La infalibilidad del Papa.

Aunque ya no es un tema tan debatido en los países secularizados, pues la mayoría es indiferente y ni siquiera sabe qué significa lo de la infalibilidad, suele ser todavía motivo de ataque a la Iglesia en países sometidos a una agresión constante e intensa por parte de las sectas. Estas hacen de este asunto y de la virginidad de María casi sus únicos argumentos para criticar a la Iglesia. Por desgracia, sin embargo, los ataques más frecuentes e intensos proceden del interior de la propia Iglesia, de teólogos y sacerdotes que han perdido la fe de la Iglesia, al menos en este punto. Conviene, pues, tener claro de dónde procede este dogma y cuáles son sus implicaciones.
Enseñanza del Catecismo:
“La misión del Magisterio está ligada al carácter definitivo de la Alianza instaurada por Dios en Cristo con su Pueblo; debe protegerlo de las desviaciones y de los fallos, y garantizarle la posibilidad objetiva de profesar sin error la fe auténtica. El oficio pastoral del Magisterio está dirigido, así, a velar para que el Pueblo de Dios permanezca en la verdad que libera. Para cumplir este servicio, Cristo ha dotado a los pastores con el carisma de infalibilidad en materia de fe y costumbres. El ejercicio de este carisma puede revestir varias modalidades” (nº 890).
“El Romano Pontífice, Cabeza del Colegio episcopal, goza de esta infalibilidad en virtud de su ministerio cuando, como Pastor y Maestro supremo de todos los fieles que confirma en la fe a sus hermanos, proclama por un acto definitivo la doctrina en cuestiones de fe y moral. La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el Cuerpo episcopal cuando ejerce el magisterio supremo con el sucesor de Pedro, sobre todo en un concilio ecuménico (LG 25; cf Vaticano I: DS 3074). Cuando la Iglesia propone por medio de su Magisterio supremo que algo se debe aceptar ‘como revelado por Dios para ser creído’ (DV 10) y como enseñanza de Cristo, ‘hay que aceptar sus definiciones con la obediencia de la fe’ (LG 25). Esta infalibilidad abarca todo el depósito de la Revelación divina (cf LG 25)” (nº 891).
“La asistencia divina es también concedida a los sucesores de los apóstoles, cuando enseñan en comunión con el sucesor de Pedro (y, de una manera particular, al obispo de Roma, Pastor de toda la Iglesia), aunque, sin llegar a una definición infalible y sin pronunciarse de una ‘manera definitiva’, proponen, en el ejercicio del magisterio ordinario, una enseñanza que conduce a una mejor inteligencia de la Revelación en materia de fe y de costumbres. A esta enseñanza ordinaria, los fieles deben ‘adherirse con espíritu de obediencia religiosa’ (LG 25) que, aunque distinto del asentimiento de la fe, es una prolongación de él” (nº 892).
“El grado supremo de la participación en la autoridad de Cristo está asegurado por el carisma de la infalibilidad. Esta se extiende a todo el depósito de la revelación divina (cf LG 25); se extiende también a todos los elementos de doctrina, comprendida la moral, sin los cuales las verdades salvíficas de la fe no pueden ser salvaguardadas, expuestas u observadas” (nº 2035).
Otros textos:
“Algunos piensan que eliminado el primado la unidad se recompondría. No es así, dejaría de existir” (Pablo VI).
“Cuando hice preguntas a mi Iglesia anglicana sobre la vida que vivía bajo su tutela, no me dio respuestas. Sólo me dijo que me quedara tranquilo, pero eso no me bastaba; un alma no se satisface eternamente con dulzura, suaves murmullos e himnos; y la libertad que disfrutamos resulta ser una esclavitud más intolerable que las cadenas más pesadas. Yo no quería ir por un camino tras otro, según mis deseos: quería saber cuál era el camino que Dios deseaba que recorriera. No quería ser libre para dar la espalda a la verdad; quería una verdad que me hiciera libre. No ansiaba los espaciosos caminos placenteros, sino el angosto Camino que es Verdad y Vida. Y para todas esas cosas mi antigua Iglesia no me servía de ayuda” (Robert Hugh Benson. «Confesiones de un converso»).
