento el deseo de que todos conozcan a Dios y se salven? ¿Quiero también el bien de los que me hacen sufrir? ¿Me intereso y rezo por tantos hermanos y hermanas perseguidos por la fe?”. Para sentir el deseo de que todos conozcan a Dios y se salven, es imprescindible creer que la vida eterna existe -una de las promesas de Cristo-, creer que esa salvación es posible gracias al perdón de los pecados -otra promesa de Cristo- y que ha sido Cristo el que nos ha abierto las puertas del cielo con su muerte expiatoria y redentora -un hecho histórico y esencial del relato evangélico-. ¿Cómo voy a vivir según las enseñanzas de alguien del que dudo, tanto de su existencia como de la autenticidad de sus enseñanzas? Y, más aún, ¿cómo voy a estar dispuesto a sufrir la tortura y la muerte por él? Sólo puedo sentir el deseo de que todos conozcan a Dios y se salven, como nos pide el Papa, cuando estoy seguro de que Dios existe, de que Cristo es Dios, de que lo que enseñan los Evangelios es verdad aunque en aquel tiempo no hubiera grabadora, de que hay vida eterna y de que esa vida eterna será con Dios y no con el demonio si acepto la redención de Cristo estando en comunión con Él, estando en gracia, al menos en el momento de mi muerte.
La esperanza no defrauda porque Cristo no defrauda y el Cristo de los Evangelios no defrauda porque es el verdadero. Gracias Ratzinger. Nunca te agradeceremos lo suficiente haber sido el canal por el que la luz de Dios llegó a nuestras vidas en un tiempo de oscuridad como el nuestro.