Uno de los argumentos a que más recurren los que atacan a la Iglesia es el de afirmar que la fe es irracional –y por lo tanto inhumana y desechable- y que la Iglesia es la gran enemiga de la ciencia y del progreso. No importa que los libros de historia estén llenos de datos que confirman la protección de la Iglesia al pensamiento y a la ciencia durante cientos de años –que incluye, por ejemplo, la creación de las Universidades-, ni que hayan existido cientos de clérigos filósofos o científicos –por ejemplo, Copérnico- o miles de laicos que han sido grandes investigadores y profundos creyentes –como Pasteur, que dijo aquello de “un poco de ciencia te aleja de Dios, pero mucha ciencia te devuelve a Él”-. No importa nada de eso, pues el tópico está bien asentado y constituye uno de los axiomas que no hace falta demostrar y sobre los que se ha construido la vida social actual: ser creyente es lo contrario de ser inteligente. Para afrontar esta cuestión, vamos a ver algunos textos de la encíclica “Fides et Ratio” de Juan Pablo II, que luego serán comentados.
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Fides et Ratio. Selección de textos:
“Hay una profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y el de la fe… La razón y la fe, por tanto, no se pueden separar sin que se reduzca la posibilidad del hombre de conocer de modo adecuado a sí mismo, al mundo y a Dios.” (nº 16).
“El hombre, por su naturaleza, busca la verdad. Esta búsqueda no está destinada sólo a la conquista de verdades parciales, factuales o científicas; no busca sólo el verdadero bien para cada una de sus decisiones. Su búsqueda tiende hacia una verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso es una búsqueda que no puede encontrar solución si no es en el absoluto. Gracias a la capacidad del pensamiento, el hombre puede encontrar y reconocer esta verdad. En cuanto vital y esencial para su existencia, esta verdad se logra no sólo por vía racional, sino también mediante el abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma. La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida a otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más significativos y expresivos… De todo lo que he dicho hasta aquí resulta que el hombre se encuentra en un camino de búsqueda, humanamente interminable: búsqueda de verdad y búsqueda de una persona de quien fiarse. La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ver realizado el objetivo de esta búsqueda. En efecto, superando el estadio de la simple creencia la fe cristiana coloca al hombre en ese orden de gracia que le permite participar en el misterio de Cristo, en el cual se le ofrece el conocimiento verdadero y coherente de Dios Uno y Trino. Así, en Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia” (nº 33).
“Esta verdad, que Dios nos revela en Jesucristo, no está en contraste con las verdades que se alcanzan filosofando. Más bien los dos órdenes de conocimiento conducen a la verdad en su plenitud. La unidad de la verdad es ya un postulado fundamental de la razón humana, expresado en el principio de no contradicción” (nº 34).
“Santo Tomás… tuvo el gran mérito de destacar la armonía que existe entre la razón y la fe. Argumentaba que la luz de la razón y la luz de la fe proceden ambas de Dios; por tanto, no pueden contradecirse entre sí. Más radicalmente, Tomás reconoce que la naturaleza, objeto propio de la filosofía, puede contribuir a la comprensión de la revelación divina. La fe, por tanto, no teme la razón, sino que la busca y confía en ella. Como la gracia supone la naturaleza y la perfecciona, así la fe supone y perfecciona la razón” (nº 43).
“A partir de la baja Edad Media la legítima distinción entre los dos saberes se transformó progresivamente en una nefasta separación. Debido al excesivo espíritu racionalista de algunos pensadores, se radicalizaron las posturas, llegándose de hecho a una filosofía separada y absolutamente autónoma respecto a los contenidos de la fe. Entre las consecuencias de esta separación está el recelo cada vez mayor hacia la razón misma. Algunos comenzaron a profesar una desconfianza general, escéptica y agnóstica, bien para reservar mayor espacio a la fe, o bien para desacreditar cualquier referencia racional posible a la misma. En resumen, lo que el pensamiento patrístico y medieval había concebido y realizado como unidad profunda, generadora de un conocimiento capaz de llegar a las formas más altas de la especulación, fue destruido de hecho por los sistemas que asumieron la posición de un conocimiento racional separado de la fe o alternativo a ella” (nº 45).
