La naturaleza no se adora. La pachamama ha muerto

22 de agosto de 2025.

            En una democracia, el poder está distribuido en tres testamentos: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. En el Parlamento se aprueban las leyes, es el Gobierno quien las ejecuta y es la Judicatura quien vigila para que tanto la legislación como su aplicación sean las correctas. En la Iglesia católica, debido a su peculiaridad, esas tres funciones están reunidas en la persona del Vicario de Cristo, el Papa. Es él quien aprueba las leyes; es él quien nombra un equipo de colaboradores -los prefectos de los distintos Dicasterios, que serían los equivalentes a los Ministerios en los Gobiernos- y es él quien modifica el Código de Derecho Canónico y nombra a los jueces que deben vigilar para que no se vulnere ese Derecho (la Signatura Apostólica). Eso no significa que el Papa sea un monarca absoluto, que puede hacer lo que quiera. No puede legislar (encíclicas, constituciones apostólicas, exhortaciones apostólicas o incluso rescriptos) contra la Palabra de Dios y la Tradición (entendida como la interpretación dada a esa Palabra de Dios en los veinte siglos que lleva la Iglesia existiendo). Tampoco puede hacer o mandar que se haga algo en contra de lo legislado (por ejemplo, no puede permitir el sacerdocio femenino sin que se haya aprobado antes ese sacerdocio, el cual no se puede aprobar porque iría en contra de la Tradición). Y, por supuesto, aunque pueda cambiar el Derecho Canonico (San Juan Pablo II aprobó un nuevo Código y Francisco lo ha modificado varias veces), no sólo no puede hacerlo yendo en contra de la Tradición, sino que ni siquiera puede modificarlo (o no debería poder hacerlo) cuando se está en medio de un juicio -como ha ocurrido en el caso del cardenal Becciu-, porque eso sería como cambiar las reglas del juego cuando ya está el partido empezado. Conviene tener todo esto claro porque algunos creen que si el Papa no aprueba una ley o cambia una doctrina es porque no quiere, cuando lo que en realidad sucede es que el Papa no es más que el primer servidor del mensaje evangélico, el garante supremo del depósito de la Revelación.

            Aclarado esto quizá se pueda entender mejor la forma en que el Papa León XIV está gobernando la Iglesia en estos casi ya cuatro meses que lleva al frente de la misma. Aparentemente no ha hecho nada, porque no ha emitido ningún documento, no ha modificado su equipo de colaboradores -salvo pequeños cambios- y, desde luego, no sólo no ha modificado el Derecho Canónico, sino que tampoco ha hecho nada en contra del mismo. Esto está siendo interpretado por muchos como un signo de continuidad absoluta con su inmediato predecesor (al margen de detalles de vestuario), lo cual lleva a unos a la euforia y a otros al desaliento. Pero eso, desde mi punto de vista, es sólo una apariencia.

            Por ejemplo, en el discurso a los gobernantes del 21 de junio, hizo una defensa firme de la ley natural, como límite a las pretensiones de los Parlamentos de legislar sólo en función de las mayorías. Citando explícitamente a Cicerón (un escritor romano pagano), dijo: “No es lícito modificar esta ley ni sustraerle ninguna parte, ni es posible abolirla por completo; ni por medio del Senado ni del pueblo podemos liberarnos de ella, ni es necesario buscar a quien la comente o la interprete. Y no habrá una ley en Roma, otra en Atenas, una ahora y otra después, sino una sola ley eterna e inmutable que gobernará a todos los pueblos en todos los tiempos». Esta defensa de la ley natural no está contenida en una encíclica, ciertamente, pero es ya Magisterio, aunque sea de rango menor, y no cabe la menor duda de que enlaza directamente con las enseñanzas de San Juan Pablo II y de Benedicto XVI.

            Otro detalle significativo, el telegrama dirigido el 28 de mayo (tan sólo veinte días después de su elección) al CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano, la principal institución eclesial que coordina a todos los Episcopados de Latinoamérica y el Caribe). En él les dice, entre otras cosas que, las iniciativas pastorales que se busquen deben llevar a “soluciones según los criterios de la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio” y añade: “tenemos urgente necesidad de recordar que es el resucitado, presente en medio de nosotros, quien protege y guía a la Iglesia reavivándola en la esperanza”. En el telegrama no se menciona ni una sola vez la palabra mágica que, según algunos, expresa la continuidad absoluta con su inmediato predecesor: “sinodalidad”. Al contrario, usa otra palabra que para ellos es tabú y debería estar proscrita: “tradición”.

