Los Testigos de Jehová son una de las sectas -o “comunidades eclesiales”, según algunos- más agresivas contra la Iglesia; niegan la divinidad de Jesucristo, del que dicen que era un arcángel antes de la encarnación. La otra herejía que recoge este capítulo es la del catolicismo liberal de Lamennais, que propugna una adaptación permanente de la Iglesia a la opinión de la mayoría. |
Testigos de Jehová: Secta según unos, comunidad cristiana según otros, los Testigos de Jehová fueron fundados en 1874, en Estados Unidos, por el pastor Charles-Taze Rusell (1852-1916), que los presidió hasta su muerte. Su nombre original era “Sociedad de la Atalaya de Sión”, que estuvo vigente hasta 1931.
Reverencian particularmente la Biblia, palabra de Jehová, creador del cielo y la tierra. Rechazan el dogma de la Santísima Trinidad que, a su juicio, es una invención de Satanás. Cristo no es Dios según ellos, sino la “primera de las criaturas”; antes de su venida a la tierra era un arcángel y se convirtió en mesías al ser bautizado en el Jordán; desde ese momento es la cabeza de la creación ulterior, hasta el fin del mundo. Cuando el fin del mundo llegue, Cristo será, por decisión de Jehová, la cabeza y el rey del nuevo mundo, del reino celestial. Ese reino celestial es invisible y sólo entrarán en él 144.000 fieles (las almas de los justos: algunas personas del Antiguo Testamento, los apóstoles y no todos los testigos de Jehová). El regreso de Cristo a la tierra, por un periodo de mil años, será precedido en el cielo por una guerra entre las fuerzas del bien y del mal, a cuyo término los ejércitos de Jehová vencerán a los de Satanás en Armagedón. El mismo Jesús, -según los testigos- habla de siete tiempos de 360 años cada uno, lo cual da un periodo de 2520 años. El primer tiempo comenzó en el 607 antes de Cristo, con la toma de Jerusalén por Nabucodonosor y el último terminó en 1914, por lo que la gran batalla de Armagedón es inminente, si no ha tenido lugar ya.
Los Testigos de Jehová no creen en las penas eternas ni en que haya purgatorio. Cuando llegue el reino de los “mil años”, los réprobos y los impíos serán aniquilados y sólo sobrevivirán los verdaderos cristianos.
Los Testigos de Jehová no toman sangre de animales, carne de cerdo o de caza que no haya sido desangrada previamente. Por eso rechazan las transfusiones de sangre. Rechazan el tabaco y las drogas, aunque permiten un consumo moderado del alcohol.
Entre ellos no hay jerarquía, en el sentido católico del término, pero sí en el sentido práctico. La “Iglesia” la componen los “pioneros” y los “proclamadores”, según el tiempo que cada cual dedique a dar testimonio. Están organizados en “grupos”, “circuitos” (diez o veinte grupos), “distritos” (que de ordinario corresponden con países), “sucurales” y la “sociedad”, cuya sede central está en Brooklin, Nueva York. Al frente de cada una de estas categorías hay una persona y en las superiores hay un consejo, que son, de hecho, la jerarquía de la comunidad. Los Testigos de Jehová difunden dos grandes publicaciones: “La Atalaya” y “¡Despertaos!”, que se editan y distribuyen en numerosos países. Los Testigos de Jehová han tenido una rapidísima difusión en todo el mundo, sobre todo en países tradicionalmente católicos, gracias, en buena medida, a su labor proselitista de ir puerta a puerta invitando a la gente a participar en sus ritos. Sin embargo, al menos en España, su ritmo de crecimiento ha disminuido, en parte por la llegada de otras sectas más agresivas y en parte porque los católicos están ya “vacunados” contra sus argumentos, sobre todo contra aquellos que dirigen contra la Virgen María.
