Moral familiar (III)

Hemos visto ya la doctrina sobre la familia y el matrimonio en la Palabra de Dios. En este capítulo vamos a estudiar algunos de los pronunciamientos del Magisterio de la Iglesia sobre este tema. No hay que olvidar que, según el Vaticano II, “el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios ha sido encomendado únicamente al Magisterio de la Iglesia” (DV, 10).

La enseñanza del Magisterio sobre el matrimonio a lo largo de la historia ha sido constante. Se inicia con la Carta a los Corintios del Papa Clemente, en el año 95. En ella se recoge la doctrina acerca de la unidad y la indisolubilidad del matrimonio. La persecución posterior hizo difícil que los sucesivos Papas pudieran dar a conocer a la Iglesia su pensamiento sobre éste u otros temas. El Papa Calixto (217-222) escribió sobre la regulación del matrimonio cristiano cuando éste tenía que hacerse en secreto debido a que la ley civil impedía hacerlo público. El Papa Julio I (340) legisló sobre el matrimonio entre una esclava y su señor, declarando su legitimidad.
Aunque el edicto de Constantino (313) dio libertad a la Iglesia, éste no fue declarada religión oficial del Imperio hasta el 380. Desde ese momento, los Papas inician una correspondencia con las distintas iglesias: unas veces responden a consultas de los obispos, mientras que en otros casos se dirigen a todos indicando cómo deben aplicarse las decisiones de los Concilios o sobre asuntos de fe y costumbres. estas cartas, dado que “decretaban” normas que debían cumplirse, se denominaron “Decretales”. Muchas de ellas se refieren al matrimonio y, dentro de él, a distintas cuestiones. La más repetida es la de la indisolubilidad, sin que se encuentre excepción alguna a esta norma. Hay que tener en cuenta, además, que este comportamiento les enfrentaba con los reyes y poderosos, pues eran ellos los que solicitaban que se les permitiera anular su matrimonio cuando se cansaban de la primera mujer.
Sin embargo, sí se contemplaban, como excepciones, las posibilidades de anulación del matrimonio cuando se basaban en algún texto de la Escritura. La primera de estas excepciones es el llamado “privilegio paulino”. San Pablo, en 1 Cor 7, 12-16, hace una excepción a la doctrina contundente de Jesús contra el divorcio, que permite romper el vínculo de un matrimonio entre dos paganos cuando uno se bautiza y el otro le impide vivir su fe.
Posteriormente, esto se justificó alegando que el matrimonio entre dos paganos no es verdadero matrimonio y que las dificultades que el pagano pone al cristiano para practicar su religión causan un mal grave a Dios y al creyente. Sobre esta cuestión intervino el Papa Inocencio III (1198-1216) con dos Decretales, en las que fija las condiciones para poder aplicar el “privilegio paulino”: debe tratarse de un matrimonio entre paganos, pero después del bautismo de uno de los cónyuges la parte infiel no acepta vivir pacíficamente con el bautizado; el Papa argumenta esta decisión de este modo: “Porque aunque el matrimonio es verdadero entre los infieles, no es, sin embargo, rato (es decir, indisoluble).
Entre los fieles, en cambio, el matrimonio es verdadero y además rato, porque el sacramento de la fe (bautismo), una vez que fue recibido, no se pierde nunca, sino que hace rato el sacramento del matrimonio, de forma que perdura el mismo sacramento, mientras éste perdura en los cónyuges” (Dz 406). Como conclusión, el Papa establece que el matrimonio entre paganos es verdadero matrimonio, pero no es tan firme como el contraído entre bautizados y por eso se puede romper por una causa mayor.
Además del “privilegio paulino” en la Escritura está el llamado “privilegio petrino”, basado en el poder que Jesucristo dio a Pedro para “atar y desatar” (Mt 16, 18). Los problemas que en aquella época se suscitaban eran la indisolubilidad en caso de que uno de los cónyuges fuera hereje, o en el caso de que -estando aún sin consumar- uno de los dos quisiera hacerse religioso, o, simplemente, si se podía anular por cualquier motivo en el caso de que no se hubiera consumado.
La disolución del matrimonio celebrado pero no consumado se llevaba discutiendo mucho tiempo, pero en el siglo XII la cuestión se polarizó entre dos autores de renombre: Pedro Lombardo, teólogo de París, y el Maestro Graciano, canonista de Bolonia. Este, canonista, afirmaba que la disolución era posible mientras no se consumara y que el poder lo tenía el Papa. Aquel, teólogo, decía que la consumación era indiferente pues lo que importaba era el consentimiento. El Papa nombró una comisión de ocho cardenales y cuatro auditores de la Rota, que el 16 de junio de 1599 emitió por unanimidad un dictamen favorable a que el Papa goza del poder de disolver el matrimonio rato y no consumado. Desde entonces se ha incorporado al Derecho Canónico.
Otra causa de indisolubilidad era la de que, al hacerlo, se favoreciera la fe. Esto se presentó con las nuevas misiones en América y en Oriente. Los bautizados provenían de una cultura polígama y divorcista y eso le presentaba al misionero la duda de cómo debía comportarse cuando un pagano se bautizaba y tenía varias esposas. La Santa Sede fue dando respuesta a las sucesivas cuestiones que se presentaban. Así, Paulo III (1537) decretó que el polígamo, al bautizarse, si recuerda cuál fue su primera mujer, debe casarse con ella; en caso contrario podía casarse con cualquiera de las mujeres que tenía. Pío V, en 1571, decretó que el polígamo, al bautizarse, se podía casar con una de sus mujeres aunque no fuera la primera si ésta se bautizaba también. Gregorio XIII, en 1585, afrontó la cuestión de los esclavos negros llevados a América desde África, que estaban casados en su tierra y que, sin posibilidad de volver, querían contraer nuevo matrimonio; el Papa autorizó el nuevo matrimonio del esclavo bautizado; esta doctrina, adaptada a nuestro tiempo, se recoge en el Código (c.1149) y es aplicable a otras situaciones como “la cautividad o la persecución”.
Los tres casos citados van dirigidos a anular matrimonios naturales (no sacramentales) en pro de un matrimonio posterior dentro de la Iglesia. Por eso se llaman anulaciones “en favor de la fe” y se basan en el “privilegio petrino” ya citado.
A partir del siglo XVI, los Papas usaron el “privilegio petrino” como algo inherente a su oficio de pastor universal de la Iglesia. Uno de los casos en que se ha utilizado es cuando se ha producido el matrimonio entre un católico y un no cristiano y posteriormente se presentan dificultades para la práctica de la fe; no es la situación anterior, de matrimonio entre dos no católicos en el cual uno se convierte y el otro no y se opone a que el convertido practique su nueva religión. Fue Pío XI quien dio el paso para permitir la disolución de estos matrimonios. Pío XII aclaró que si bien el Papa no puede disolver el matrimonio rato y consumado entre dos bautizados (pues es indisoluble por derecho divino), en el resto de los casos la indisolubilidad es “extrínseca”, dependiente de la autoridad competente. En 1973, Doctrina de la Fe publicó las normas que permiten esta disolución; entre otros casos, se contemplaba la posibilidad de que un católico se casara con un no bautizado divorciado de otro no bautizado, sin que a este no bautizado se le exigiera bautizarse para poder casarse, alegando, como antes, que el matrimonio era bueno para su fe.