Las enseñanzas sobre Cristo que recoge el Catecismo, además de las ya expuestas en los capítulos anteriores, se completan con la profesión de fe en la materialidad de Cristo resucitado -que nos lleva a creer en la resurrección de la carne-, así como con la fe en la ascensión del Señor, en su segunda venida gloriosa y en su labor de juez de vivos y muertos.
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Vista ya la realidad histórica de la resurrección de Cristo, conviene preguntarse sobre lo que el Catecismo llama “el estado de la humanidad resucitada de Cristo”. O, lo que es lo mismo, conviene aclarar si Cristo resucitado era un fantasma, un espíritu puro, o si tenía una consistencia material, tocable y visible. Sobre esto, el Catecismo afirma: “Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (cf Lc 24,39; Jn 20,27) y el compartir la comida (cf Lc 24,30. 41-43; Jn 21,9.13-15). Les invita así a reconocer que él no es un espíritu (cf Lc 24,39) pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado ya que sigue llevando las huellas de su pasión (cf Lc 24,40; Jn 20,20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere (cf Mt 28,9. 16-17; Lc 24, 15. 36; Jn 20,14. 19. 26; 21,4) porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (cf Jn 20,17). Por esta razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como quiere: bajo la apariencia de un jardinero (cf Jn 20,14-15) o “bajo otra figura” (Mc 16,12) distinta de la que les era familiar a los discípulos, y eso para suscitar su fe” (nº 645).
La fe de la Iglesia, basada en lo que cuentan los evangelistas, es terminante: Cristo resucitó y su resurrección implicó a su carne, de forma que sin tratarse de una retorno a la vida terrena (como le había sucedido a Lázaro), sí se puede hablar de una resurrección que afecta al cuerpo y no sólo al espíritu. Y lo mismo que le sucedió a Cristo nos sucederá a nosotros y a todos los que han muerto antes de nosotros.
Para acabar este apartado, el Catecismo presenta la resurrección de Cristo como obra de la Santísima Trinidad, del Dios uno y trino. También habla del sentido salvífico de la resurrección, y lo hace citando la frase de San Pablo: “Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe” (1 Cor 15,14). “La resurrección -concluye el Catecismo- constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido” (nº 651). “La verdad de la divinidad de Jesús -dice más adelante- es confirmada por su resurrección” (nº 653). Además, la resurrección de Cristo es la prenda de nuestra propia resurrección y salvación: “Hay un doble aspecto en el misterio pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios… Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su resurrección: “Id, avisad a mis hermanos” (Mt 28,10; Jn 20,17). Hermanos no por naturaleza, sino por dond e la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único…. Por último, la resurrección de Cristo -y el propio Cristo resucitado- es principio y fuente de nuestra resurrección futura: ‘Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que durmieron… del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo’ (1 Co 15,20-22)” (nº 654, 655). Expuesta ya la fe en la resurrección de Cristo, con todos sus matices y consecuencias, el Catecismo nos habla de otro aspecto: la Ascensión del Señor. Sobre esto afirma: “La ascensión de Jesucristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celestial de Dios de donde ha de volver (cf Hch 1,11), aunque mientras tanto lo esconde a los ojos de los hombres (cf Col 3,3)” (nº 665). Y también: “Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con él eternamente” (nº 666). Por último: “Jesucristo, habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo” (nº 667).
En definitiva, la Ascensión de Jesús al Cielo supone el final -transitorio- de la etapa excepcional que supuso la presencia en la tierra de su cuerpo resucitado durante aquellos cuarenta días en que prodigó sus apariciones para convencer a los apóstoles de su resurrección. Supone, por lo tanto, la inserción en la normalidad en cuanto que Cristo resucitado no tenía la misión de volver a vivir permanentemente en la tierra, como lo había hecho mientras estuvo vivo después de la encarnación. Además, la Ascensión del Señor nos garantiza, lo mismo que lo hace su resurrección, que nosotros le seguiremos algún día. Y nos garantiza también que, en el cielo, sigue siendo el gran mediador entre Dios y los hombres.
Pero el adiós de Cristo con la Ascensión no fue una despedida definitiva. Fue un “hasta luego”. Cristo volverá. La Iglesia confesa su fe en la segunda venida de Cristo y afirma también que “este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento (cf Mt 24,44; 1 Te 5,2), aunque tal acontecimiento y la prueba final que le ha de preceder estén retenidos en las manos de Dios (cf 2 Te 2,3-12)” (nº 673). esta segunda venida gloriosa de Cristo “se vincula al reconocimiento por ‘todo Israel’ (Rm 11,26; Mt 23,39) del que ‘una parte está endurecida’ (Rm 11,25) en ‘la incredulidad’ (Rm 11,20) respecto a Jesús” (nº 674). Además, antes del advenimiento de Cristo, “la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el ‘Misterio de iniquidad’ bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne” (nº 675). “El Reino -añade el Catecismo- no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal… El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma del Juicio Final” (nº 677). En ese momento Cristo volverá para juzgar “definitivamente las obras y los corazones de los hombres” (nº 679), aunque “es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo, es retribuido según sus obras y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor” (nº 679). |