10 de enero de 2025.
Esta semana ha tenido tres noticias relevantes, una de las cuales puede cambiar significativamente el ejercicio del gobierno en la Iglesia católica.
En el orden de aparición, no de importancia, la primera noticia fue el cambio del cardenal de San Diego, McElroy, a Washington, para sustituir al jubilado cardenal Gregory. McElroy es uno de los cardenales norteamericanos más decididamente liberal y, como tal, más en oposición a la política que Donald Trump quiere aplicar en cuanto gobierne su país, que será dentro de pocos días. Hay que decir que se trataría de una respuesta a otro nombramiento, en este caso por parte de Trump, el del embajador ante la Santa Sede, recaído en un laico que ha sido el gran recaudador de votos católicos para el nuevo presidente y que fue visto como un abierto desafío al Pontífice. El nombramiento de McElroy sería una respuesta del Papa aceptando ese desafío e indicando con ello que no se va a plegar a las tesis conservadoras del nuevo presidente, al menos en materias como la inmigración o la ideología transgénero, que Trump quiere combatir a toda costa.
Casi a la vez nos enterábamos de una noticia que tiene un gran alcance teológico: el nombramiento de una mujer para presidir un Dicasterio vaticano, en este caso el de Religiosos e Institutos Seculares. Se trata de la hermana Simona Bambrilla, que ejercía de secretaria de ese mismo Dicasterio. No se le puede hacer ni un solo reproche a la hermana Simona desde el punto de vista de su capacidad de gobierno y mucho menos aún de sus cualidades personales. Su amabilidad y buen trato es tan grande como su competencia para el cargo que ha ejercido brillantemente y para el que ahora deberá ejercer, como había demostrado mientras fue la superiora general de las misioneras de la Consolata. La cuestión no está en si una mujer puede dirigir un Dicasterio de la Santa Sede, sino en algo que está directamente unido a ello y que puede tener consecuencias decisivas para el futuro inmediato de la Iglesia. Hay que decir, para entenderlo, que llevamos unos años debatiendo sobre si el ejercicio del gobierno en la Iglesia está unido o no al sacramento del orden sacerdotal. La teología enseña que, con ese sacramento, el hombre que lo recibe adquiere tres “munus” o mandatos: el de santificar (mediante los sacramentos), el de enseñar (mediante la predicación) y el de gobernar. Pero el cardenal jesuita Ghirlanda lleva años defendiendo que el gobierno debe separarse del sacerdocio pues no depende del sacramento sino del mandato que dé el Papa a quien él quiera; según este canonista, sólo en el Papa reside el gobierno de la Iglesia y él lo da a quien le parece bien, sea un laico, un obispo o un sacerdote. A esa tesis se han enfrentado grandes pesos pesados de la teología, como el cardenal Müller, del gobierno de la Iglesia, como el cardenal Ouellet -que lo rechazó mientras aún era prefecto de la Congregación para los Obispos- e incluso hubo rechazo desde el sector liberal, pues el cardenal Kasper advirtió enseguida que si eso se hiciera la Iglesia quedaría aún más dividida de lo que está y el poder que ya tiene el Papa sería más que absoluto. Si el nombramiento de la excelente y cualificada hermana Simona significa que triunfan las tesis de Ghirlanda, no tardarán en nombrarse mujeres para estar al frente de las parroquias, quedando los sacerdotes como empleados a sus órdenes y bajo su control también en la predicación, relegados sólo a la celebración de los sacramentos, lo cual generaría una crisis sin precedentes entre las filas del clero.
Sin embargo, no todos lo ven así. Un interesante artículo de Ed Condon, en la revista conservadora “The Pillar”, plantea la posibilidad de que, quizá, pueda tratarse de un intento de dar a la mujer más protagonismo en el gobierno de la Iglesia -para contentar a los que piden el sacerdocio femenino- mientras que se limita su poder en aquellos aspectos que afectarían al “munus” de gobierno ligado al sacerdocio. Esta limitación vendría dada por el nombramiento de un pro-prefecto en la persona del cardenal salesiano Ángel Fernández, también sobradamente preparado para el cargo pues fue el superior general de la congregación quizá más importante en este momento en la Iglesia, los salesianos. Los dos nombramientos son igualmente insólitos: una mujer como prefecto y un cardenal como pro-prefecto, lo cual podría ser entendido como un subalterno suyo o, y eso es lo que está por ver, como alguien que ejerza el gobierno en todo lo que implique el sacramento del orden sacerdotal, mientras que la hermana Bambrilla lo haría en todo lo que no esté necesariamente ligado a ello. Habrá que ver cómo se ejerce este liderazgo con dos cabezas y si implica un golpe mortal al “munus” de gobierno sacerdotal o, por el contrario, lleva consigo preservar ese “munus”, dejándolo sólo para los sacerdotes, mientras que asigna a las mujeres la posibilidad de gobernar en todo lo que no esté relacionado con el sacramento del orden.
La tercera noticia de la semana, ésta muy desagradable, ha sido la petición al obispo de Toulon, monseñor Rey, de que dimita, cuando aún le faltaban dos años para cumplir la edad de jubilación. El obispo ha aceptado inmediatamente por obediencia al Papa, pero ha recordado que no hay ningún juicio contra él ni ninguna acusación que justifique dicha dimisión forzada. Monseñor Rey ha sido un obispo conservador, de la comunidad del Emmanuel, que ya sufrió dos visitas canónicas y había recibido un obispo coadjutor con capacidad de gobierno, lo cual al parecer no ha sido suficiente. Esta decisión, precedida por otras semejantes, vuelve a plantear cuál es el papel de los obispos en la Iglesia, si son sucesores de los apóstoles o altos funcionarios. No se discute el poder del Papa para destituir a un obispo, sino el hacerlo cuando no ha habido un juicio motivado por acusaciones graves. En todo caso, la dimisión forzada de un prelado es siempre una mala noticia, sea por la causa que sea, y suele causar división en la Diócesis afectada.
En manos de Dios todo. En Él está nuestra esperanza.