El Papa ha muerto, la Iglesia vive

21 de abril de 2025.

            El Papa Francisco ha muerto. Aunque en los últimos días sus salidas públicas y las palabras de los médicos parecían indicar que se estaba recuperando de la neumonía doble que había padecido, el domingo de Pascua se notó de nuevo un fuerte deterioro en su salud durante su aparición para dar la bendición Urbi et Orbi. Al día siguiente, lunes de Pascua, fallecía. Tenía 88 años y ha gobernado la Iglesia durante doce, tras ser elegido después de la renuncia de Benedicto XVI.

            Rezamos por el alma del Papa, lo mismo que hemos rezado por su salud durante su enfermedad y hemos rezado cada día para que fuera dócil al Espíritu Santo, durante los años que gobernó la Iglesia. Del mismo modo habíamos rezado por sus predecesores y, con la ayuda de Dios, rezaremos por el que le sucederá como obispo de Roma y vicario de Cristo. Pero en este momento, junto a la oración por el Pontífice recién fallecido, lo importante es rezar por la Iglesia. El Papa ha muerto, pero la Iglesia vive. Francisco ha muerto, como lo hicieron San Juan Pablo II el Grande o Benedicto XVI el humilde. Ni con la muerte de sus predecesores terminó la Iglesia, ni tampoco va a ocurrir eso ahora. Por ello, lo más importante en este momento es recogerse en oración pidiendo por el Papa difunto y por la Iglesia.

            En particular hay que pedir por los cardenales, de forma especial por los que, dentro de unos días, se reunirán en cónclave en Roma para elegir al nuevo vicario de Cristo. No hay que olvidar que el próximo Papa no será el sucesor de Francisco, lo mismo que Francisco no fue el sucesor de Benedicto, o éste el sucesor de Juan Pablo. El próximo Papa será el sucesor de San Pedro, que fue el primer vicario de Cristo y el primer obispo de Roma. Los Papas no suceden a su predecesor, sino que todos y cada uno de ellos son el sucesor del primer Papa, San Pedro. Por eso, sea cual sea el origen del que será elegido para gobernar la Iglesia -su nacionalidad, su línea teológica, o a quién le debe el nombramiento-, lo que hay que pedir es que sea dócil al Espíritu Santo. Tampoco hay que olvidar que los Papas -todos los Papas- no son dueños ni de la Iglesia ni del depósito de la fe. Han recibido la sagrada misión de conservar íntegro ese depósito, transmitido fielmente durante dos mil años, para, a su vez, depositarlo en manos del que un día será su sucesor. Los cambios en ese depósito de la fe se pueden y se deben hacer, pero siempre en continuidad y fidelidad con lo anterior.

            Es pronto para hacer un balance del pontificado de Francisco. Su cuerpo aún está “caliente”, en el sentido metafórico de la palabra. Cuando escribo esto, aún no ha sido ni siquiera embalsamado y depositado en la basílica de San Pedro. Sí puedo decir, como testimonio personal, que desde que le conocí en Buenos Aires y después durante los años que ambos formamos parte del Pontificio Consejo para la Familia o durante las muchas veces que he estado con él siendo ya Pontífice, siempre me trató con gran cordialidad. A pesar de que, en algunas ocasiones, he disentido públicamente de algún aspecto de su magisterio -como por ejemplo con Fiducia supplicans-, nunca ha recibido una sola crítica o amenaza de parte de él o de sus más próximos colaboradores.

            Ahora lo cristiano y lo humano no es juzgar lo que hizo, en qué acertó o en qué se equivocó. Ahora lo que hay que hacer es rezar por este hombre que, despojado de sus títulos, se encuentra ya, como cualquier mortal, ante el juicio de Dios. Es indudable su amor a la Virgen. No dejaba pasar una oportunidad para rezar ante la imagen de María como “salus populi romani”, el antiguo icono que se venera en la basílica de Santa María la Mayor. Ese amor a ella es el que le llevó a decidir ser enterrado a sus pies, en una tumba que ya está preparada desde hace meses por expreso deseo suyo. Seguro que ella será su abogada más elocuente.            

El Papa Francisco ha muerto. Dale, Señor, el descanso eterno y que brille para él la luz eterna. Que descanse en paz. Rezamos por su alma. Y, sobre todo, rezamos por la Iglesia, para que se mantenga fiel a Jesucristo, para que no se rompa por los cismas, para que siga siendo la luz que brilla en la tiniebla y la levadura que fermenta la masa.

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