“En el ámbito de la investigación científica se ha ido imponiendo una mentalidad positivista que, no sólo se ha alejado de cualquier referencia a la visión cristiana del mundo, sino que, y principalmente, ha olvidado toda relación con la visión metafísica y moral. Consecuencia de esto es que algunos científicos, carentes de toda referencia ética, tienen el peligro de no poner ya en el centro de su interés la persona y la globalidad de su vida. Más aún, algunos de ellos, conscientes de las potencialidades inherentes al progreso técnico, parece que ceden, no sólo a la lógica del mercado, sino también a la tentación de un poder demiúrgico sobre la naturaleza y sobre el ser humano mismo. Además, como consecuencia de la crisis del racionalismo, ha cobrado entidad el nihilismo. Como filosofía de la nada, logra tener cierto atractivo entre nuestros contemporáneos. Sus seguidores teorizan sobre la investigación como fin en sí misma, sin esperanza ni posibilidad alguna de alcanzar la meta de la verdad. En la interpretación nihilista la existencia es sólo una oportunidad para sensaciones y experiencias en las que tiene la primacía lo efímero. El nihilismo está en el origen de la difundida mentalidad según la cual no se debe asumir ningún compromiso definitivo, ya que todo es fugaz y provisional” (nº 46).
“La Revelación propone claramente algunas verdades que, aun no siendo por naturaleza inaccesibles a la razón, tal vez no hubieran sido nunca descubiertas por ella, si se la hubiera dejado sola. En este horizonte se sitúan cuestiones como el concepto de un Dios personal, libre y creador, que tanta importancia ha tenido para el desarrollo del pensamiento filosófico y, en particular, para la filosofía del ser. A este ámbito pertenece también la realidad del pecado, tal y como aparece a la luz de la fe, la cual ayuda a plantear filosóficamente de modo adecuado el problema del mal. Incluso la concepción de la persona como ser espiritual es una originalidad peculiar de la fe. El anuncio cristiano de la dignidad, de la igualdad y de la libertad de los hombres ha influido ciertamente en la reflexión filosófica que los modernos han llevado a cabo” (nº 76).
“Otro peligro considerable es el cientificismo. Esta corriente filosófica no admite como válidas otras formas de conocimiento que no sean las propias de las ciencias positivas, relegando al ámbito de la mera imaginación tanto el conocimiento religioso y teológico, como el saber ético y estético. En el pasado, esta misma idea se expresaba en el positivismo y en el neopositivismo, que consideraban sin sentido las afirmaciones de carácter metafísico. La crítica epistemológica ha desacreditado esta postura, que, no obstante, vuelve a surgir bajo la nueva forma del cientificismo. En esta perspectiva, los valores quedan relegados a meros productos de la emotividad y la noción de ser es marginada para dar lugar a lo puro y simplemente fáctico. La ciencia se prepara a dominar todos los aspectos de la existencia humana a través del progreso tecnológico. Los éxitos innegables de la investigación científica y de la tecnología contemporánea han contribuido a difundir la mentalidad cientificista, que parece no encontrar límites, teniendo en cuenta como ha penetrado en las diversas culturas y como ha aportado en ellas cambios radicales. Se debe constatar lamentablemente que lo relativo a la cuestión sobre el sentido de la vida es considerado por el cientificismo como algo que pertenece al campo de lo irracional o de lo imaginario. No menos desalentador es el modo en que esta corriente de pensamiento trata otros grandes problemas de la filosofía que, o son ignorados o se afrontan con análisis basados en analogías superficiales, sin fundamento racional. Esto lleva al empobrecimiento de la reflexión humana, que se ve privada de los problemas de fondo que el animal rationale se ha planteado constantemente, desde el inicio de su existencia terrena. En esta perspectiva, al marginar la crítica proveniente de la valoración ética, la mentalidad cientificista ha conseguido que muchos acepten la idea según la cual lo que es técnicamente realizable llega a ser por ello moralmente admisible” (nº 88).
“No menores peligros conlleva el pragmatismo, actitud mental propia de quien, al hacer sus opciones, excluye el recurso a reflexiones teoréticas o a valoraciones basadas en principios éticos. Las consecuencias derivadas de esta corriente de pensamiento son notables. En particular, se ha ido afirmando un concepto de democracia que no contempla la referencia a fundamentos de orden axiológico y por tanto inmutables. La admisibilidad o no de un determinado comportamiento se decide con el voto de la mayoría parlamentaria. Las consecuencias de semejante planteamiento son evidentes: las grandes decisiones morales del hombre se subordinan, de hecho, a las deliberaciones tomadas cada vez por los órganos institucionales. Más aún, la misma antropología está fuertemente condicionada por una visión unidimensional del ser humano, ajena a los grandes dilemas éticos y a los análisis existenciales sobre el sentido del sufrimiento y del sacrificio, de la vida y de la muerte” (nº 89).
“Creer en la posibilidad de conocer una verdad universalmente válida no es en modo alguno fuente de intolerancia; al contrario, es una condición necesaria para un diálogo sincero y auténtico entre las personas” (nº 92).
“La Iglesia está profundamente convencida de que fe y razón «se ayudan mutuamente», ejerciendo recíprocamente una función tanto de examen crítico y purificador, como de estímulo para progresar en la búsqueda y en la profundización” (nº 100).
