No habrá diaconisas

5 de diciembre de 2025.

            El viaje del Papa a Turquía y Líbano, el primero de su pontificado, ha cumplido con creces las expectativas. El nuevo Pontífice ha sabido desenvolverse tanto en el terreno diplomático -los encuentros con los jefes de Estado-, en el ecuménico -el diálogo con ortodoxos y armenios-, en el interreligioso -relación con los musulmanes- como -y eso es lo más importante- en su encuentro con el pueblo de Dios. El viaje tenía un cierto riesgo, sobre todo en Líbano, pero las buenas relaciones del Vaticano con Irán -que son los que están detrás del grupo terrorista Hezbolá- hacían prever que todo se mantendría en calma, como así ha ocurrido.

            Con los ortodoxos, aparte de ratificar la buena actitud hacia Roma del patriarca de Constantinopla, se constata una vez más que los avances hacia la unidad, si se producen, serán verdaderos milagros. El patriarca pide que la Iglesia católica suprima el “filioque” -el añadió al Credo de Nicea, por el que se afirma que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo y no sólo del Padre- y que renuncie al dogma de la Infalibilidad, así como a la pretensión de que el Papa sea el pastor universal, para convertirse en un mero “primus inter pares” (un “primero entre iguales), con una primacía exclusivamente honorífica. Lo del “filioque” puede ser discutible y creo que al final se podría llegar a un acuerdo, pero lo de renunciar a un dogma de fe es algo imposible, pues socavaría los cimientos mismos de la Iglesia. Y, por lo general, aparte de las buenas palabras y los mejores modales, cuando se piden cosas imposibles es que no hay demasiado interés en llegar a un acuerdo.

            Con los musulmanes, el Papa ha hilado muy fino. Por un lado ha reiterado que ninguna religión puede usarse para justificar la violencia -con lo cual están de acuerdo la mayoría de los dirigentes islámicos, aunque su opinión no influya en lo que opinan los terroristas musulmanes-; a la vez ha rechazado la creciente oposición a la inmigración musulmana en muchos países occidentales, asegurando -y arriesgando al hacerlo, pues los datos de abusos sexuales están a la vista de todos- que el rechazo al islam es una excusa que utilizan los que rechazan la inmigración en general. Por otro lado, se produjo el incidente de la Mezquita Azul de Estambul, cuando el Papa se negó a hacer una breve pausa para rezar en silencio, como habían hecho Benedicto XVI y Francisco en las visitas que llevaron a cabo a ese mismo templo. Lo ocurrido es especialmente extraño porque se supone que en el protocolo debía estar prevista la pausa para la oración y a eso debió atenerse el clérigo musulmán que le invitó a ella; había precedentes, por lo que difícilmente se puede pensar que la invitación fue espontánea. Y si alguien va a rechazar algo así y sabes que lo va a hacer, lo mejor es no pedírselo. Por lo tanto, o falló el protocolo o, deliberadamente, se quiso dejar constancia de que el Papa no quería rezar en un templo musulmán. ¿Por qué se negó? Una versión afirma que lo que hicieron sus predecesores molestó mucho al sector más conservador del islam y que León XIV no quiso hurgar en esa herida. Es probable que esta sea la causa, pero si así fuera, ¿qué necesidad había de dejar constancia de ese rechazo? Con no haberlo hecho podría haber sido suficiente. En cualquier caso, si el Papa no ha querido rezar en una mezquita, se debe concluir que no tiene sentido que los musulmanes recen en iglesias católicas, como está sucediendo en Italia y en tantas partes del mundo. E incluso se puede pensar que, a la luz de lo ocurrido, resulta aún más incongruente que se le haya prestado un lugar a los investigadores musulmanes que acuden a la Biblioteca Vaticana para que allí puedan hacer sus oraciones. ¿Fue una forma de decir “si yo no rezo en tu casa, tú no reces en la mía”, o “si yo no quiero ofender a tus creyentes más conservadores, tú no ofendas a los míos”? En cualquier caso, el tiempo dirá si lo ocurrido lleva consigo unas consecuencias o se queda en una simple anécdota.

