Algunos creen que la Iglesia sólo está preocupada por cuestiones morales que conciernen al sexo o al origen y finalización de la vida. Piensan que el resto no le importa. Y, en ese resto, está nada menos que el conjunto del transcurrir de la vida del ser humano. Afirmar esto es ignorar la realidad, pues la iglesia tiene una elaboradísima y completa “doctrina social”, en la que da respuestas a los problemas morales que afectan a la economía y al trabajo.
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El Compendio de Doctrina Social de la Iglesia dedica un capítulo especial a considerar la actividad económica en general. Como otros capítulos, éste comienza con un repaso de algunos principios bíblicos.
En el Antiguo Testamento, las riquezas se consideran una bendición de Dios. La abundancia no es vista como un problema en sí misma, sino que hay una fuerte condena del mal uso de los bienes materiales -fraude, usura, injusticia- especialmente cuando es el pobre el que sufre estos abusos.
La otra cara de la moneda, la pobreza, es vista como parte de la condición humana. En este contexto el Antiguo Testamento invita a las personas a reconocer su pobreza ante Dios. Él, a su vez, es retratado como respondiendo a los gritos del pobre, que recibirá su recompensa a través de un nuevo David. «La pobreza adquiere el estatus de valor moral cuando se convierte en una actitud de disponibilidad y apertura humilde a Dios, de confianza en Él» (No. 324).
En el Nuevo Testamento, Jesús llama a la conversión de los corazones y a estar atentos a las necesidades de los demás. Trabajar por la justicia y ayudar al pobre es una forma de construir el Reino de Dios.
En general, la Biblia considera la actividad económica como parte de la vocación por la que se invita a la humanidad a administrar los dones recibidos de Dios. La parábola de los talentos también enseña que «lo que se ha recibido debería usarse apropiadamente, preservarse y aumentarse» (No. 326).
Los bienes materiales, incluso cuando son propiedad legítima de alguien, conservan su destino universal. «Las riquezas satisfacen su función de servicio al hombre cuando se destinan a producir beneficios para los demás y para la sociedad» (No. 329).
Este nexo entre moralidad y vida económica es una constante en la doctrina de la Iglesia. «Así como en el área de la moralidad uno debe tener en cuenta las razones y requisitos de la economía, igualmente también en el área de la economía uno debe abrirse a las exigencias de la moralidad» (No. 331).
El compendio sugiere que la moralidad y los principios económicos tienen algunos puntos en común. Por ejemplo, producir bienes de modo eficiente puede verse como un deber moral, en el sentido de que no hacerlo sería una pérdida de recursos. Pero la producción de riquezas también necesita una orientación moral, en orden a asegurar que la riqueza económica se distribuye de modo equitativo y se guía por principios como la justicia y la caridad.
La actividad económica llevada a cabo de esta manera se convierte en una oportunidad para practicar la solidaridad y construir una sociedad más equitativa y un mundo más humano. La Iglesia también considera que términos como desarrollo no pueden simplemente verse en una dimensión económica, como acumulación de bienes. Una concentración exclusiva sobre el aspecto material corre el riesgo de caer en el error del consumismo y no es el camino para lograr la auténtica felicidad.
Una sección del capítulo sobre economía explica la postura de la doctrina social de la Iglesia con respecto a la iniciativa privada y la actividad económica. La libertad de las personas para implicarse en la actividad económica es «un valor fundamental y un derecho inalienable que ha de ser promovido y defendido» (No. 336).
La iniciativa en la economía es parte de la actividad creativa humana y los negocios también tienen un papel social importante que jugar a través de la producción de bienes y servicios. Aunque este papel necesita llevarse a cabo según criterios económicos, el compendio añade: «no deben descuidarse los valores auténticos que causan el desarrollo concreto de la persona y de la sociedad» (No. 338).
