Moral familiar (IV)

Muchos consideran que el matrimonio entre un hombre y una mujer es un invento de la Iglesia y que está, por lo tanto, ligado a una religión concreta, la cristiana. Por eso, cuando la Iglesia protesta por la equiparación de las uniones gay con los matrimonios, dicen que se les quiere imponer una moral que no es la suya. Pero se trata de algo inscrito en la naturaleza humana.
Algunos problemas actuales en torno al matrimonio derivan de una falsa concepción del mismo. De aquí que sea decisivo descubrir qué es en verdad el matrimonio. Las ideas falsas sobre el matrimonio tienen dos fuentes: la insuficiencia doctrinal y la falta de una vida éticamente correcta.
Uno de los errores de fondo, del cual derivan otros, consiste en un cambio profundo del concepto de verdad. Desde el racionalismo, se valora más el “pensar” que el “conocer”, es decir, interesa más lo que “yo pienso” sobre algo que el “conocer lo que es la realidad”. Ante tal planteamiento, la “opinión” es más importante que la “verdad”, lo cual conduce a un subjetivismo: no existe lo real, sino lo que yo pienso o lo que yo imagino. Esta orientación intelectual, referida al matrimonio lleva a que, más que lo que el matrimonio es en sí mismo, interesa lo que “se piensa” sobre él, con lo que a la institución matrimonial se la somete al arbitrio del pensar de cada sujeto.
De este error derivan otros. Por ejemplo, que el matrimonio no es una institución natural, sino cultural, pues depende de las ideas de cada época y por lo tanto es mudable. Otro error es pensar que el matrimonio es un compromiso social que requiere una cierta estabilidad porque se anota en el registro civil, pero que queda al arbitrio de las partes que lo suscriben, por lo que se puede romper de mutuo acuerdo entre las partes o a decisión de una de ellas.
En la línea del subjetivismo, algunos piensan que el “papeleo” es inútil, e incluso se dice que es una rutina, consecuencia de una sociedad farisaica, por lo que no hace falta recurrir al reconocimiento civil, sino que es suficiente la mutua voluntad de convivir de los cónyuges; por supuesto, esta voluntad tampoco es definitiva, sino que se puede rescindir en cualquier momento.
Más errores fruto de la absolutización de “lo que yo pienso”: para algunos, el matrimonio no es la convivencia hombre-mujer, sino que es suficiente hablar de “pareja”, pudiendo ésta estar compuesta por dos hombres o dos mujeres.
Todas estas ideas sobre la institución del matrimonio no son una concepción extraña que mantiene una minoría marginal, sino que es admitida cada vez por más Gobiernos -entre ellos el de España- y que ha recibido el apoyo mayoritario del Consejo de Europa.
Otra de las causas que desvirtúan la naturaleza del matrimonio no tiene origen en las ideas, sino en la vida, o mejor, en la “mala vida”. Es evidente la íntima relación que existe entre la razón y la vida, entre el pensamiento y la propia existencia. El dicho popular lo formula así: “Si no vives como piensas, terminarás por pensar como vives”. La causa es doble; en primer lugar, porque es inherente al ser humano tratar de justificar con razones el estilo de vida que se lleva; en segundo lugar, porque la conducta desarreglada impide a la razón descubrir la verdad.
La solución para superar estos errores de fondo es seguir el consejo de Orwell: “Hoy, la primera labor del hombre intelectual es recordar lo obvio”. Pues bien, la obviedad del ser humano es ésta: Es un ser en el que convergen cuerpo y espíritu. Como ser “corporal”, la diferencia entre el hombre y la mujer viene marcada por la diversidad de sexo, que configura el ser-hombre y el ser-mujer. Se es “hombre” y se es “mujer” desde lo más profundo de la personalidad. Es, pues, otra obviedad reconocer que la sexualidad no se identifica con la genitalidad, sino que abarca la totalidad de la configuración somática y psíquica. Hombre y mujer se diferencian desde los genes hasta la sensibilidad afectiva.
Por consiguiente, tanto la conformación somática como la psíquica demandan que el matrimonio sea entre un hombre y una mujer. De ahí que se pueda afirmar que la homosexualidad no es “normal”y no es “natural”. Sin embargo, como la homosexualidad tiene raíces muy variadas y complejas, no se puede condenar moralmente el “sentimiento” homosexual, debido a que puede quedar fuera de las decisiones libres del individuo. La Iglesia lo que condena es el “comportamiento”, no el “sentimiento”.
Estas realidades obvias son las que confirman que el matrimonio entre un hombre y una mujer es la institución natural por excelencia, la más natural de las instituciones, pues está escrita en el cuerpo y en el espíritu del hombre y de la mujer. De todo ello se siguen estas conclusiones:
– El matrimonio no es un simple fenómeno cultural, sino que es una realidad natural, que toma origen en la propia estructura psico-somática de la mujer y del hombre.
– El matrimonio no es un simple fenómeno histórico, sino que es un hecho natural, pues ser hombre o ser mujer no derivan de factores coyunturales de la historia, sino de la propia naturaleza humana.
– El matrimonio no es una invención del hombre, sino un fenómeno demandado por la naturaleza. Por lo mismo, no depende del voto de la mayoría determinar qué es matrimonio y qué no lo es.
Dicho todo esto y sentado ya el carácter natural del matrimonio entre el hombre y la mujer y sólo entre ellos, tenemos que entrar ahora a analizar la naturaleza específica de la institución matrimonial, concretamente el punto de si el matrimonio es o no indisoluble y si es o no monógamo.
Lo que se entrega en el matrimonio es la conyugalidad, es decir, lo específico del ser hombre y ser mujer, lo más íntimo de cada uno, lo que constituye a cada uno como “hombre” y como “mujer”. Eso que se entrega se tiene por naturaleza y como la naturaleza no puede ser dividida tampoco el matrimonio puede ser dividido, no puede ser compartido con un tercero. Por eso la unidad en el matrimonio -la monogamia- responde a su propia naturaleza. En lenguaje bíblico se formula con una expresión: “Forman los dos una sola carne”. Por ello, la poligamia supone una situación de injusticia permanente para unas mujeres sometidas a un solo hombre, que es compartido por otras y en competencia mutua.
La indisolubilidad es más difícil de argumentar con pruebas que convenzan a todos. Sin embargo, nadie puede dudar que el matrimonio exige “estabilidad”, sobre todo para la educación de los hijos, que en la especie humana nacen muy desvalidos y necesitan al padre y a la madre durante mucho tiempo. Este argumento es tan poderosos que era el único aducido por los antiguos para defender la indisolubilidad.
Además, la unidad reclama a la estabilidad, pues debe prolongarse en el tiempo, ya que de lo contrario se podría hablar de poligamia espaciada: se está con varias mujeres pero una después de otra. Además, si el matrimonio une lo más específico del ser humano, vincula de tal forma sus personas que demanda la permanencia en ese estado. De ahí la obligación mutua de mantener el amor, de luchar para que no se deteriore, de quitar todos los obstáculos que puedan provocar la ruptura, por el bien de los esposos y de los hijos.