            En cuanto al encuentro con el pueblo de Dios, no fue multitudinario en Turquía porque los católicos son poquísimos, pero sí lo fue en el Líbano. Me hizo recordar, con todas las diferencias de tiempo y lugar, lo que sucedió en aquella primera visita de San Juan Pablo II a México, en la que el pueblo de Dios bendijo a un Papa desconocido que venía del este comunista y que era mal visto por el progresismo eclesial. Líbano se entregó al Papa y éste se entregó al pueblo libanés. El mensaje a favor de la paz fue claro y contundente. Para eso había ido el Pontífice al país de los cedros y ni el defraudó ni, con su acogida, lo hicieron los libaneses.

            Pero en los viajes papales siempre hay un “plus”: el encuentro con los periodistas en el viaje. Hay que recordar que son éstos -sus empresas- los que pagan los costosos gastos del avión y que algo hay que darles a cambio. Lo que el Papa les dio en esta ocasión fue mucho más que titulares de tipo político -como pedir a Trump que no invada Venezuela, aunque le dio la opción de asfixiarla, aún más, económicamente-. Lo mejor fue la referencia a su propia alma, a su espiritualidad. Y eso sitúa a León XIV en la más elevada categoría: estamos ante un pastor que tiene fe, que tiene verdadera fe. Podrá parecer algo obvio, como decir que el agua es húmeda, pero ante tantos pastores que se comportan como administrativos, encontrar a alguien que cree de verdad en Cristo y que no lo oculta sino que insiste en ello, a mí me produce no sólo asombro, sino un gran consuelo y una inmensa alegría.

            Cuando los periodistas le pidieron que les diera el título de un libro que les permitiera entenderle, León XIV no les habló de las “Confesiones” de San Agustín, sino de un pequeño texto del siglo XVII, escrito por un hermano lego carmelita descalzo, fray Lorenzo, que antes había sido soldado y camarero. “La práctica de la presencia de Dios”, como recordó el Papa, no sólo es un libro que invita a creer en el amor de Dios y a poner a Cristo en el primer lugar de la vida, sino que también ayuda a colocar en su justo lugar el sentimiento para, sin despreciarlo, hacer que sea la fidelidad quien ocupe el centro en la relación con Dios. En un mundo donde todo se justifica en función de lo que se siente, con la fragilidad que eso conlleva, que alguien como el Papa diga que hay que ir más allá del sentimiento para mantenerse fiel al que todo se lo merece, me recuerda el sufrido itinerario espiritual de Santa Teresa de Calcuta y representa, para mí, una bocanada de aire fresco. Tenemos un Papa que ha hecho de Cristo el todo de su vida, con todas sus consecuencias, y que quiere ser fiel a la opción que decidió seguir cuando entró, en su juventud, en el convento de los agustinos.

            La otra noticia de esta semana ha sido la publicación del informe de la Comisión Sinodal sobre el diaconado femenino. Hay que recordar que es la tercera Comisión que creó el Papa Francisco para que estudiara este tema y que las dos anteriores habían rechazado la posibilidad de que se abriera el diaconado a las mujeres. Había una cierta expectación ante las conclusiones de esta Comisión que, se suponía por la naturaleza de los miembros elegidos para integrarla, más favorable a abrir la puerta del sacerdocio y del episcopado a las mujeres, empezando naturalmente por el diaconado. No ha ocurrido así. Han sido claros: no se puede admitir a la mujer al diaconado, entendido como participación en el sacramento del Orden sacerdotal. Es verdad que añaden que no es posible formular un juicio definitivo al respecto, por lo que se deja una puerta abierta, pero parece muy difícil que León XIV quiera crear una cuarta Comisión de estudio sobre el tema, por lo que se puede considerar que la cuestión queda zanjada, al menos por muchos años. Si a esto se le suma el rechazo al matrimonio homosexual, reiterado, aunque sin nombrarlo, en el documento de Doctrina de la Fe de la semana pasada sobre la monogamia, cuando se afirma que el matrimonio es sólo la unión de un hombre y de una mujer, parecería que los dos temas más espinosos a nivel dogmático han quedado resueltos. Falta, todavía, afrontar la cuestión de si los laicos tendrán voto consultivo o deliberativo en los consejos pastorales, estableciendo así los limites que debe tener la sinodalidad, y la cuestión de la misa tradicional. Para el poco tiempo que lleva León XIV al frente de la Iglesia, y para su objetivo de unir una Iglesia dividida, el resultado difícilmente podía ser mejor. Seguimos rezando por él.

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