Una Iglesia sin fuego

3 de enero de 2025.

            La última fiesta de la Navidad es la Epifanía -en España, la fiesta de los Reyes Magos, un día lleno de ilusión para los niños y de gozo para los padres-, en la que recordamos la manifestación de Cristo a todos los pueblos de la tierra, como Dios y hombre verdadero, como salvador y redentor universal. La Epifanía es, por lo tanto, la primera fiesta misionera. Será seguida a poca distancia por la del Bautismo del Señor, en la que veremos ya a Jesús iniciando su vida pública y recibiendo el apoyo explícito del Padre y del Espíritu Santo.

            La Epifanía nos invita a preguntarnos qué estamos haciendo para evangelizar. La historia de la Iglesia está llena de grandes misioneros, los primeros de los cuales fueron los propios apóstoles. Desde San Francisco Javier a San Daniel Comboni, pasando por San Junípero Serra, San Antonio María Claret, San Eugenio de Mazenod, Santa Francisca Cabrini y tantos otros, han sido cientos de miles los religiosos, hombres y mujeres, que han dejado su patria y su zona de confort para llevar el mensaje de Cristo a pueblos lejanos y, con frecuencia, hostiles. Sus esfuerzos y su sangre han sido la semilla de nuevos cristianos. Gracias a Dios y a ellos, hoy la Iglesia católica es realmente universal y no se ha quedado reducida a una pequeña secta judía. Pero ¿qué tenían en común todos ellos? A todos les invadía el fuego del Espíritu Santo, la pasión por llevar la Palabra de Dios hasta el “Finisterre”, hasta el último rincón de la tierra, el convencimiento de que Cristo y sólo Cristo era el Salvador y que, tanto para encontrar la felicidad en esta vida en la tierra como para la salvación eterna, era necesario recibir el bautismo y comportarse según las enseñanzas del Señor. Benedicto XVI fue claro al afirmar que la pretensión más provocativa del catolicismo es que tiene la plenitud de la verdad y eso lo creyeron desde el primero al último de los misioneros. Cristo es la verdad plena, es el camino que, a través de la verdad, nos conduce a la vida, a la auténtica vida. Para salvar los cuerpos -a través de la acción social que siempre se llevó a cabo en las misiones-, tanto como las almas, los misioneros entregaron su vida y desafiaron enfermedades y peligros, pagando muchos de ellos el precio del martirio.

            Ortega y Gasset decía que “lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa”. No estoy de acuerdo. Creo que es fácil saber qué es lo que nos está pasando: hemos perdido el entusiasmo, el celo que devoraba a Cristo cuando expulsó a los mercaderes del templo. Hemos perdido el convencimiento de que Jesús y sólo Él es el Redentor. Hemos dejado de creer que lo mejor que podemos hacer por un ser humano no es darle pan o medicinas, aunque eso también debamos hacerlo, sino ayudarle a que se encuentre con Cristo, su único salvador. Hemos dejado de creer que en la Iglesia está la plenitud de la verdad y que ese tesoro no se ve empañado por los pecados de los que formamos parte de ella. En una Iglesia en la cual, como decía el cardenal Müller en un brillante artículo sobre la Navidad, “sin una respuesta clara por parte de los obispos responsables, un profesor de teología del suroeste de Alemania puede negar formalmente la encarnación y cuestionar el valor salvífico de la muerte en la cruz de Cristo”, el espíritu misionero, incluida la transmisión de la fe en la familia o a través de las parroquias, ha desaparecido por completo. “Parecen no darse cuenta -añade Müller- de que están poniendo en juego el contenido central de la fe cristiana. No oyen ni ven la sierra cortando la rama sobre la que se apoya la burocracia eclesiástica que los sustenta”.            

Mientras tanto, a nuestro alrededor, se multiplica la violencia de esos con los que en teoría compartimos la fe en un único Dios -los atentados terroristas de esta Navidad en Magdeburgo o en New Orleans-, pero que están convencidos de que su religión es la única verdadera y avanzan por doquier haciendo prosélitos tanto como teniendo hijos. Mientras tanto, nuestras dudas en el valor absoluto de lo que tenemos, hace que nuestros enemigos no teman en atacarnos derramando nuestra sangre -como en los atentados de esta Navidad en África- o burlándose de Cristo y de nosotros -como ocurrió en la inauguración de los juegos olímpicos de París o en la transmisión de las campanadas de fin de año por parte de la televisión pública en España. Lo que nos pasa es que hemos perdido la fe en Cristo, en que Él es el Dios hecho hombre, en que Él es el único Redentor, en que Él es la plenitud de la verdad. Hemos perdido la fe en que la Iglesia, a pesar de los pecados incluso graves de muchos de sus miembros, sigue siendo santa y sigue siendo sacramento de salvación. Hemos perdido la fe en la fe, hemos perdido la fe en que tener fe en Cristo es lo mejor que nos puede ocurrir. Hemos perdido la fe en que existe la vida eterna y en que seremos juzgados por nuestras obras cuando llegue el momento de la muerte. Sin esta fe, ¿cómo vamos a evangelizar? ¿cómo va a haber jóvenes que se sientan atraídos por una religión tibia que ha dejado de creer en sí misma? Hasta que el fuego del Espíritu Santo no nos devore de nuevo, estaremos condenados a languidecer mientras vemos como cae casa tras casa (como se pierde la fe en las familias) y como se cierran iglesias tras iglesias. La Iglesia no va a desaparecer. Siempre quedará un resto fiel, pero será muy pequeño. Y a partir de ahí, como decía proféticamente Benedicto XVI, habrá que volver a empezar. Por mi parte, mientras me quede un soplo de vida, gritaré con todas mis fuerzas que Cristo es Dios y hombre verdadero, que Él es la verdad y que esa verdad reside en su plenitud en la Iglesia católica, que hay vida eterna y que María, la Inmaculada, la siempre Virgen, es la Madre de Dios y madre nuestra. Pido al Señor que el regalo que me traigan y que nos traigan los reyes magos sea precisamente este: la pasión por amar y defender a Cristo y por llevar su mensaje salvador a los confines de la tierra.