El cisma tolerado

8 de agosto de 2025.

            Resulta difícil expresar en palabras lo que se ha vivido en Roma durante el Jubileo de los Jóvenes. Las cifras dicen mucho, pero no logran mostrar lo que ocurrió. Tan importante como que se hayan visto desbordadas las más optimistas previsiones (se esperaba medio millón y se superó el millón) es el hecho de que hubo mil sacerdotes confesando sin parar en el enorme Circo Massimo, que se extiende entre las colinas del Palatino y del Aventino. O que el silencio durante la adoración del Santísimo, presidida por el Papa, fuera tan potente que resultaba ensordecedor. Y luego está el entusiasmo. No se había visto nada parecido desde San Juan Pablo II en ese mismo lugar -Tor Vergata- hace 25 años. Recuerdo una frase feliz que expresaba lo que ocurrió durante la primera visita del Papa polaco a España: “Vino a los suyos”, empezaba la frase, aludiendo al prólogo del Evangelio de San Juan. Pero no continuaba como allí, cuando el evangelista escribe con gran dolor: “y los suyos no le recibieron”. La frase que expresaba lo que ocurrió en España terminaba, en cambio, así: “y los suyos se volcaron”. Esto ha sido el Jubileo de los Jóvenes 2025 en Roma: El Papa fue a los suyos y los suyos se volvieron locos de entusiasmo con él. Tenían motivos, desde luego, porque León XIV, como buen hijo de San Agustín, no nos habla de cosas, aunque sean importantes; no nos anima a dar batallas para solucionar este o aquel problema de aquí y ahora. León XIV nos habla de Dios y sólo Él sabe lo que necesitábamos esto. Julian Marías, uno de los grandes pensadores españoles del siglo XX hoy casi olvidado -como Pemán y por el mismo motivo, por no ser de izquierdas- decía que quería ir a misa y escuchar una homilía que hablara católicamente de cosas católicas, y no una homilía que hablara políticamente de cosas políticas. León XIV habla de Dios y lo hace sin miedo a que le acusen de ser un conservador o un tradicionalista. Es consciente de que lo que se espera de él, lo que se necesita de él, es precisamente eso: que hable de Dios, que hable de Cristo, que hable de la existencia de la vida eterna. No de un Dios ajeno a los problemas del mundo -la paz, la justicia, los emigrantes, el expolio de la naturaleza-, sino de un Dios que se ha hecho hombre y que nos pide a los hombres que, por agradecimiento a Él amemos a nuestros hermanos y nos ocupemos de las cosas de este mundo sin olvidar que somos ciudadanos del cielo (de nuevo, el maestro San Agustín, autor de “La ciudad de Dios”).

            En la vigilia del sábado por la noche, tocó uno de los puntos que más afectan a la juventud actual: el uso de internet. “Cuando la herramienta domina a la persona, la persona se convierte en herramienta, en una herramienta del mercado y, por lo tanto, en una mercancía”. Pero, a continuación de hacerles esta sabia advertencia, les animó a no tener miedo a asumir opciones radicales, como el matrimonio -cada vez son menos los jóvenes que se casan porque prefieren vivir en pareja sin casarse-, el sacerdocio o la vida consagrada. Y concluyó su magnífico mensaje diciéndoles: “Adoren a Cristo en la Eucaristía, aprendan, trabajen y amen”.

            Al día siguiente, en la misa de clausura del Jubileo, insistió en que sólo Dios puede llenar el vacío que hay en el alma humana. ¿Cómo podía un agustino decir otra cosa que no recordara aquello de “nos hiciste, Señor, para ti y nuestra alma estará inquieta hasta que descanse en ti”? Por eso dijo a ese millón de jóvenes que bebían sus palabras y las acogían con entusiasmo: “Aspiren a cosas grandes, a la santidad, no se conformen con menos. Nuestra esperanza es Jesús. La respuesta está en Cristo”. Y terminaba dándoles de nuevo la fórmula para alcanzar esa santidad: oración, adoración, comunión, confesión y caridad con los pobres. Un Papa que habla de Dios y que habla, a la vez, de defender la causa de los que sufren, por amor a Dios. Como soñaba Julián Marías, un cura que habla católicamente de cosas católicas, porque tan católico es la confesión y la comunión como la lucha pacífica por la justicia y la paz.

            Pero claro, esto tan maravilloso e importante, no oculta la existencia de graves problemas que hay que resolver con urgencia. El Papa lo sabe y sabe también que tiene el deber de afrontar esos problemas. Una vez más pongo el ejemplo de Alemania, y que conste que no es el único escenario conflictivo. Lo que pasa es que los alemanes son muy honestos, aunque pudieran llegar a ser herejes, y no ocultan los conflictos. Siete diócesis se han negado a aplicar el ritual de bendiciones aprobado por la Conferencia Episcopal de ese país para parejas no casadas por la Iglesia, tanto si son homosexuales como si son heterosexuales. Veinte diócesis, en mayor o menor medida, apoyan ese bendicional y siete no. La división es pública y no se puede ocultar. No es posible seguir ignorando que el cisma de facto existe y que no hacer nada contribuye a hacerlo peor. La unidad, tan querida por Cristo como por el Papa León, sólo se puede lograr desde la verdad, porque fue el propio Cristo quien, antes de pedirle al Padre que fuéramos uno para que el mundo creyera, le había pedido: “Santifícalos en la verdad”. Cuando esto no se hace sucede lo que está pasando en la Iglesia anglicana, que es el modelo en el que se fijan los liberales progresistas de la Iglesia católica. En Gales han nombrado a una arzobispa que es, además, lesbiana y vive con su pareja. La respuesta ha venido de la organización que agrupa al 80% de los anglicanos del mundo, el GAFCON: eso es una herejía y nosotros no lo aceptamos ni nos sentimos unidos a esa Iglesia que se dice anglicana pero que ya no lo es. Tolerar el error es fomentar el cisma, aunque sea una tolerancia llevada a cabo por omisión. Es hora de actuar y eso el Papa lo sabe. Recemos por él.

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