Lamennesianismo: Este grupo herético, más difundido de lo que parece pues está difundido por el conjunto de la Iglesia, sigue las doctrinas de Felicité-Robert de Lamennais. Teólogo humanista y socializante, nació en 1782 en Francia (Saint-Maló, Bretaña) y murió en 1854. Perdió la fe, que luego recuperó gracias a su hermano Juan María, fundador de los Menesianos. Se ordenó sacerdote en 1816. Fue el iniciador del llamado “catolicismo liberal”. Sus tesis escandalizaron a la sociedad tradicional francesa de la Monarquía de Julio y del Segundo Imperio. Era de carácter fogoso y, en un principio, destacó por su ortodoxia y su apoyo apasionado al Papa (este tipo de apoyo fue conocido como “ultramontanismo”); pero eso fue sólo el inicio de un errático itinerario intelectual que le llevó a posiciones contradictorias. Entre 1817 y 1823 había redactado y publicado su “Ensayo sobre la indiferencia en materia de religión”, fundando a continuación el diario “L’Avenir”, periódico que congregó a la juventud católica liberal de la época.
En su deseo de convencer, Lamennais decidió apelar sólo al sentido común para intentar probar la autenticidad del mensaje católico. “Vox populi, vox Dei”, era la raíz de su pensamiento. Pretendía instaurar una apologética basada en el consenso universal y no en los argumentos de la razón. Ya en su “Ensayo” se había propuesto demostrar la primacía de la razón colectiva o del sentido común sobre la razón individual, fuente de error. “El cristianismo -escribía- no aportó al mundo una nueva revelación; no hizo más que desarrollar la fe existente en el universo”. “No nacía, sino que crecía”. Tales ideas fueron desarrolladas en “L’Avenir”. La Iglesia de Francia, tanto la imbuida del galicanismo como la que se mantenía fiel a la Santa Sede, reaccionaro contra Lamennais y le acusaron de rechazar el principio mismo de la Revelación y de pretender subordinar la autoridad de la Iglesia a la del género humano. Se airearon sus defectos y sus devaneos amorosos, llegando a ser vigilado por la policía. Pero Lamennais no rectificó sus tesis y fue denunciado a Roma. El Papa Gregorio XVI lo desautorizó en 1832, al tiempo que condenaba el catolicismo liberal con la bula “Mirari vos”. Aunque el grupo de “L’Avenir” aceptó la decisión pontificia, Lamennais no quiso hacerlo y dejó su sacerdocio. Su decepción y su orgullo herido se confabularon para hacerle adoptar una postura de rebeldía. Para mejor defenderse atacó, publicando “Palabras de un creyente”, libro que fue condenado en 1834, junto con sus ideas acerca del “consenso universal”. Entonces Lamennais apostató públicamente y la ruptura se hizo definitiva.
Desde ese momento se dedicó a publicar artículos y libros agresivos contra la Iglesia: “Negocios en Roma” (1836) -en el que afirmaba que la Curia romana era “la más infame de las cloacas”-, “La esclavitud moderna” (1839), “El país y el gobierno” (1840) -que molestó al régimen de Luis Felipe y le deparó un año de cárcel-, “Discusiones críticas” (1841), “De la religión” (1841)…. En todos estos libros mantenía sus convicciones de que la voz del pueblo se confunde con la de Dios.
Sus libros proclaman la existencia de Dios, las leyes de la Providencia, la distinción entre el Bien y el Mal, la inmortalidad del alma y la necesidad de premios y castigos después de la muerte. Pero, a la vez, defendía una nueva forma de cristianismo, “ni católico ni protestante”, un cristianismo “del género humano”, permanentemente adaptado a la evolución de los tiempos, del sentir y los gustos populares. En el fondo, propugnaba un liberalismo relativista, donde las cosas son buenas según diga la gente. Todo eso hizo que sus amigos y seguidores -como Lacordaire- se distanciaran de él. Murió sin reconciliarse con la Iglesia. |