Tiempos recios, tiempos de valor y confianza

4 de abril de 2025.

            El Papa Francisco sigue su recuperación lenta pero continua, según hace saber de vez en cuando el Vaticano. Está en su residencia de Santa Marta, asistido por un equipo médico las 24 horas y sigue recibiendo oxígeno, sobre todo por las noches. Mantiene el aislamiento y, que se sepa, sólo los médicos, enfermos y secretarios particulares tienen acceso a él. Estos últimos le hacen llegar cada día los documentos que necesitan de su revisión personal y de su firma para ser publicados, como por ejemplo los nombramientos de obispos o las tres canonizaciones que ha aprobado esta semana, entre las cuales destaca la de la Madre Carmen, fundadora de las Siervas de Jesús, que será la primera santa venezolana.

            Pero esta semana hemos recordado también a otro Papa. El día 2 de abril se cumplieron 20 años de la muerte de San Juan Pablo II. Ese año, ese día era sábado, víspera de la solemnidad de la Divina Misericordia, que se celebra el primer domingo después de Pascua. No pudo haber elegido el Señor otro momento más oportuno para llevarse al Papa polaco al cielo. Él fue un decidido creyente y difusor de la devoción a la Divina Misericordia, que tanto sostuvo la fe del pueblo polaco durante los durísimos años de las dictaduras nazi y comunista. Si su primera encíclica -Redemptor Hominis- fue para recordarnos que Cristo es el redentor de toda la humanidad, la segunda estuvo dedicada a mostrar el rostro de Dios como el Señor de la misericordia infinita (Dives in misericordia). Ser llevado al cielo cuando litúrgicamente ya se celebraba esa fiesta -era sábado por la tarde- fue un detalle por parte de Dios, que venía a poner su firma de ese modo en lo que, desde siempre pero especialmente a partir de las apariciones a Santa Faustina Kowalska, la Iglesia había enseñado. San Juan Pablo II está en el cielo y desde allí, junto a la legión de santos y capitaneados por la Santísima Virgen María -a la que él tanto amó-, sigue velando por la Iglesia. Este convencimiento, basado en la fe en la Divina Providencia, nos sostiene en la lucha que libramos cada día para no dejarnos arrastrar hacia el pesimismo. Anclados en la confianza en Dios, a veces ciega y por eso más auténtica, asistimos al espectáculo de una Iglesia que, en muchos aspectos, parece sumida en una crisis casi irreparable. ¿Cómo han podido cambiar tanto las cosas en tan sólo 20 años, teniendo en cuenta incluso que, de ellos, 8 fueron una continuidad del camino que dejó trazado el santo Papa polaco, pues la Iglesia estuvo gobernada por otro santo, aun sin canonizar, Benedicto XVI? En un espacio de tiempo tan corto, el cambio ha sido tan brutal que parece imposible.

            Y esto no es una cuestión subjetiva. Los datos están ahí, tozudos. Esta semana se ha sabido, por ejemplo, que la Iglesia católica en Alemania ha vuelto a perder un gran número de fieles, que se han declarado apóstatas. En el año 2024 -las cifras aún no son definitivas- han abandonado la Iglesia 321.611 personas. En Renania-Palatinado o en el Sarre, sólo practica el 4,5% de los que se siguen declarando católicos y pagan el impuesto religioso. Los otros Estados federados no están mucho mejor y en el total del país el porcentaje es del 6,6%. Por primera vez, el número de católicos bajó de los 20 millones. El diez años, los bautismos han caído un 30% y las bodas casi el 50%. En ese plazo de tiempo, la Iglesia ha perdido cuatro millones de fieles. Este año sólo se han ordenado 29 sacerdotes en el conjunto de las 27 diócesis que tiene el país, y eso que algunos de ellos proceden de la emigración. Por desgracia, Alemania no es un caso aislado. Pero lo peor es que los dirigentes de la Iglesia afirman, con un tesón inasequible al desaliento, que la solución para evitar la sangría es adaptar aún más la Iglesia al mundo, hacerla más dócil, rebajar las exigencias morales e incluso difuminar los principios dogmáticos, por no decir introducir en la liturgia todo tipo de cambios contrarios a lo que establece el Magisterio. ¿Se hubieran atrevido a esto hace veinte años?

            No hace mucho, el cardenal Koch, prefecto del Dicasterio para el diálogo entre los cristianos, dijo que vivíamos una nueva oleada de arrianismo. Se refería a que este nuevo arrianismo dice lo mismo que el antiguo, pero de otra manera. Si Arrio afirmaba que Cristo no era verdadero Dios, hoy se dice que su mensaje está anticuado y que está contaminado por la cultura de su época, por lo que no hay que hacerle mucho caso en todo aquello que se oponga a lo que el mundo considera verdadero y bueno. Eso significa que se niega la divinidad de Cristo, como hizo Arrio, porque si Cristo es Dios sus enseñanzas son intocables, y si sus enseñanzas están equivocadas es que Cristo no era Dios, sino un simple profeta judío, ingenuo y bien intencionado, que se creyó que era Dios, del mismo modo que algunos locos piensan que son Napoleón, aunque en el caso de Cristo su locura le costó la tortura y la cruel muerte en la cruz.

            Por eso es providencial que este año se celebre el 1.700 aniversario del Concilio de Nicea (20 de mayo al 19 de junio de 325), en el que Arrio fue condenado y se proclamó como dogma central de nuestra fe que Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Sólo si Cristo era Dios podía ser redentor del género humano. Sólo si Cristo era Dios, sus palabras no pasarán nunca. Sólo si Cristo era Dios, su resurrección nos abrió la puerta del cielo. Una Iglesia que niega esto, afirmando que su mensaje está, al menos en parte, equivocado, ya no es una Iglesia. Es una sal que se ha vuelto insípida y sólo sirve para que la pisen los hombres. No hay que olvidar, para no perder la esperanza, que no mucho antes del Concilio y también después, la mayor parte de los obispos se habían vuelto arrianos e incluso el Papa Liberio excomulgó al gran defensor de la divinidad de Cristo, San Atanasio. Sólo la inmensa mayoría del pueblo y un puñado de obispos fieles permaneció confesando esa divinidad y, al final, vencieron.

            Recordemos aquellos años tan duros para renovar nuestra confianza en Dios, que nunca ha abandonado ni abandonará a su Iglesia. En estos tiempos tan recios -como les llamaría Santa Teresa- hace falta valor y, sobre todo, confianza.             

San Juan Pablo II, ruega por nosotros.

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