Argumentación:
Ante todo, conviene tener clara qué es la infalibilidad del Papa, cuál es su origen y por qué es instituida por Cristo.
El Papa es infalible –o, lo que es lo mismo, no puede equivocarse- cuando solemnemente y bajo determinadas condiciones promulga y declara una enseñanza en materia de fe o de moral. Por lo tanto, la infalibilidad papal no implica que el Papa no pueda pecar, pues está relacionada con su enseñanza (un profesor puede estar enseñando la verdad, en matemáticas por ejemplo, y ser un malvado). Tampoco implica que el Papa tenga la razón siempre (en temas de tipo político, por ejemplo), ni siquiera en temas de tipo estrictamente religioso. Sólo es infalible, tal y como indica el Catecismo, cuando de una manera explícita, hablando como Pastor supremo de la Iglesia, dice que esa enseñanza en concreto es algo “revelado por Dios para ser creído”. En esos casos, se dice que el Papa habla “ex cátedra”. Son pocas las ocasiones en que esto se ha producido. En los últimos siglos sólo se han proclamado tres dogmas de fe: uno precisamente sobre la infalibilidad (Concilio Vaticano I, 18 de julio de 1870), otro sobre la Concepción Inmaculada de María (8 de diciembre de 1854) y el tercero sobre la Asunción de María al Cielo (1 de noviembre de 1950). Por lo tanto, en contra de lo que muchos afirman, el recurso a la infalibilidad ha sido utilizado en poquísimas ocasiones por los Pontífices.
La infalibilidad papal –y de los obispos unidos a él- fue algo querido por el propio Cristo, cuando encarga a San Pedro que gobierne la Iglesia y que confirme en la fe a sus hermanos, los demás apóstoles (cf. Jn 1, 42; Mc 3, 16; Mt 16, 18-19; Jn 21, 15-17; Lc 10, 16; Lc 22, 31-32). Está unida a una especial asistencia del Espíritu Santo. Aunque fue proclamada en el siglo XIX, eso no significa que existiera sólo desde entonces; significa que sólo entonces se proclamó formal y obligatoriamente la necesidad de creer en ella, pero desde el principio se había asumido como una verdad de fe, aunque no sin controversias.
El motivo es evidente: en cualquier empresa o institución, es preciso que alguien tenga la última palabra cuando la discusión y los distintos pareceres no permiten adoptar de manera unánime un comportamiento. También en la Iglesia ha sucedido y sucede esto. Desde sus inicios, debido a que está formada por hombres, se han dado interpretaciones diversas y a veces radicalmente opuestas a cuestiones decisivas (la naturaleza de Cristo, por ejemplo: si era verdadero Dios y si era verdadero hombre). Una y otra vez se producían divisiones en el seno de la comunidad y cada una de las partes argumentaba con interpretaciones de la Escritura que parecían tener toda la verdad. Era necesario acudir a un arbitraje, a alguien que tuviera la última palabra. Ese alguien, querido por Cristo, es el sucesor de Pedro, el obispo de Roma, el Papa. Los que rechazan la infalibilidad pontificia parecen olvidar que si no hubiera sido por ella no tendríamos la fe que tenemos, no creeríamos que Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre, por hablar de algo en lo que coinciden la mayoría de las Iglesias. De hecho, cuando se ve la deriva que se está produciendo en la mayor parte de las Iglesias no católicas, arrastradas por el huracán del relativismo y del hedonismo, se aprecia muchísimo más el gran don que es la figura del Papa y su capacidad para poner luz en medio de la confusión mediante este dogma extraordinario. Algunos, incluso, como Robert Hugh Benson o como Chesterton, se vieron atraídos por el catolicismo precisamente por eso.
Por último, hay que aclarar, como indica el Catecismo (nº 892), que aunque no todas las enseñanzas del papa o de los obispos en comunión con él gozan del carácter de “infalibles”, éstas deben ser acatadas “con espíritu de obediencia religiosa”, pues son enseñanzas del Magisterio de la Iglesia y, sin ser dogmas de fe, vienen avaladas por las palabras de Cristo: “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha” (Lc 10, 16).