23 de mayo de 2025.
Los primeros pasos del Papa León XIV en el gobierno de la Iglesia se están mirando con lupa, por unos y por otros. Aunque la acogida ha sido muy favorable, incluso exultante, por la mayoría -basta con ver el lleno en la plaza de San Pedro durante la audiencia de este miércoles-, sigue habiendo una relativa desconfianza, mezclada con curiosidad, sobre cómo va a conseguir el nuevo Pontífice la cuadratura del círculo, la unidad entre dos modelos de Iglesia que no son sólo diferentes, sino que son incluso opuestos. La difícil tarea, por lo tanto, de evitar cismas.
El domingo, en la bellísima homilía de la misa de toma de posesión en San Pedro, León XIV habló de unidad y de amor, un amor a imitación del de Cristo, para que se cumpla el testamento de Jesús, su última voluntad: “Padre, que todos sean uno, como tú y yo, para que el mundo crea que tú me has enviado”. Esa unidad es la condición imprescindible para que la Iglesia pueda no sólo evangelizar sino también contribuir a la unidad y a la paz en el mundo. Hasta aquí no sólo está todo bien, sino que es perfecto. Tan perfecto como la espectacular catequesis que impartió el miércoles durante la audiencia, explicando la parábola del sembrador. Pero si esto llena de esperanza e incluso de entusiasmo a un sector de la Iglesia, hay otro que parece estar preocupado, y ahí es donde reside la dificultad para lograr la unidad, en como contentar a unos y a otros.
La homilía del Papa en la misa de su toma de posesión tuvo lugar el día 18, domingo. A principios de esa semana, el lunes día 12 (sólo cuatro días después de haber sido elegido), la Secretaría Permanente del Sínodo hizo público un comunicado en el que daba la bienvenida al nuevo Pontífice y le recordaba el compromiso de su predecesor con el camino sinodal. Es significativo que el documento estuviera firmado también por monseñor Luis Marín, subsecretario de ese Dicasterio, agustino, un hombre muy valioso y posiblemente la persona más próxima al Papa en toda la Curia vaticana. Pues bien, a pesar de ese “recordatorio” y de quién se lo hacía, el Papa ni siquiera mencionó la palabra “sinodalidad” en su homilía del 18, en la que, de alguna manera, exponía su programa de gobierno. Sin embargo, al día siguiente, día 19, en la audiencia concedida a los representantes de otras religiones y confesiones católicas, tranquilizó a los partidarios de la sinodalidad con estas palabras: “Consciente de que la sinodalidad y el ecumenismo están estrechamente vinculados, deseo asegurarles mi intención de continuar el compromiso del Papa Francisco de promover el carácter sinodal de la Iglesia católica y de desarrollar formas nuevas y concretas para una sinodalidad cada vez más intensa en el ámbito ecuménico”. Una de cal y una de arena.
Repito lo que he dicho ya varias veces. La sinodalidad, entendida como diálogo y escucha, forma parte constitutiva del gobierno de la Iglesia y se lleva practicando desde hace ya muchos años en muchos sitios sin generar problemas. La Iglesia en Estados Unidos es un buen ejemplo de ello. No me cabe duda, además, de que León XIV va a continuar el proceso emprendido por Francisco, porque está convencido de que es necesario hacerlo. La cuestión no es esa, sino hasta dónde se puede llegar en la aplicación de la sinodalidad. Una de las intervenciones que se produjeron durante las reuniones de cardenales previas al cónclave, fue, según una filtración, la del cardenal Stella; haya sido o no él el autor, esas palabras apuntaron a la raíz del problema y fueron escuchadas por todos, incluido el entonces cardenal Prevost, y aplaudidas por muchos. En esa intervención se criticaba al Papa Francisco por no haber respetado la relación entre sacramento del Orden sacerdotal y los tres servicios que la Iglesia siempre ha considerado ligados a él: el de santificar (sacramentos), el de enseñar (homilías, catequesis) y el de gobernar. La crítica se dirigía sobre todo a este último punto, pues si los laicos entran en los diferentes consejos (parroquiales, episcopales o de la Iglesia universal) con derecho a voto, como sucedió en el último Sínodo y como ha pasado en la Asamblea Eclesial italiana, no sólo se está convirtiendo al sacerdote o al obispo en alguien que ya no tiene control sobre su parroquia o su diócesis, sino que se está introduciendo la democracia en la Iglesia, según la cual todo (y aquí vale muy bien lo de todo, todo, todo) se va a decidir en función de quien tenga la mayoría. Esta sinodalidad radical es contraria a la naturaleza de la Iglesia establecida por su fundador, Jesucristo, que quiso una Iglesia apostólica, fundada sobre la roca de los apóstoles. Además, daría un golpe mortal a las vocaciones sacerdotales y en último extremo haría ingobernable la Iglesia, desde su estructura más básica, como es la parroquia, hasta la más elevada. Estoy seguro de que el Papa León, porque sabe de Derecho Canónico y porque ha sido un hombre de gobierno durante doce años en la Orden de San Agustín, no va a caer en esos extremos. Regulará, organizará, dará a la sinodalidad su espacio jurídico y llegará hasta el máximo a lo que se pueda llegar, pero sin tocar lo que enseñan tanto la Palabra de Dios como la Tradición y el sentido común. Y ahí está precisamente el arte de cuadrar el círculo, pues es posible que a algunos (como los alemanes) eso les sepa a poquísimo y a otros les parezca demasiado.
La tarea de unir a una Iglesia dividida no es fácil. Es casi milagrosa. La clave para conseguirlo la da el propio León: sólo podremos lograrlo si todos miramos a Cristo y hacemos de Él el centro de nuestra vida. Es justamente esta centralidad de Cristo, de la que habla continuamente el Papa, la que está llenando de nuevo la plaza de San Pedro en las audiencias y, muy ponto, volverá a llenar los templos y los seminarios.
Rezamos por el Papa y le aseguramos nuestro apoyo en su apuesta por una Iglesia unida, para que el mundo crea en Cristo y se salve.