La autoridad de Jesús (I)

Jesús se presentó ante el pueblo judío como alguien investido de una autoridad divina, pues sólo Dios podía modificar las órdenes dadas por el propio Dios, ya que sólo un legislador debidamente autorizado puede corregir la legislación precedente. Esta pretensión de Cristo sonó a los oídos de la mayoría de sus interlocutores como una blasfemia y fue la causa última de su muerte.

El denominador común de la conducta de Jesús, de su trato con los hombres, de sus acciones y sus palabras, puede establecerse en un concepto, el de “soberanía” o, hablando en sentido bíblico, el de “autoridad”. Cristo es alguien que habla con “autoridad”, tal y como constatan reiteradamente los evangelistas, mostrando, al hacerlo, la sorpresa del pueblo, a veces el agrado y otras el rechazo. Los evangelios suelen emplear esta palabra en referencia a su enseñanza: “Y quedaron asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mc 1, 22; Mt 7, 29). También se refieren con este concepto a la fuerza de su palabra curadora (Mt 8, 5-13). En los más diversos encuentros, Jesús aparece siempre con una “autoridad” inmediata que tiene su fuente en él mismo. La autoridad de que se reviste Cristo le da derecho a decir ciertas cosas, derecho que es tanto más significativo cuanto que supone una modificación de normas éticas o litúrgicas procedentes, según pensaban los judíos, del propio Dios. También le da derecho a hacer otras cosas, como los milagros, por ejemplo. Como se ha dicho, esta “autoridad” de que se reviste Cristo, tanto en sus palabras como en sus acciones, va a provocar asombro, asombro que se traducirá en seguimiento o en repulsa.
Tradicionalmente se han analizado las huellas de la autoridad de Jesús a través de tres vías de investigación: las acciones de Cristo, su relación con la Ley judía y su relación con el propio Dios. En este capítulo y en el próximo veremos estos tres niveles.
En los Hechos de los Apóstoles se habla de “milagros, prodigios y señales”. La Constitución del Concilio Vaticano II “Dei verbum”, en el número 4, habla de obras, signos y milagros de Jesús. Enumeraciones de este tipo sugieren una consideración diferenciada de eso que vulgarmente llamamos “milagros”. Se trata de ver, por una parte, lo “maravilloso” en la vida de Jesús dentro del contexto global de su actividad; pero los “milagros”, por otra parte, deben abordarse desde la perspectiva en la que se nos narran. como acciones llenas de fuerza, como sucesos sorprendentes, como señales.
Así, por ejemplo, hay hechos de Jesús que, sin ser milagros, son “sorprendentes” y encierran una lección que al menos algunos de los suyos supieron ver. por ejemplo, los banquetes a los que asistió y que se celebraban en las casas de los recaudadores de impuestos (publicanos) o en las de pecadores.
En todo caso, los milagros de Jesús son hechos históricos que tienen un significado teológico, pues sirven para dejar constancia del poder divino del Maestro y, al menos en algunos casos, de las características morales de su mensaje. Son, además, señales que, a modo de anticipo, hablan ya de la salvación que Cristo vino a traer a los hombres y que empieza a realizarse en esta tierra y se cumplirá plenamente en la vida futura. El propio Cristo insistió en esta interpretación de sus milagros, presentándolos como prueba irrefutable de su divinidad. Así, por ejemplo, después de una de las muchas expulsiones de demonios que llevó a cabo y que provocaron la consabida sorpresa y reacción, Jesús afirma: “Si yo expulso los demonios con el poder de Dios, entonces es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros” (Lc 11, 20; Mt 12, 28). En la misma línea hay que interpretar la respuesta que dio a los enviados de Juan Bautista, que querían saber si Él era el Mesías: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia. Y dichoso el que no encuentre en mí motivo de escándalo” (Mt 11, 5s). Había otros en su época que hacían exorcismos y que llevaban a cabo curaciones, pero ninguno se atrevía a unir esos hechos con una pretensión de divinidad, con la llegada del Reino de Dios. Eso no quiere decir que Cristo hiciera milagros a modo de pruebas que sirvieran para legitimar sus pretensiones (así, por ejemplo, se niega a hacerlos ante Herodes, cuando éste se lo demanda), pero evidentemente esos hechos extraordinarios tenían un claro valor de apoyo a las pretensiones divinas de Jesús, y Él lo sabía y dejaba constancia de ello.
El teólogo H. Merklein resume así estas tesis: “Los milagros de Jesús no son simples hechos maravillosos, sino el acontecer del reino de Dios realizándose en ellos. Por eso exigen una toma de posición ante el mensaje de Jesús y, en última instancia, ante Jesús mismo, el proclamador y representante del Reino de Dios. En esta indisociabilidad entre los milagros de Jesús y el mensaje y la persona de Jesús, la interpretación cristológica posterior tiene también su razón de ser; y esto es aplicable a la presentación de Jesús como taumaturgo, que se refiere menos a la facticidad del milagro que a lo que éste representa: la representación escatológica de Dios en la persona de Jesús”.
De ese modo, los milagros manifiestan también, de modo singular, la autoridad que Jesús se atribuye. Como muestra, dos de los que nos cuenta el evangelista Marcos:
– Mc 2, 9-11: Jesús conoció inmediatamente lo que ellos pensaban y les preguntó: “¿Qué es más fácil? ¿decir al paralítico: Tus pecados quedan perdonados; o decirle, Levántate, carga con tu camilla y vete?. Pues vais a ver que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder para perdonar pecados. Entonces se volvió hacia el paralítico y le dijo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”.
– Mc 6, 7: Llamó a los doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos.

¿La cuestión de la autoridad es tan importante que preocupa mucho a los sumos sacerdotes, los letrados y los ancianos, los cuales interpelan a Jesús y le preguntan: “¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado autoridad para actuar así?” (Mc 11, 28). No obtuvieron la respuesta que buscaban, pues si Jesús hubiera hablado abiertamente en ese momento, habría precipitado la hora de su muerte y, como Él dirá más tarde, todavía no había llegado su hora, aún tenía que completar la exposición de su mensaje e instituir sacramentos como la eucaristía y el sacerdocio. En cambio Jesús va a aplaudir a aquellos que sí saben interpretar el origen de la autoridad con que actúa Jesús, como es el caso del centurión que le había pedido que curara a un criado: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi criado quedará sano” (Mt 8, 8). La actitud adecuada ante Jesús es la fe. Cuando no se alcanza este nivel de respuesta, no puede hacer ningún milagro (Mc 6, 5).