31 de enero de 2025.
Los Dicasterios para la Doctrina de la Fe y para la Cultura y la Comunicación han publicado esta semana un excelente documento sobre la Inteligencia Artificial. “Antiqua et nova” (antigua y nueva) es su título. Lo han presentado en una semana convulsa para las empresas que están trabajando en el desarrollo de esta herramienta de conocimiento y comunicación. La aparición de una tecnología china, mucho más barata y competitiva, hizo perder en un solo día 500.000 dólares al gigante norteamericano del sector, Nvidia, y arrastró en su caída a numerosas bolsas mundiales. El volumen de las pérdidas -aunque se han recuperado en parte-, nos da idea de la importancia que las empresas y los gobiernos dan a la Inteligencia Artificial, que se está consolidando ya como la revolución tecnológica más importante de este siglo.
El Vaticano, a través de esos dos Dicasterios, ha subrayado los aspectos positivos que tiene y tendrá la Inteligencia Artificial -por ejemplo, en el campo de la medicina-, pero también ha dado la voz de alarma sobre los numerosos aspectos negativos que lleva consigo. Hace años, San Juan Pablo II dio la bienvenida a los avances científicos, señalando la necesidad de que no se convirtieran en enemigos del hombre que los había creado. “Sí a la ciencia con conciencia”, dijo entonces el Papa polaco. Más o menos, con otras palabras, es lo que ha repetido ahora la Santa Sede, con la diferencia de que las posibilidades de ser utilizada esta técnica con fines destructivos son inmensas. Por ejemplo, en las guerras, o, como han señalado los Dicasterios que han elaborado el documento, en la producción de noticias falsas, con todo lujo de detalles y pruebas; con la Inteligencia Artificial, dice el Vaticano, se podrán hacer audios y vídeos que, puestos en circulación, destruirán el honor e incluso la vida de cualquiera. Por eso la Iglesia reclama que el debate ético acompañe al desarrollo de esta nueva herramienta, antes de que el hombre que la ha creado deje de ser el dueño de ella para convertirse en su esclavo. Las más inverosímiles novelas de ciencia ficción, pueden convertirse en realidad y, después, dar marcha atrás puede resultar imposible. De nuevo hay que decir, con San Juan Pablo II, “si a la ciencia, con conciencia”.
Pero esta semana, y la anterior, se ha producido una noticia que ha levantado un gran revuelo. Todo empezó con la publicación, por un diario español, de una información que daba a conocer que el cardenal Cipriani, antiguo arzobispo de Lima, había sido condenado por la Santa Sede en 2019, por abusos sexuales supuestamente cometidos por él en 1983. El cardenal se defendió con una carta pública, insistiendo en su inocencia y, sobre todo, afirmando que en el juicio en el que se le condenó no estuvo él presente, ni tampoco un abogado defensor suyo. Además, decía que el Papa le había permitido, poco después de ser condenado, seguir llevando a cabo las tareas pastorales normales de un obispo ya jubilado. Al día siguiente, el Vaticano, con una nota de Prensa, desmentía al cardenal y afirmaba que las sanciones que se le impusieron seguían en vigor, pero no desmintió a Cipriani recordándole, por ejemplo, que estuvo en el juicio en el que se le condenó o que fue llamado a testificar y no quiso acudir. En apoyo a la instrucción llevada a cabo por la Santa Sede se manifestaron públicamente tanto el sucesor de Cipriani en Lima, el cardenal Castrillo, como la Conferencia Episcopal de Perú. Tras estas dos declaraciones, de nuevo Cipriani ha hecho pública otra carta, en la que no sólo insiste en su inocencia, sino que vuelve a recordar que no se pudo defender en el juicio en el que fue condenado. Que un acusado diga que es inocente y que su acusador diga lo contrario, es normal. Lo que provocando mucho ruido mediático no es la culpabilidad o la inocencia del cardenal Cipriani, sino la forma en que fue juzgado y condenado. El Vaticano y el propio Papa, han dicho muchas veces que debe preservarse la presunción de inocencia, sin que ello vaya en contra de los derechos de las víctimas. Por eso creo que es pertinente hacerse esta pregunta: ¿qué ocurriría si, ahora o en el futuro, el condenado sin haberse podido defender fuera el cardenal Cupich, o el cardenal McElroy, por citar a dos conocidos cardenales liberales? Es posible que el cardenal Cipriani sea culpable, pero por el bien de la Iglesia y del prestigio de su sistema judicial ¿no sería conveniente que se repitiera el juicio y que, esta vez sí, estuviera presente el acusado con un abogado elegido libremente por él? O bien ¿no convendría que una nueva declaración de la Santa Sede desmintiera a Cipriani y le recordara que si no estuvo en el juicio fue porque no quiso estar?
Rezamos por la Iglesia y por el Papa.