Tras haber visto, en el capítulo anterior, en qué consiste la virtud de la religión, vamos a analizar ahora cuáles son los deberes que se desprenden del ejercicio de esa virtud. Son cuatro: la adoración, la acción de gracias, la oración de petición y el desagravio. El acto cumbre en el que se ejercitan estos deberes es la celebración de la Eucaristía, que veremos en el siguiente capítulo. |
Cuando el cristiano acoge la “llamada” de Dios y le “responde” hace lo siguiente: le adora como consecuencia de la fe, le da gracias porque le ama, se arrepiente porque reconoce que le ofendió y le pide ayuda, pues confía en que sus múltiples necesidades serán atendidas por el poder de su Padre, Dios. Dentro de la espiritualidad del agradecimiento, típica de los Franciscanos de María, habría que incluir dos notas más: el amor, que antecede a las otras, y el ofrecimiento, que las clausura. Por eso, la oración propia de esta institución católica es: “Jesús, te quiero, te adoro, te doy gracias, te pido perdón, te pido gracias y me ofrezco a ti”.
La adoración brota en la conciencia del hombre religioso de dos convicciones profundas: la grandeza de Dios y la limitada condición de su propio ser. “Tú eres todo y yo soy nada”, decía San Francisco de Asís meditando sobre la grandeza de Dios y su propia pequeñez. De esta doble percepción, brota la adoración, que consiste en colocar a Dios en su lugar, el primero, el único en que puede estar Dios, y en colocar al hombre en el suyo: por debajo de Dios y no por encima de Él. Otra consecuencia de la adoración es la relativización de todo lo demás, personas, ideologías, cosas, etc. Nada puede estar en el primer lugar, a excepción de Dios. No se puede adorar al dinero -”no podéis servir a dos señores”-, al sexo, al poder, al partido político, a la patria. Todo tiene que estar supeditado a Dios y, como consecuencia, a las leyes morales que emanan de Dios. Gracias a esta primacía de Dios, el cristiano sabe que no puede matar por dinero, por poder o por cualquier otra causa; tampoco puede matar por Dios, pues el Señor en el que cree es el del amor, el de la vida; cuando esto lo ha olvidado, se ha equivocado siempre.
La percepción de la grandeza de Dios y de la propia pequeñez tiene, además, otra consecuencia: hace más fácil aceptar el misterio, aceptar que no podemos entender del todo los planes de Dios. Muchas de las crisis de fe de nuestros contemporáneos tienen su origen no en el aparente “silencio de Dios” , ligado a la existencia del mal y del dolor, sino en la soberbia del hombre, fruto de la escasa adoración a un Dios al que ya no se considera como a un superior, sino como a un igual o incluso como a un inferior.
El agradecimiento sigue a la adoración, pues el sentimiento de pequeñez ante la grandeza de Dios nos alienta a ser agradecidos. Por eso San Agustín repetía una y otra vez: “Que yo te conozca, Señor mío, y que yo me conozca”. En la medida en que se conoce quién es Dios, cuál es su grandeza, y quién es el ser humano, su pequeñez, en esa medida surge la gratitud hacia un Dios que ha amado tanto a alguien que no se lo merece. En el Antiguo Testamento está presente la acción de gracias, aunque con menos intensidad que la adoración. Es más frecuente esta actitud en los Salmos, por ejemplo en el 116. Al instar a los creyentes a dar gracias, se está buscando llevar a cabo una acción educativa, la de evocar los favores recibidos por parte de Yahvé. En el Nuevo testamento vemos a Jesús dando gracias al Padre con frecuencia: porque ha revelado los misterios del Reino a los pequeños (Mt 11, 25-26; Lc 10,21), por haberle escuchado (Jn 11,41), antes de la multiplicación de los panes (Jn 6,11), etc. Él mismo reclama el agradecimiento de los diez leprosos curados (Lc 17, 14-18). San Pablo va a ser el gran difusor de esta actitud; en conjunto, la palabra “eucaristía” (acción de gracias) va a aparecer 54 veces en el Nuevo Testamento y el apóstol une el don de la fe con el de la gratitud, hasta el punto de que comienza muchas de sus cartas de esa manera: Rm 1,8; 1Cor 1,4; Ef 1,3; Col 1,3; Fil 1,3; 2Tim 1,3; 1Tes 1,2). En cuanto a los motivos de agradecimiento, San Pablo da gracias por encontrarse con los hermanos, por el crecimiento de la fe…. Llega al extremo de considerar el agradecimiento como un deber, como un mandamiento (1Tes 5,18; Col 3,15).
La oración de petición, al contrario que la de agradecimiento, es instintiva y está presente en todas las religiones y, por lo tanto, también en el cristianismo. Por ella, el hombre expone ante Dios sus necesidades, convencido de que puede ayudarle. Vemos a Cristo llevarlo a cabo y enseñando a hacerlo (el Padrenuestro), así como aconsejandco que se haga: “Pedid y se os dará, porque el que pide recibe…” (Mt 7, 7-11).
Pero esta oración no debe limitarse sólo a las cosas materiales. De hecho, la vida moral cristiana es tan exigente que nuestra primera petición tiene que ir dirigida a solicitar de Dios las fuerzas para poder hacer el bien y evitar el mal (“sin mí no podéis hacer nada”, dijo el propio Cristo, Jn 15,5). San Pablo lo experimentó muchas veces y lo expresó en aquella frase tan importante: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Fil 4,13). En consonancia con todo ello, la Iglesia nos enseña que no podemos hacer el bin sin la ayuda de Dios, por lo que no debemos sentirnos orgullosos del bien que hemos hecho como si fuera obra exclusivamente nuestra. Además, la oración de petición nos ayuda a profundizar en la virtud de la humildad, pues al reconocernos pequeños y necesitados estamos admitiendo que Dios es más grande que nosotros, más fuerte, más sabio, más poderoso. Por último, no hay que confundir la petición con la exigencia y mucho menos con el chantaje. Aunque que no nos demos cuenta, pocas veces pedimos; casi siempre exigimos, ordenamos e incluso amenazamos; de hecho, cuando uno ha pedido y no ha obtenido lo solicitado, no se enfada, mientras que nosotros cuando eso ocurre nos enfadamos con Dios e incluso nos alejamos de Él.
En cuanto al desagravio, está ligado a la petición, pero en este caso a la solicitud de perdón por los pecados, propios o de otros, y al ofrecimiento de una satisfacción a cambio. En el Antiguo Testamento esto está muy presente y también aparece en el Nuevo, hasta el punto de que es el propio Cristo quien se ofrece en actitud de desagravio y satisfacción al Padre, como el “cordero inocente que quita el pecado del mundo”. En este caso, Jesús no está pidiendo perdón por sí mismo, por sus propios pecados, sino por los de los demás. La vida de Jesús se entiende como el cumplimiento de su misión de Redentor. Así le presenta Juan el Bautista (Jn 1,29) y su muerte en la cruz es interpretada por el Nuevo Testamento como una muerte en satisfacción por los pecados del mundo. Pablo lo expresará así en 1 Cor 15,3: “Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras”.
El ofrecimiento, está ligado al desagravio y a la satisfacción por el daño propio infringido a Dios y por el daño que los otros le han hecho. Pero, sobre todo, va unido a la acción de gracias, como fruto del amor recibido de Dios. ese amor sembrado por Dios en el corazón del hombre, fructifica en amor al Dios que tanto nos ha amado. El “te quiero” se traduce en una pregunta: “¿qué puedo hacer por ti?” y en un ofrecimiento: “hágase en mí según tu palabra”. |