El relativismo se ha convertido en la gran cuestión de debate en la filosofía y en la política. Ligado a él está la cuestión de los límites de los parlamentos para aprobar leyes que vayan contra el derecho natural. Si todo es relativo, nada debería poder frenar a las mayorías. Ante esta posibilidad, temible, se alzan voces alertando del peligro de la aparición de nuevas dictaduras. Una de esas voces es la del Papa Benedicto XVI.
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En la homilía del 18 de abril, durante la misa celebrada antes del comienzo del cónclave, el entonces cardenal Joseph Ratzinger se refería a las tendencias siempre cambiantes del pensamiento contemporáneo. «Cuántos vientos doctrinales hemos conocido en estas últimas décadas, cuántas corrientes ideológicas, cuántas modas de pensamiento?», preguntaba. Al mismo tiempo, el que los creyentes mantengan los valores de su fe «suele etiquetarse como fundamentalismo», observaba. Como resultado, «el relativismo, es decir, el permitirse a uno mismo dejarse llevar por cada viento ‘doctrinal’, parece ser la única actitud que está de moda».
Contra lo que el cardenal Ratzinger denominó «una dictadura del relativismo que no reconoce nada como absoluto y que deja únicamente al ‘yo’ y sus caprichos como última medida», la Iglesia ofrece a Cristo como la verdadera medida. Además, la Iglesia ofrece a sus seguidores una fe adulta que no sigue la última tendencia y que está, por el contrario, «profundamente enraizada en la amistad con Cristo». Y sobre la base de esta amistad tenemos «la medida para discernir entre lo que es verdadero y lo que es falso, entre el engaño y la verdad».
Esta crítica del relativismo encontró hostilidad en algunos círculos. Escribiendo en el periódico británico “The Guardian” el 20 de abril, Julian Baggini indicaba: «La elección entre el blanco y el negro que nos ofrece Ratzinger es, por lo misma, falsa. La certeza moral absoluta que él sostiene que ofrece la Iglesia es hueca». Y el 19 de abril, “The New York Times” describía la homilía del pre-cónclave como «inflexible», y al cardenal mismo como «un ultraconservador» que «está a favor de una iglesia más pequeña, pero más pura ideológicamente».
Sin embargo, la importancia de preservar las verdades y valores perennes fue defendida por otros. En un comentario escrito para el periódico Scotsman, John Haldane, profesor de filosofía en la Universidad de St. Andrews, observaba que un elemento clave en el pensamiento del cardenal Ratzinger ha sido la convicción de que las verdades reveladas del cristianismo «nos liberan en la tierra y nos salvan en la eternidad». La falacia del pensamiento moderno como el cardenal nos advierte, explica Haldane, es la idea de que «la verdad se fabrica más que se descubre». En parte, observaba, esto surge de la reacción que el hombre moderno siente cuando se confronta con la idea de que somos pecadores y que esto puede conducirnos al castigo eterno. En estas circunstancias, decía el profesor, «es más confortable negar que haya pecado que arrepentirse y reformarse».
Benedicto XVI también recibió apoyo en una entrevista con el antiguo primer ministro italiano Giuliano Amato, publicada el 25 de abril en el periódico “La Repubblica”. Amato, un defensor de los principios seculares, observaba que la homilía del cardenal Ratzinger había incitado a muchos a comentar que ahora la Iglesia tiene un Papa conservador, o incluso reaccionario. Pero, continuaba, la crítica del relativismo está firmemente en la línea de lo que Juan Pablo II ha enseñado en muchas ocasiones cuando advertía de los peligros de una sociedad sin ideales. El antiguo primer ministro también afirmaba que la sociedad no puede basarse meramente en una base procesal vacía que deje de lado los valores en nombre de la libertad.
El 1 de abril, el cardenal Ratzinger fue al monasterio de Santa Escolástica en Subiaco para recibir el premio San Benito a la promoción de la vida y la familia en Europa. Durante la conferencia, el cardenal Ratzinger observó que los avances científicos nos han dado el poder de alterar incluso nuestro propio código genético y ahora vemos el mundo y a nosotros mismos no como un don que viene de Dios, sino como un producto de nuestra propia fabricación.
Con todo, nuestra capacidad para tomar decisiones morales no ha ido al paso con el progreso técnico, advertía. Más bien, ha disminuido, porque la mentalidad científica y técnica que ahora domina el pensamiento en la sociedad contemporánea confina la moralidad al reino de lo puramente personal y subjetivo. El divorcio entre nuestras capacidades técnicas y cualquier norma moral que pueda limitar las elecciones que hacemos al utilizar este poder, sin embargo, nos coloca en una situación de grave riesgo, dado el potencial destructivo de las tecnologías modernas. El mundo hoy, indicaba el cardenal Ratzinger, necesita más que nunca la ayuda de una moralidad que influya en la esfera pública, que nos ayude a hacer frente a los graves riesgos y desafíos a que se enfrenta la sociedad. En un análisis final, observaba, las condiciones seguras que son una precondición necesaria para el ejercicio de nuestra libertad no dependen de una serie de medios técnicos, sino de fuerzas morales. Y cuando falta la moralidad, el poder del hombre se transforma en una fuerza destructiva. Ahora tenemos la capacidad de clonar humanos, utilizar a personas como bancos de órganos para otros, y hacer armas militares de destrucción masiva. Y la filosofía predominante del racionalismo y el positivismo, que rechaza cualquier creencia moral o religiosa, rechaza los intentos de poner cualquier límite a nuestra libertad de poner en práctica lo que nuestra capacidad técnica nos permita hacer.
El cardenal Ratzinger también observaba que incluso aunque las ideas como la paz y la justicia son comunes en el discurso público de hoy, no se basan en valores morales, sino en una vaga concepción que se reduce al nivel de política de partidos. Con demasiada frecuencia estos términos se quedan al nivel de los discursos, y no se trasladan a un compromiso personal por estos valores en nuestra vida diaria.
En su conferencia en Subiaco, el cardenal reconoció la importancia de las aportaciones del pensamiento moderno a la sociedad de hoy. Pero la mentalidad secularista que suele acompañarlo no debería ignorar las profundas raíces cristianas de la sociedad, defendía. El choque cultural real en el mundo de hoy, decía, no es entre diferentes culturas religiosas, sino entre quienes buscan una emancipación radical del hombre de Dios y las principales religiones.
Eliminar cualquier referencia a Dios o a la religión en la vida pública no es una expresión de tolerancia que es una protección para los no creyentes, sino más bien la expresión de un punto de vista que quiere ver a Dios permanentemente fuera de la vida pública y dejarlo a un lado como alguna clase de residuo cultural del pasado. El relativismo, que es el punto de partida de esta mentalidad secularista, se convierte en una clase de dogmatismo que cree que ha alcanzado el estadio definitivo de conocimiento de lo que la razón humana realmente es. Pero, advertía, si desterramos a Dios, la dignidad humana también desaparecerá.
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