La conciencia moral (I)

En el hombre concreto, la grandeza de la conciencia supera al bien inmenso de la libertad. Es cierto que sin libertad las acciones humanas no gozarían del calificativo de “morales”, pero la vida moral como tal se ventila en la conciencia de cada persona. La conciencia no es una “facultad” de la persona, sino que es el hombre mismo. Es el yo que detecta el bien y el mal.

La sabiduría popular expresa la grandeza moral de una persona diciendo: “es un hombre de conciencia”. Y el juicio más negativo sobre cualquiera también hace relación a la conciencia: “es un hombre sin conciencia”. Por su parte, el Magisterio de todos los tiempos ensalza el papel de la conciencia en el ser mismo del hombre. Baste citar este testimonio de Juan Pablo II:
“La conciencia es una especie de sentido moral que nos lleva a discernir lo que está bien de lo que está mal… es como un ojo interior, una capacidad visual del espíritu en condiciones de guiar nuestros pasos por el camino del bien, recalcando la necesidad de formar cristianamente la propia conciencia, a fin de que ella no se convierta en una fuerza destructora de su verdadera humanidad, en vez de un lugar santo donde Dios le revela su bien verdadero” (Reconciliatio et Paenitentia, 26).
Esa grandeza de la conciencia también se deja sentir en un gran sector de la cultura actual, que tiene un vivo sentimiento del valor de la conciencia. Por eso apela a ella y reclama que sea protegida jurídicamente frente a toda injerencia externa. De aquí la legislación que protege la “objeción de conciencia”.
Detractores
            Pero la cultura también tiene sus paradojas. Es curioso constatar cómo algunos círculos culturales -incluso quienes reclaman los derechos de la conciencia- niegan su existencia en el ámbito religioso. En efecto, algunos pretenden negar la conciencia moral y sostienen que es “un prejuicio religioso” que convendría eliminar porque resta espontaneidad al actuar humano. Ya Nietzsche alude a ella y la califica como una “terrible enfermedad”, de la que el hombre ha de curarse.
Los argumentos que cabe aducir a favor de la existencia de la conciencia son que se trata de un substrato humano que todos constatamos, que es una de las experiencias más comunes y primitivas de la persona, que es una constante de todas las culturas, que la conciencia es lo que nos diferencia de los animales pues -como señaló Zubiri- el animal siente pero no se siente, que el hombre no puede evitar llevar a cabo un juicio teórico por el que juzga si algo es verdadero o falso y que, en paridad con este juicio teórico, hace otro de tipo práctico por el que juzga si algo es bueno o malo.
Es evidente que el cristiano no tiene necesidad de recurrir a estos argumentos, dado que él mismo experimenta en sí la existencia de la conciencia en todo momento. Además, la escritura apela a la conciencia con el fin de que el hombre se conduzca de acuerdo con su dignidad.
En el Antiguo Testamento, en la versión griega de los Setenta, el término “conciencia” se encuentra sólo tres veces. Pero el contenido conceptual del mismo se expresa con otros nombres, especialmente con el término “corazón”. El “corazón” es la sede del bien y del mal. Así de David, después del pecado, se dice que “le saltó el corazón” (I sam 24, 6)y el libro de los Proverbios sentencia que los caminos del hombre son buenos y rectos en la medida en que lo sea su corazón (Prov 29, 27). Es el corazón el que siente el remordimiento cuando se comete el mal, tal como enseña el Eclesiástico: “El corazón testimonia cuántas veces han ofendido al prójimo” (Eclo 7, 22). Así mismo, el hombre manifiesta su arrepentimiento como “contrición de corazón”. Por eso David se dirige a Dios y le ruega: “Tú no desprecias un corazón contrito y humillado” (Sal 51, 19).
Nuevo Testamento
            Este mismo lenguaje -también con el término “corazón”- se repite en el Nuevo Testamento, pero ya es más frecuente el uso del término “conciencia”, que, si bien no se encuentra en los Evangelios, sí se menciona 20 veces en San Pablo y otras diez en los restantes libros del Nuevo Testamento. De éstas, cabe destacar las siguientes:
– La conciencia es una realidad en todos los hombres (Rom 2, 15). Es la norma de actuar y hay obligación de seguir sus juicios y por ello debe ser respetada (1 Cor 7, 13; 1 Cor 8, 7; 2 cor 10, 29).
– Es individual y testifica a cada uno el mal que ejecuta (Rom 2, 15); también es testigo del bien realizado (Rom 9, 1); cada uno, según su conciencia, dará cuenta a Dios de su vida (2 Cor 5, 11; 1 Tim 4, 2; Rom 13, 5).
– La conciencia hace juicios de valor moral (1 Cor 10, 25). En los cristianos, es testigo de sus buenas obras (Hch 23, 1).
En la primera época de la reflexión teológica, la que conocemos como de los Padres de la Iglesia, éstos concluyen tres cosas: La importancia de la conciencia para la vida moral, la misión de la conciencia de juzgar las conductas y, por último, la necesidad de concordar la conciencia personal con las normas morales que rigen el actuar humano. Este último punto, por ser el más conflictivo en estos momentos, merece la pena verlo con más detalle.
Curiosamente, en contra de lo que sucede hoy, los Padres no encuentran dificultad en concordar conciencia y norma; más aún, subrayan la relación que existe entre ambas. Así, destacan la armonía de la conciencia y la ley natural, que en ocasiones parecen identificadas. San Juan Crisóstomo escribe: “Dios nos ha dado la ley natural, es decir, ha impreso en nosotros la conciencia”. San Ireneo se pregunta por qué Dios no dio el Decálogo a las generaciones anteriores a Moisés y responde porque ya tenían la ley natural. Pero los Padres no sólo armonizan conciencia y ley, sino que, según sus enseñanzas, la misión de la conciencia es aceptar y cumplir los preceptos del decálogo, el mandamiento nuevo del amor y las demás prescripciones evangélicas. Esto se resumen en un texto de San Basilio: “Todos tenemos en nosotros un juicio natural que discierne el bien y el mal… De este modo, tú sabes juzgar entre la impureza y el pudor. Tu razón se sienta en un tribunal y juzga desde lo alto de su autoridad”.
“Veritatis splendor”
            La teología posterior elaboró la doctrina en torno a este tema. Pero todavía persisten no pocas inseguridades doctrinales, hasta el punto de que merecieron un detenido repaso en la encíclica de Juan Pablo II sobre la moral, la “Veritatis splendor”. Las grandes cuestiones debatidas en esta encíclica en torno a este tema se resumen en tres puntos: el valor del juicio moral de la conciencia, el papel concreto de la conciencia en relación con los valores morales y, por último, la relación entre conciencia y ley.

El estudio de estas cuestiones, siguiendo la encíclica de Juan Pablo II, será el objeto del próximo capítulo de este apartado dedicado a la moral. Baste con recordar ahora que para el cristiano, como hasta hace poco para todos los hombres, no hay duda sobre la existencia de la conciencia moral.