La fe en Cristo según el Catecismo (III)

Ofrecemos, en esta lección del curso de Teología Fundamental, la tercera entrega de las enseñanzas que el Catecismo contiene sobre Cristo. Afrontamos ahora la cuestión de la resurrección del Señor, clave para entender su labor redentora y su propia naturaleza, hasta el punto que podemos decir con San Pablo que “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”.

Se ha hablado mucho en los últimos tiempos sobre si la resurrección de Cristo fue real o si fue más bien una impresión psicológica que tuvieron los apóstoles, algo así como una aparición fantasmal o un convencimiento íntimo sin pruebas concretas. El Catecismo zanja la cuestión al afirmar: “El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento” (nº 639) y como prueba de que los cristianos fueron conscientes de esas apariciones y demostraciones concretas y tangibles, cita el famoso texto de San Pablo (1 Co 15, 3-4), escrito pocos años después de los acontecimientos y en el que el apóstol habla ya de la existencia de una “tradición” sobre este tema: “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce”. Por lo tanto, no puede caber ninguna duda sobre el hecho histórico y real de la resurrección. Real en el sentido de que verdaderamente ocurrió. Histórico, en el sentido de que las pruebas de esa resurrección fueron reconocidas en la historia de los hombres y mujeres que vivían en esos momentos: los apóstoles y algunas mujeres que eran sus discípulas.
Entre las pruebas históricas, concretas, tangibles y tocables está la existencia del sepulcro vacío. “No es en sí una prueba directa -dice el Catecismo-. La ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro podría explicarse de otro modo. A pesar de eso, el sepulcro vacío ha constituido para todos un signo esencial. Su descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento del hecho de la Resurrección. Es el caso, en primer lugar, de las santas mujeres, después de Pedro. ‘El discípulo que Jesús amaba’ (Jn 20,2) afirma que, al entrar en el sepulcro vacío y al descubrir ‘las vendas en el suelo’ (Jn 20, 6) ‘vio y creyó’ (Jn 20,8). Eso supone que constató en el estado del sepulcro vacío que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana y que Jesús no había vuelto simplemente a una vida terrenal como había sido el caso de Lázaro” (nº 640).
La siguiente prueba son las apariciones de Cristo resucitado. Magdalena y las otras mujeres fueron las primeras en disfrutar de ellas y eso las convirtió en las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo. Mensaje que tuvieron que llevar a los propios apóstoles, lo cual es una prueba en sí misma de veracidad, pues normalmente el testimonio de la mujer no era tenido por válido en los juicios de la época, y menos para un asunto tan importante; jamás se hubieran inventado una mentira de ese tipo, pues puestos a inventar hubieran dicho que Jesús se apareció primero a hombres y no a mujeres.
Después, el Señor se apareció a los apóstoles. Primero a Pedro y luego a los demás. “Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos, ve por tanto al Resucitado antes que a los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: ¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24, 34)” (nº 641).
La importancia de las apariciones es tan grande que, a la hora de elegir de entre el grupo de los discípulos a uno que sustituyera al traidor Judas, los once apóstoles restantes echan suertes entre un grupo de hombres dignos seleccionados de entre los que habían presenciado alguna de las apariciones de Cristo resucitado. “Como testigos del Resucitado, los apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía. Estos ‘testigos de la Resurrección de Cristo’ son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los apóstoles” (nº 642). “Ante estos testimonios -concluye el Catecismo- es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por Él de antemano. La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que (por lo menos algunos de ellos) no creyeron tan pronto la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, nos presentan a los discípulos abatidos y asustados. Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y ‘sus palabras les parecían como desatinos’ (Lc 24, 11). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua, ‘les echó en cada su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado’ (Mc 16, 14)” (nº 643). “Tan imposible les parece la cosa -sigue diciendo el Catecismo- que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía: creen ver un espíritu. Tomás conocerá la misma prueba de la duda y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, ‘algunos sin embargo dudaron’ (Mt 28,17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un producto de la fe o de la credulidad de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació -bajo la acción de la gracia divina- de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado” (nº 644).
Lo que el Catecismo quiere concluir y zanjar es, pues, la realidad histórica de la resurrección de Cristo. Una realidad que elimina las otras dos posibilidades que se pueden plantear: que se trata de una impostura procedente de los apóstoles o que se debiera a un efecto ilusorio, a una sugestión o alucinación colectiva.

De haber sido una impostura, la persecución y el martirio a que fueron sometidos los apóstoles, habría terminado con ella. En efecto, nadie miente para perjudicarse, para ser perseguido, para ser asesinado. Y si se ha mentido para hacer negocio, cuando los planes no se cumplen se desdice uno intentando salvar al menos la vida. No obraron así los apóstoles: en medio de la persecución, afrontaron la tortura y el martirio con resolución y alegría, pues la resurrección de Cristo les certificaba que estaban en el camino correcto y era la prenda de su propia resurrección. En cuanto a la hipótesis de la alucinación, la desmiente explícitamente el Catecismo como se ha visto. Aquellos hombres y aquellas mujeres eran campesinos y pescadores, personas rudas poco acostumbradas a los arrebatos místicos y habituados en cambio a tener los pies en el suelo. Si hubiera sido una sola la aparición y a todos a la vez podría pensarse en una alucinación colectiva, pero tal y como sucedieron las cosas, sólo cabe pensar en la realidad de los acontecimientos que contaron los testigos o en la invención de los mismos, cosa que, como se ha dicho, resulta impensable.