Argumentación:
La doctrina de la Iglesia, tal y como deja claro la encíclica, es que no hay oposición entre verdad científica o filosófica y verdad de fe. Como decía Santo Tomás, ambas proceden de Dios y no pueden contradecirse entre sí. Si en algún caso se plantea una contradicción, hay que considerar que ésta es tan sólo aparente y que se trata de una mala interpretación de una u otra parte. La filosofía y la ciencia, por su parte, no agotan todo el saber humano, que es completado por la Revelación. Además, ambas –filosofía y ciencia- en cuanto practicadas por el hombre están abiertas a la confianza en alguien, pues el hombre necesita no sólo saber sino también confiar –por ejemplo, en el ser amado, en el partido político al que vota, en que el semáforo que le da paso funciona correctamente, en el médico que le atiende….-, con lo cual se demuestra que la confianza –elemento fundamental de la fe- no sólo no es inhumana ni está reñida con la inteligencia sino que es esencial a la naturaleza del hombre y sin ella no se podría vivir. Lo que va a hacer el cristianismo es ofrecer, como dice la encíclica, “una persona de quien fiarse” con total garantía y esa persona es Jesucristo. Un católico podrá decir: “Me fío de mi razón y me fío de Cristo, porque la una me abre unos horizontes y el otro, Jesús, me abre otros distintos y complementarios”.
Esos horizontes que abre Cristo, que abre la fe cristiana, no están reñidos con los que abren la filosofía y la ciencia –los dos campos en que trabaja la razón-. Mas bien, como dice la encíclica, “los dos órdenes de conocimiento conducen a la verdad en su plenitud” (nº 34). Es como si, teniendo dos ojos para ver, tuviéramos que elegir entre uno u otro; lo mejor es, sin ninguna duda, poder ver nítidamente con ambos a la vez.
El problema, pues, no es de raíz, como si lo que la fe enseña estuviera por naturaleza en contraposición con lo que enseña la razón. El problema está en qué ha ocurrido y está ocurriendo con el pensamiento y qué ha ocurrido o puede estar ocurriendo con la teología. El Papa lo plantea muy bien en la encíclica, señalando los peligros para ambas disciplinas cuando se alejan la una de la otra. Si bien la teología sin la razón –cosa que no sucede en el catolicismo- puede degenerar en fundamentalismo, en general no es esa la desviación más frecuente, al menos entre nosotros. Sí es frecuente, en cambio, la desviación contraria: la razón se considera autosuficiente, se siente orgullosa de sus logros –sobre todo en el ámbito científico- y desprecia a la fe y a lo que ella lleva consigo, como es la ética “Consecuencia de esto es que algunos científicos, carentes de toda referencia ética, tienen el peligro de no poner ya en el centro de su interés la persona” (nº 46). “Se debe constatar lamentablemente que lo relativo a la cuestión sobre el sentido de la vida es considerado por el cientificismo como algo que pertenece al campo de lo irracional o de lo imaginario… En esta perspectiva, al marginar la crítica proveniente de la valoración ética, la mentalidad cientificista ha conseguido que muchos acepten la idea según la cual lo que es técnicamente realizable llega a ser por ello moralmente admisible” (nº 88). Es decir, una razón encerrada en sí misma termina por olvidar la ética y, como consecuencia, se muestra capaz de conseguir avances técnicos que pueden ser destructivos para el hombre; la crisis ecológica, como antes lo fuera la crisis atómica, son una muestra de ello. Por eso Juan Pablo II decía: “Sí a la ciencia con conciencia”, sí a la ciencia cuando no olvida la ética, cuando no se cierra a lo que, al menos desde esa perspectiva, aporta la religión.
Concluyendo, tener fe no hace menos inteligente al hombre o no le impide desarrollar su inteligencia. Le abre a otra dimensión, complementaria, que con la sola luz de su razón no podría alcanzar. Además, le va a impedir caer en el subjetivismo ético o, lo que es aún peor, en el nihilismo (“según el cual no se debe asumir ningún compromiso definitivo, ya que todo es fugaz y provisional” nº 46), poniendo siempre ante su mirada una barrera que no debe franquear: la de los derechos humanos, la de que la ciencia y la técnica estén al servicio del hombre, de todos los hombres. Uno de los más famosos grabados de Goya lleva por título: “El sueño de la razón produce monstruos”; se podría aplicar al debate entre ciencia y fe, diciendo: “La omisión de la fe por la razón produce monstruos que destruyen al hombre”. Una vez más, Cristo se nos muestra como el Salvador, no sólo de enemigos externos a nosotros, sino del enemigo que habita en nuestro propio interior, el que nos lleva a creer que no necesitamos a nadie para salvarnos, que nos sobramos a nosotros mismos con nuestra inteligencia y nuestra voluntad. Ese enemigo se llama soberbia.
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