La superioridad de la conciencia a la hora de dirigir el actuar humano choca con algunos inconvenientes: ¿Qué hacer cuando la conciencia es errónea?, ¿Cómo comportarse cuando se es consciente de que el Magisterio enseña una cosa con la que no se está de acuerdo?. a la vez, hay que establecer unos criterios de actuación que permitan la convivencia en un mundo plural. |
El tema del juicio moral de la conciencia se planteó originariamente con la cuestión de la “conciencia errónea”. Es decir, se cuestionó si cabía la posibilidad de que errase la conciencia cuando emite sus juicio de valor sobre el bien y el mal morales. Al sobrevalorar la conciencia más de lo debido, se corre el riesgo de pensar que es un valor absoluto, de modo que ella sola pueda decidir el juicio moral, sin posibilidad de equivocarse.
La cuestión de la “conciencia errónea” se planteó ya en el siglo XII, en la discusión entre Abelardo y San Bernardo. Para San Bernardo, siempre que hay un error existe alguna culpabilidad previa, por lo cual, concluye: toda ignorancia es culpable; en consecuencia, no existe una “conciencia invenciblemente errónea”. Abelardo, por el contrario, afirma que el error disculpa de pecado, pero no analiza la causa del error: si hay o no culpabilidad en su origen.
Santo Tomás
Un siglo más tarde, Santo Tomás de Aquino aportará la verdadera solución distinguiendo entre “conciencia habitual” y “conciencia actual”. La primera vendría a ser como “la voz de Dios” y, por lo tanto, no puede equivocarse. La segunda equivale a un juicio práctico que aplica los principios de la primera a los actos concretos de la vida y en ese juicio sí cabe error. Ahora bien, ese error puede ser vencible o invencible, según le sea fácil detectarlo o no. En el caso de un error invencible, la conciencia no comete pecado; si lo pudiese superar, sí se le imputa el pecado.
En nuestros días se suscitan tres problemas: la no distinción entre “conciencia habitual” y “conciencia actual”, la crisis de la verdad objetiva y universal y la sobrevaloración de la conciencia. esto lleva a convertir con facilidad a la conciencia en el único criterio moral, por lo que su juicio sería decisorio y, consecuentemente, deberá respetarse por fidelidad al ser propio de la persona. Esta doctrina es la que condena la encíclica “Veritatis splendor”:
“Se han atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal. Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia. Pero, de este modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de ‘acuerdo con uno mismo’, de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral” (VS 32).
Así las cosas, tenemos que plantearnos la obligación que habría de seguir el dictamen de una conciencia que fuera “invenciblemente errónea”. Es verdad que, en la determinación última, la conciencia decide, pero esta afirmación se cumple cuando la conciencia es recta, asentada en criterios verdaderos y por lo mismo ausente de error. ¿Y cuando el error es invencible?. También en ese caso hay que seguir el dictado de la conciencia, sabiendo, como dijo Santo Tomás, que no se peca.
No ocurre lo mismo en el caso de que el error sea vencible, pues en tal estado la conciencia se vuelve indigna. Esto sucede, tal y como indicó el Concilio Vaticano II, “cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado” (GS 16). Esta situación es cada vez más frecuente, por muchos motivos, incluido el de la confusión que siembran aquellos que tienen autoridad intelectual sobre los creyentes -teólogos y sacerdotes- que defienden posturas morales contrarias a las del Magisterio de la Iglesia. Por eso, no es fácil discernir cuándo alguien está en ignorancia culpable o simplemente se debe a que ha sido instruido en tales errores.
Fidelidad al Magisterio
En todo caso, es difícil encontrar personas en las sociedades occidentales que no sepan lo que opina el Magisterio oficial de la Iglesia sobre cualquier tema moral o que, no sabiéndolo, no puedan acudir a un experto que se lo diga -no que le diga su opinión, sino que le diga lo que la Iglesia enseña-. Por lo tanto, la ignorancia invencible, en este tipo de sociedades, es cada vez menos probable. Y, sabiendo lo que dice la Iglesia, y siendo conscientes de lo fácil que es sufrir influencias de un ambiente cada vez más hostil a la verdad moral revelada, hay que concluir que hoy hay que exigir a la conciencia individual un sometimiento pleno a lo que la Iglesia enseña. En el caso -cada vez más frecuente- de que la conciencia individual difiera de las enseñanzas del Magisterio, se le pide al fiel cristiano la obediencia, pues es más que probable que su conciencia sea errónea, bien desde sus orígenes o bien, como ya se ha dicho citando al Concilio, por haberse ido “progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado” o por la contaminación ideológica que nos acosa.
Establecido este principio de comportamiento moral para el cristiano de hoy, cabe preguntarse si la conciencia errónea tiene algún derecho. Los teólogos distinguen entre “libertad de las conciencias” y “libertad de conciencia”. Por la primera se entiende el respeto a la conciencia de toda persona, aunque esté equivocada; la segunda refleja la actitud de quienes defienden que la conciencia puede situarse por encima de toda norma y de la libertad de los demás. Esta última no merece ningún respeto.
La “libertad de las conciencias” debe armonizarse con dos principios: el de reciprocidad y el de tolerancia.
Reciprocidad y tolerancia
Por el primero se exige que en la vida social se respete el derecho a la libertad de las conciencias de todos los ciudadanos. Esto significa que si en un determinado caso un derecho se opone a la justa convivencia, si bien ningún ciudadano debe ser violentado en su interior, sin embargo, en razón del bien común, puede ser limitado en el ejercicio de ese derecho. “Todos los hombres -dice el Concilio- están obligados por la ley natural a tener en cuenta los derechos ajenos y sus deberes para con los demás y para el bien común de todos” (DH 7).
En cuanto al principio de tolerancia, se refiere de modo directo a los gobernantes, que tienen que armonizar dos deberes: el de respetar la libertad de las conciencias de los ciudadanos y el de proteger los valores morales del individuo y de la colectividad. Esto significa que en ocasiones el gobernante no puede prescribir legalmente lo mejor y tiene que tolerar ciertas situaciones para mantener la convivencia entre los ciudadanos. Ahora bien, el principio de tolerancia tiene dos límites: el respeto a los derechos humanos y el bien común. Por lo tanto, no se puede invocar la tolerancia cuando se conculcan los derechos del hombre o se va contra el bien común. |