En este contexto el compendio recuerda que la Iglesia ha apoyado desde siempre los negocios familiares y de tamaño pequeño y medio, junto con las actividades cooperativas, que pueden hacer una contribución valiosa a la actividad económica y humana. De hecho, la actividad económica proporciona la oportunidad de practicar muchas virtudes, como la diligencia, la prudencia, la fidelidad y el coraje.
El texto también tiene palabras positivas para el papel de lograr beneficios, que son un signo de que los factores productivos implicados en la empresa se están usando bien. Sin embargo, los negocios deben servir también a la sociedad de modo apropiado y esto no se hace cuando se violan las obligaciones de la justicia social o los derechos de los trabajadores.
El compendio también observa que en el mundo de hoy los Estados individuales pueden encontrar difícil regir las operaciones de negocios y que esto pone en la empresa privada una mayor responsabilidad para abrirse a los valores de la solidaridad y el auténtico desarrollo humano.
En materia de mercado libre en general, el compendio explica que «es una institución de importancia social por su capacidad de garantizar resultados efectivos en la producción de bienes y servicios» (No. 347). Un mercado verdaderamente competitivo, continúa el texto, «es un instrumento efectivo para obtener objetivos importantes de justicia».
No obstante, el compendio agrega que, en un mercado libre, deben tomarse en cuenta los fines del bien común y el desarrollo humano, y no sólo la motivación del beneficio. Hay necesidades humanas importantes y bienes que no puede comprarse y venderse en el mercado.
En cuanto al papel del Estado en la regulación del mercado, el compendio invoca la aplicación de dos principios: solidaridad y subsidiariedad. Solidaridad es estimular acciones que defiendan a los pobres y desaventajados; subsidiariedad es garantizar que la intervención del Estado no se vuelve excesivamente invasora.
En varios números el compendio insiste en que el Estado no debe interferir demasiado en el funcionamiento de la economía, de manera que restrinja indebidamente las libertades de los individuos y de los negocios. Por otro lado, también defiende el papel legítimo de los impuestos y del gasto público, que juega un importante papel, especialmente al proteger al débil. Por lo tanto, pagar impuestos es «parte del deber de solidaridad» (No. 355), pero el Estado tiene la correspondiente obligación de asegurar que los impuestos son «razonables y justos», y los recursos públicos son administrados con «precisión e integridad».
La última parte del capítulo considera algunos de los recientes desarrollos relacionados con la globalización y los mercados financieros internacionales. «La globalización da lugar a nuevas esperanzas y al mismo tiempo plantea cuestiones preocupantes» (No. 362).
El compendio reconoce que la globalización ha abierto muchas oportunidades, pero expresa su preocupación sobre las desigualdades entre las economías avanzadas y los países en desarrollo. Citando a Juan Pablo II el texto pide una «globalización en la solidaridad» para ocuparse de este problema.
Un sistema más equitativo del comercio internacional, y una fuerte defensa de los derechos humanos están entre las reformas pedidas por el compendio. Respetar las diferencias culturales y religiosas y asegurar una mayor solidaridad entre generaciones son puntos a tratar.
En cuanto a los mercados financieros, el texto reconoce su papel positivo en facilitar el crecimiento económico y las inversiones a gran escala. Sin embargo, existe el riesgo de que el sector financiero pierda de vista el servir al desarrollo humano y se convierta en «un fin en sí mismo». Y haciendo frente con los graves problemas causados por la inestabilidad financiera, también es necesario hacer que estos mercados sean más estables.
La globalización también requiere una mayor cooperación de los Estados para coordinar la economía, dado que los gobiernos individuales con frecuencia ya no son capaces de ejercitar una guía efectiva. El compendio pide la creación de «instrumentos políticos y jurídicos adecuados y efectivos» (No. 371) que asegurarán «el bien común de la familia humana».
En los números concluyentes observa que lograr esto será también lograr beneficios para países más ricos, donde la abundancia de bienes materiales suele acompañarse por «un sentido de alienación y pérdida de su propia humanidad» (No. 374). El capítulo concluye llamando a educar a las personas de manera que tengan claro la actividad económica debe verse en un contexto humano más amplio.
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