            Otro ejemplo. Ha terminado la reunión de los obispos de la Amazonía, que ha congregado a más de 90 cardenales y prelados. El cardenal Barreto, su presidente, afirmaba, antes de empezar la reunión, que ésta era “continuidad del proceso sinodal que vivimos en la Iglesia”. Y en la página oficial de la Conferencia Eclesial de la Amazonía (CEAMA), donde se anuncia el encuentro, se decía explícitamente que esta reunión tenía como misión “la solidificación de la sinodalidad en las Iglesias de la Amazonía” y se marcaba, cuatro objetivos: -“retomar el papel de los obispos como pastores de las Iglesias locales como los primeros responsables de la sinodalidad”, -“identificar los avances en nuestro camino sinodal” y, en tercer lugar, -“compartir experiencias que nos ayuden a valorar caminos de sinodalidad”; el cuarto objetivo era ofrecer propuestas concretas para articularse como Conferencia Eclesial. Ni una sola palabra sobre evangelización e incluso las palabras “Cristo”, “Jesús” e incluso “Dios” no aparecen mencionadas ni una sola vez. ¿Qué ha hecho León XIV? Ha mandado un telegrama, firmado por el cardenal Parolín, secretario de Estado, en su nombre, en el cual dice con toda claridad que “es preciso que Jesucristo, en quien se recapitulan todas las cosas, se anunciado con claridad e inmensa caridad entre los habitantes de la Amazonía”, y añade que es necesario dar a esos fieles, “fresco y limpio el pan de la Buena nueva y el alimento celeste de la Eucaristía, único medio para ser realmente Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo”. La cosa no termina ahí, porque a continuación dice que “allí donde se predica el nombre de Cristo la injusticia retrocede proporcionalmente pues, como asevera el Apóstol Pablo, toda explotación del hombre por el hombre desaparece si somos capaces de recibirnos unos a otros como hermanos”. Y, quizá lo que más haya dolido a algunos es esta frase: “Dios Padre nos ha confiado la casa común como administradores solícitos, de modo que nadie destruya irresponsablemente los bienes naturales que hablan de la bondad y belleza del Creador, ni, tanto menos, se someta a ellos como esclavo o adorador de la naturaleza, ya que las cosas nos han sido dadas para conseguir nuestro fin de alabar a Dios y obtener así la salvación de nuestras almas”. Ni una sola vez se menciona en el telegrama la palabra “sinodalidad” ¿En serio hay continuidad absoluta entre un Papa que rechaza convertirse en esclavo o adorador de la naturaleza y la entronización solemne del ídolo de la pachamama en la basílica de San Pedro y la escena escandalosa de ver a varios sacerdotes y religiosos de rodillas ante ella, en los jardines vaticanos, con el Papa Francisco presente? Al que piense eso se le puede aplicar lo de que no hay peor ciego que el que no quiere ver.

            El Papa León no ha publicado aún una encíclica, ni un documento oficial de rango importante. No ha elegido todavía su equipo de gobierno y sigue funcionando con los que había. No ha tocado el Código de Derecho Canónico. Aparentemente todo es continuidad y eso hace felices a muchos y entristece a otros. Pero ¿esto es así? El que su estilo sea discreto y tranquilo no significa que no esté ya ejerciendo su labor de legislador y sentando con claridad las bases de su programa de gobierno: Cristo, ante todo, y fidelidad a la Palabra de Dios y a la Tradición, con el principal objetivo de evangelizar. El que no vea la magnitud del cambio, debería hacerse graduar la vista.

            Rezamos por el Papa y damos gracias a Dios por tener un vicario de Cristo que dice que la naturaleza nos debe llevar a alabar a Dios y a salvar nuestras almas y que de ninguna manera tenemos que adorarla. Exactamente lo que dijo Francisco. Me refiero, por supuesto, a San Francisco de Asís en su Cántico a las Criaturas.

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