13 de junio de 2025.
Desde el primer momento, tras ser elegido, el Papa León XIV ha expresado el deseo de que su pontificado sirva para unir a la Iglesia. Es obvio que, al decir esto, estaba admitiendo que la Iglesia no estaba unida. Aunque esta búsqueda de la unidad perdida había molestado a algunos antes del cónclave, fue lo que pidió la mayoría de los cardenales en las intervenciones que tuvieron lugar en las congregaciones generales. La respuesta del pueblo de Dios, tras el anuncio por parte del Papa de que ese era su primer objetivo, demuestra que no sólo era la casi totalidad de los cardenales los que lo querían, sino que era un anhelo profundo e intenso en los fieles, que sufrían por la división existente en la Iglesia.
Establecido y aceptado con entusiasmo ese objetivo, la cuestión es discernir en qué consiste la unidad, para después ir dando los pasos para alcanzarla. El cardenal de Utrecht, en los Países Bajos, Eijk, lo ha dicho claramente estos días: la unidad sólo se puede basar en la verdad. Sin verdad no hay unidad posible, porque un sector de la Iglesia seguirá rechazando el error y, más bien pronto que tarde se pondrá de manifiesto oficialmente lo que es ya una triste realidad: el cisma.
Por eso es muy importante que el Papa León haya puesto desde el primer momento en el centro de su mensaje a la figura de Jesucristo. No es, como algunos pueden pensar, una mera cuestión espiritual, sino que tiene un profundo significado teológico y es esencial en esa búsqueda de la unidad. Es esencial porque la verdad, base de la unidad, no es una idea, sino una persona. La verdad es Cristo, que dio de sí mismo una preciosa y clara definición: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6), que podría ser interpretado como “Yo soy el camino, que a través de la verdad os conducirá a la vida”. Una verdad, que como dijo también Cristo y vuelve a recoger San Juan, será la única que nos hará libres (cf. Jn 8,32). Poner a Cristo en el centro, sin embargo, no es tan sencillo como pueda parecer, debido a que son muchos en la Iglesia los que afirman que a Cristo no le podemos conocer tal y como en realidad fue, porque los Evangelios son de composición muy tardía y están llenos de textos interesados en sostener una imagen patriarcal del Señor en beneficio de los que mandan en la Iglesia; otros, sin llegar a ser tan radicales, consideran que no se pueden tomar al pie de la letra las enseñanzas de Jesús porque no estamos seguros de lo que dijo, debido a que en aquel tiempo no había grabadoras. Por eso, para no perdernos en el infinito debate que sostienen los biblistas, hace falta acompañar el respeto a la Palabra con el respeto a la Tradición. De hecho, como incluso los más liberales de los biblistas se ven forzados a aceptar, primero fue la Tradición y después la Palabra escrita, ya que Jesús no mandó a sus apóstoles: “id y escribid”, sino “id y predicad”. La Tradición, que es la interpretación que desde el inicio dio a la Palabra la comunidad de los cristianos, es una fuente de Revelación y en ella figuran no sólo los grandes personajes de los primeros años, los “padres apostólicos”, sino también los que vinieron después, los llamados “padres de la Iglesia” como San Agustín, y los que nos han seguido iluminando con sus enseñanzas y que han sido considerados por ello “doctores de la Iglesia”, así como los Concilios Ecuménicos. El Papa, como buen agustino, conoce la importancia de esta Tradición y la necesidad imprescindible de ser fiel a ella para, junto con la Palabra, poder conocer y seguir a Cristo, que no sólo tiene la verdad, sino que Él es la verdad plena, la plenitud de la verdad.
Es desde esta perspectiva desde la que debemos acoger las enseñanzas de León XIV, desde aquellas dirigidas a los obispos latinoamericanos de hace unos días, donde les decía que la evangelización debe hacerse desde la Palabra, la Tradición y el Magisterio, a las que ha dicho esta semana. Por ejemplo, el importantísimo discurso hecho a todos los nuncios del mundo, reunidos en Roma para el jubileo. Además de agradecer su trabajo, especialmente en la selección de candidatos al episcopado y de asegurarles su apoyo frente a injerencias externas, les pidió abiertamente unidad con él y obediencia a él, para que él mismo pudiera llevar a cabo su misión. Una misión que definió de este modo: “el papel de Pedro es confirmar en la fe”. El Papa es consciente de que él no es el dueño del mensaje, sino su primer servidor, a fin de poder confirmar en una fe que ya existe, que lleva dos mil años y que es anterior a él, a los católicos. De lo contrario, se convertiría en un manipulador de la fe y no en un servidor de la misma, con lo que la unidad sería absolutamente imposible de conseguir.
El Papa necesita ahora gobernar, hacer nombramientos y corregir abusos, como el que ha protagonizado la archidiócesis alemana de Hamburgo, obligando a adoptar, en las escuelas católicas, una educación sexual que incluye la aceptación como algo positivo tanto el ejercicio de la homosexualidad como la transexualidad. La doctrina que está enseñando el Papa es perfecta y es un descanso para el alma escucharle. El Papa tiene derecho a tomarse su tiempo para gobernar y corregir esos abusos, porque lleva sólo un mes al frente de la Iglesia. Hay que tener paciencia, darle ese tiempo y calmar a los que piden que se tomen medidas contra los abusos cuanto antes. Por desgracia, debido a la gravedad de la situación, a la profunda división y confusión que hay, la inquietud está creciendo, con el riesgo de que la excelente acogida que ha recibido León XIV se transforme injustamente en decepción y algunos le apliquen aquello de que “la fe sin obras, es una fe muerta” (Stg 2,17).