La virtud de la Religión

Se llama virtud a un hábito adquirido que concierne a un comportamiento bueno. Se llama vicio justo a lo contrario: el hábito de un comportamiento malo. Una virtud ignorada es la de la religión, que se refiere al tipo de relación que de forma habitual tenemos con Dios, cuando esta relación es buena, mientras que sería un vicio cuando esta relación es mala.

La virtud de la Religión concierne a las relaciones del hombre con Dios, en tanto que Dios es origen y fin de la existencia humana. Los manuales clásicos de Teología Moral empezaban con este tema, que se consideraba el principio y fundamento de una moral religiosa, de una moral propia de un creyente. Por desgracia, hoy se ha prescindido de esto y la moral concierne sólo al estudio de las relaciones del hombre consigo mismo o con los otros hombres, olvidando las obligaciones que el hombre tiene con Dios, obligaciones que son determinantes para cualquier moral que se dirija a creyentes y, desde luego, para la moral católica.
Sin embargo, la virtud de la Religión -las relaciones entre el hombre y Dios y las obligaciones que se desprenden de esas relaciones para el hombre con respecto a Dios- tiene un claro fundamento bíblico. Entre otras cosas, la moral cristiana se va a diferenciar de la moral filosófica por su origen, ya que no se guía exclusivamente por la razón ni se fundamenta sólo en la ley natural, sino por el cumplimiento de los preceptos que Dios impone al hombre para que se conduzca conforme a su dignidad, hecho a “imagen de Dios”.
Además de la fundamentación bíblica de la virtud de la Religión, está también lo que los teólogos llaman “fundamentación teologal”, que es la que proclama la llamada a la santidad como estímulo para alcanzar la plenitud de la existencia. Tener en cuenta la virtud de la religión eleva los niveles éticos y evita que estemos siempre regateando para rebajar los mínimos y hacer de la moral una trampa que sirva para engañar a la conciencia. Dios es insobornable y serán nuestros deberes para con Dios -que son los que recoge la virtud de la religión- los que nos impedirán negar teórica y prácticamente nuestros deberes para con los hombres. Hoy vemos con claridad cómo la ética filosófica -la que no tiene en cuenta a Dios- ha ido disminuyendo progresivamente sus exigencias y da por buenos comportamientos que hasta hace muy poco eran juzgados muy negativamente. No hay motivos para pensar que esta tendencia vaya a cambiar en el futuro y por eso es más importante que nunca reafirmar la validez de la virtud de la religión, que es la que va a marcar, desde el principio, la diferencia entre ética civil y ética cristiana.
En un mundo en el que crece la increencia, en el que cada vez son más los que viven “como si Dios no existiera”, y en el que la mayoría de los intelectuales no duda en afirmar que “la pregunta sobre Dios carece de sentido”, se hace difícil proponer una moral basada en motivos religiosos, además de los motivos humanos. Pero, a la vez, es más necesario que nunca hacerlo. Al menos nosotros, los cristianos, y es posible que cada vez más personas de buena voluntad y recto juicio, somos conscientes de que la salida de la crisis no es posible con una ética que tiende a rebajar continuamente los mínimos, a pedir menos y a justificar más; es necesario volver a los valores éticos que proclama el cristianismo. Esta convicción debe animar a la Iglesia en su presentación firme y valiente de una moral que se basa en la revelación y que empieza por presentar y defender los derechos de Dios y los deberes para con Dios.
Entrando ya en el objeto y en el fin de la virtud de la Religión, tenemos que decir que la Religión es la virtud que da culto a Dios. Así lo definió Santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica. Hay que distinguir entre una forma natural de la virtud de la Religión y una forma sobrenatural de la misma. La Religión en cuanto virtud natural es la que tiene por fin dar culto a Dios, agradar a Dios; el hombre sabe que Dios es el fin de su vida y lo reconoce prestándole adoración. La Religión en cuanto virtud sobrenatural va más allá y por ella Dios se convierte en el objeto final de las tres virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) y no sólo en el objeto -o sujeto- que se adora. Por la primera, la virtud natural, el hombre intuye la existencia de Dios y le da culto de adoración de forma espontánea, natural; por la segunda, la virtud sobrenatural, el hombre sabe que debe tener fe en Dios, radicar en él su esperanza y amarle con todo el corazón. El cristiano debe vivir las dos dimensiones de esta virtud, sin pararse en la primera. Como enseña San Agustín: el cristiano “da culto a Dios con la fe, con la esperanza y con la caridad”.
Pero, ¿cuáles son los deberes del hombre para con Dios que recoge la virtud de la Religión vista desde la perspectiva natural y desde la sobrenatural? ¿cuáles son esos deberes para un cristiano?. El teólogo Aurelio Fernández, en su magnífico libro “Compendio de Teología Moral” (Ed. Palabra, Madrid 1995) cita algunos de ellos: la gloria de Dios, el culto a Dios y la relación entre el culto y la fraternidad humana. Habría que completar estos “deberes” para con Dios con las consecuencias de las tres virtudes teologales antes citadas: la fe, que implica que Dios tiene derecho a que sigamos creyendo en su amor en medio de las pruebas de la vida; la esperanza, que supone que Dios tiene derecho a que no desconfiemos nunca de su providencia y de su misericordia; la caridad, que implica que Dios tiene derecho no sólo a ser respetado sino también a ser amado, y que, ligado a ello, tiene derecho a que le demostremos ese amor a través del amor al prójimo.
En cuanto a los deberes clásicos, la “gloria de Dios” significa que el hombre tiene el deber de reconocer la grandeza de Dios y, como consecuencia, que no debe “adorar” otros grandes (ideologías políticas, el dinero, el placer…). Significa también que no debe buscar su gloria personal encumbrándose hasta sufrir la tentación de hacerse como Dios.

El deber del culto a Dios tiene, a su vez, distintas manifestaciones, una de las cuales es la participación en el culto cristiano, la Eucaristía (sería la aplicación práctica del tercer mandamiento). Pero también es una forma de dar culto a Dios el culto que se da a la Virgen María y a los santos, sabiendo siempre que a éstos no se les “adora” -pues la adoración está reservada sólo a Dios-, sino que se les “venera”, ya que son sólo seres humanos, por muy buenos que hayan sido. Venerar es reconocer los méritos de alguien por lo cual se le respeta. Se le llama también culto de “dulía” y tiene en cuenta la creencia de que pueden interceder por los hombres. La Virgen merece, entre todos los santos, una especial veneración; es decir, se debe reconocer su grandeza, se ha de respetar su persona y por todo ello se la venera; su culto se llama de “hiperdulía”, lo que significa que es superior a los santos, pero inferior al que se debe a Dios, que es un culto de “latría”. En cuanto al culto a la cruz o a las imágenes, la Iglesia lo permite por lo que representan. Otro elemento del culto es el concerniente a los difuntos, por los cuales se intercede por la solidaridad cristiana que brota de la caridad y porque se cree en la existencia de esa situación transitoria que se llama Purgatorio.